¿Qué diablos pasa?
Columna PLAZA PÚBLICA / Matanza silenciada
Veintitrés personas fueron asesinadas el 18 de agosto, en un poblado del municipio mexiquense de Tlatlaya, en un ataque de comando a la población civil que participaba en el tianguis semanal. Y militares lograron borrar la evidencia y silenciar las denuncias
Miguel Ángel Granados Chapa
Publicado en Reforma (www.refoma.com), 9 octubre 2008;
Veintitrés personas fueron asesinadas el 18 de agosto, en un poblado del municipio mexiquense de Tlatlaya, en un ataque de comando a la población civil que participaba en el tianguis semanal. Y militares lograron borrar la evidencia y silenciar las denuncias
Miguel Ángel Granados Chapa
Publicado en Reforma (www.refoma.com), 9 octubre 2008;
Al mediodía del lunes 18 de agosto pasado, el tianguis que se sitúa al lado del templo parroquial en San Pedro Limón, un poblado en el municipio de Tlatlaya, distrito de Sultepec, estado de México, fue interrumpido de manera brutal. Llegados a bordo de tres vehículos, una veintena de individuos con el rostro cubierto y con vestimenta de tipo militar disparó sus armas, AR-15 y AK-47 contra la pequeña multitud que trajinaba en el lugar. Murieron por lo menos 23 personas, niños y adultos, y decenas más resultaron heridas. No pareció que buscaran a alguien en particular, contra el que dirigieran su ataque. Su blanco era gente común y corriente, desconocida de los agresores. Se cree que no todos se marcharon al concluir su estúpida y sangrienta acción, sino que algunos de ellos se quedaron en la zona para tener control sobre lo que allí ocurriría.
Con ser excesivo, no fue eso lo peor. Rato después de la inesperada embestida, que dejó pasmados a los sobrevivientes, quienes no acertaban a decidir qué hacer, llegaron al lugar otros vehículos, esta vez ocupados por miembros del Ejército. Éstos retiraron los cadáveres, recogieron los casquillos y limpiaron la escena. Despojaron de sus teléfonos celulares a los espantados vecinos y visitantes y se las arreglaron para hacerles saber que era preferible que no se supiera nada de lo ocurrido. Quizá disuadieron también al personal de la agencia del Ministerio Público, incluidos agentes ministeriales, que supieron de los hechos pero no cumplieron sus funciones, pues no se inició averiguación previa alguna.
He tenido acceso a esta información por fuentes cuya identidad no revelo pero que merecen mi confianza. Por ese motivo doy por ciertos los hechos cuya gravedad resulta evidente de su sola exposición. Se trata del primer ataque a la población civil, como el que un mes más tarde acontecería en Morelia, la noche del Grito. Si cabe compararlas, la matanza de San Pedro Limón es aún más estremecedora no sólo porque es mucho mayor el número de víctimas (tres veces más que las habidas en la capital michoacana) sino por las acciones y omisiones de las autoridades, encaminadas a ocultar lo sucedido en vez de investigar los hechos y perseguir a los responsables.
En otros espacios periodísticos (las columnas de Ciro Gómez Leyva en Milenio y Jorge Fernández Menéndez en Excélsior) aparecieron ayer informaciones sobre otra grave expresión de violencia. Se trata de la desaparición de siete comerciantes en joyería de oro. Procedentes de Pajacuarán, Michoacán, iban camino a Oaxaca y se detuvieron en Atoyac de Álvarez, Guerrero. En un burdel de esta última ciudad se les vio por última vez. Puesto que llevaban consigo unos 400 mil pesos, se presume que fueron asaltados, pero el vehículo en que viajaban apareció quemado en un paraje remoto y sin indicio alguno sobre su paradero. La desaparición ocurrió el 29 de agosto y desde entonces nada se sabe de ellos, a pesar de que sus familiares han recorrido oficinas de tres estados en busca de información sobre los suyos.
Todo lo más que llegaron a saber los parientes de los desaparecidos es que probablemente fueron víctimas de Los Pelones, "la temible banda local parte narco, parte guerrilla, parte secuestradores parte alborotadores", según la define Gómez Leyva. Esa misma banda -u otra homónima, o extensión de la primera- actúa en otro extremo de Guerrero, en los límites con el estado de México. En la madrugada del 6 de septiembre Los Pelones se enfrentaron con Los Zetas en Arcelia. Los Pelones de este caso merodean en Tlatlaya, por lo que quizá la matanza del 18 de agosto se debe a esta pandilla. La actuación de los militares, en obvio beneficio de la banda homicida, revelaría un contubernio entre delincuentes y mandos militares, encargados de proveerles impunidad.
Tengan o no vinculación estos sucesos, son una nueva evidencia de que la delincuencia organizada está derrotando al Estado mexicano en su función de garantizar la seguridad de los ciudadanos. En la zona de Sultepec es verdad sabida que los agentes ministeriales se cuidan de realizar tareas de investigación o captura de presuntos delincuentes sin antes recabar una suerte de autorización de Los Zetas, sin la cual no es posible que hagan sus labores. Ése es un escalón superior en el trato de la banda criminal con los policías, con quienes mantienen una fluida relación después de haber roto una práctica común no sólo en esa comarca sino en muchos lugares del país. Los Zetas sentaron las bases de su trato con los jefes policiacos rehusando pagar "ayudas" a los agentes ministeriales, cuotas de protección cuya cobertura permite el narcomenudeo y la comisión de otros delitos menores. Alterada así la relación de poder, ahora son los agentes policiacos los que dependen del poder criminal.
El silencio que hasta este momento, en que lo rompemos, ha rodeado a la gran matanza de San Pedro Limón ha sido posible por la profundidad de la intimidación lograda por el atentado mismo y por la presencia militar complicitaria. Se comprende que los pobladores se sientan inermes, presos en la tijera de esos dos factores, y accedan a no hablar de lo ocurrido, temerosos de que la crueldad que mató sin causa a 23 personas agregue a su cuenta nuevas víctimas. La Procuraduría General de la República, la Secretaría de la Defensa, el gobierno mexiquense poseen, en cambio, capacidades al menos formales para indagar lo sucedido. Al menos es su deber intentarlo.
***
Con ser excesivo, no fue eso lo peor. Rato después de la inesperada embestida, que dejó pasmados a los sobrevivientes, quienes no acertaban a decidir qué hacer, llegaron al lugar otros vehículos, esta vez ocupados por miembros del Ejército. Éstos retiraron los cadáveres, recogieron los casquillos y limpiaron la escena. Despojaron de sus teléfonos celulares a los espantados vecinos y visitantes y se las arreglaron para hacerles saber que era preferible que no se supiera nada de lo ocurrido. Quizá disuadieron también al personal de la agencia del Ministerio Público, incluidos agentes ministeriales, que supieron de los hechos pero no cumplieron sus funciones, pues no se inició averiguación previa alguna.
He tenido acceso a esta información por fuentes cuya identidad no revelo pero que merecen mi confianza. Por ese motivo doy por ciertos los hechos cuya gravedad resulta evidente de su sola exposición. Se trata del primer ataque a la población civil, como el que un mes más tarde acontecería en Morelia, la noche del Grito. Si cabe compararlas, la matanza de San Pedro Limón es aún más estremecedora no sólo porque es mucho mayor el número de víctimas (tres veces más que las habidas en la capital michoacana) sino por las acciones y omisiones de las autoridades, encaminadas a ocultar lo sucedido en vez de investigar los hechos y perseguir a los responsables.
En otros espacios periodísticos (las columnas de Ciro Gómez Leyva en Milenio y Jorge Fernández Menéndez en Excélsior) aparecieron ayer informaciones sobre otra grave expresión de violencia. Se trata de la desaparición de siete comerciantes en joyería de oro. Procedentes de Pajacuarán, Michoacán, iban camino a Oaxaca y se detuvieron en Atoyac de Álvarez, Guerrero. En un burdel de esta última ciudad se les vio por última vez. Puesto que llevaban consigo unos 400 mil pesos, se presume que fueron asaltados, pero el vehículo en que viajaban apareció quemado en un paraje remoto y sin indicio alguno sobre su paradero. La desaparición ocurrió el 29 de agosto y desde entonces nada se sabe de ellos, a pesar de que sus familiares han recorrido oficinas de tres estados en busca de información sobre los suyos.
Todo lo más que llegaron a saber los parientes de los desaparecidos es que probablemente fueron víctimas de Los Pelones, "la temible banda local parte narco, parte guerrilla, parte secuestradores parte alborotadores", según la define Gómez Leyva. Esa misma banda -u otra homónima, o extensión de la primera- actúa en otro extremo de Guerrero, en los límites con el estado de México. En la madrugada del 6 de septiembre Los Pelones se enfrentaron con Los Zetas en Arcelia. Los Pelones de este caso merodean en Tlatlaya, por lo que quizá la matanza del 18 de agosto se debe a esta pandilla. La actuación de los militares, en obvio beneficio de la banda homicida, revelaría un contubernio entre delincuentes y mandos militares, encargados de proveerles impunidad.
Tengan o no vinculación estos sucesos, son una nueva evidencia de que la delincuencia organizada está derrotando al Estado mexicano en su función de garantizar la seguridad de los ciudadanos. En la zona de Sultepec es verdad sabida que los agentes ministeriales se cuidan de realizar tareas de investigación o captura de presuntos delincuentes sin antes recabar una suerte de autorización de Los Zetas, sin la cual no es posible que hagan sus labores. Ése es un escalón superior en el trato de la banda criminal con los policías, con quienes mantienen una fluida relación después de haber roto una práctica común no sólo en esa comarca sino en muchos lugares del país. Los Zetas sentaron las bases de su trato con los jefes policiacos rehusando pagar "ayudas" a los agentes ministeriales, cuotas de protección cuya cobertura permite el narcomenudeo y la comisión de otros delitos menores. Alterada así la relación de poder, ahora son los agentes policiacos los que dependen del poder criminal.
El silencio que hasta este momento, en que lo rompemos, ha rodeado a la gran matanza de San Pedro Limón ha sido posible por la profundidad de la intimidación lograda por el atentado mismo y por la presencia militar complicitaria. Se comprende que los pobladores se sientan inermes, presos en la tijera de esos dos factores, y accedan a no hablar de lo ocurrido, temerosos de que la crueldad que mató sin causa a 23 personas agregue a su cuenta nuevas víctimas. La Procuraduría General de la República, la Secretaría de la Defensa, el gobierno mexiquense poseen, en cambio, capacidades al menos formales para indagar lo sucedido. Al menos es su deber intentarlo.
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Columna Razonez/Jorge Fernández Menéndez
Siete desaparecidos: una historia como tantas
Publicado en: Periódico Excelsior, 8 de Octubre de 2008;
Podría ser una historia más de las que ocurren en las fronteras entre Guerrero y Michoacán, una historia como tantas de violencia, muertes, desapariciones. También de indiferencia gubernamental ante el drama que vive una familia. Pero ¿a quién le importan siete jóvenes desaparecidos en la vorágine de ajusticiamientos, asesinatos, secuestros producidos en el contexto de la guerra entre los propios grupos del narcotráfico?, un marco de violencia del que en muchas ocasiones se aprovechan otros grupos, incluso policiales, con otros intereses, para su propio beneficio, para su propio ajuste de cuentas. Es una historia profundamente sórdida y llena de preguntas sin respuesta.
Podría ser una historia más de las que ocurren en las fronteras entre Guerrero y Michoacán, una historia como tantas de violencia, muertes, desapariciones. También de indiferencia gubernamental ante el drama que vive una familia. Pero ¿a quién le importan siete jóvenes desaparecidos en la vorágine de ajusticiamientos, asesinatos, secuestros producidos en el contexto de la guerra entre los propios grupos del narcotráfico?, un marco de violencia del que en muchas ocasiones se aprovechan otros grupos, incluso policiales, con otros intereses, para su propio beneficio, para su propio ajuste de cuentas. Es una historia profundamente sórdida y llena de preguntas sin respuesta.
Nadie sabe exactamente qué sucedió el 29 de agosto pasado en Atoyac de Alvarez, en Guerrero, pero siete jóvenes, todos menores de 24 años, salvo un hombre de 42, desaparecieron sin dejar rastro y hasta ahora nadie tiene noticia de ellos. Vivían, dicen sus familiares, de la compra y venta de oro, presumiblemente en los límites de la legalidad y no eran de Atoyac a donde habían ido a realizar algún negocio, no se sabe cuál, presumiblemente una compra de oro, pero sí que transportaban 400 mil pesos en efectivo, y venían de Pajuacarán, Michoacán. Llegaron el 28, los siete en una camioneta a Atoyac, se alojaron en el hotel Panchito y se trasladaron casi inmediatamente a la zona de tolerancia, donde estuvieron en el bar El Diamante. Acompañados de algunas jóvenes que allí trabajan, abandonaron el lugar cerca de las dos de la mañana y volvieron con ellas al hotel. Regresaron en la madrugada las muchachas al bar y supuestamente, después de recibir una llamada se dirigieron a Coyuca de Benítez. Nunca llegaron: el 5 de septiembre se encontró la camioneta en llamas en el poblado de Llano de la Puerta. Desde entonces sus familiares han peregrinado ante todo tipo de autoridades sin respuesta.
La historia del recorrido de las familias de los desaparecidos es la de muchas otras. A un día de la desaparición las familias se dirigieron a las autoridades de Jiquilpan, en Michoacán y les dijeron que no podían hacer nada. Les dieron unos teléfonos de México y aquí les dijeron que debían pasar 72 horas antes de reportar una desaparición. Al día siguiente fueron a la presidencia municipal de Pajacuarán, en Michoacán, los atendieron pero tampoco pudieron hacer nada. Allí se encontraron con otras personas que venían de la misma zona, les dijeron que habían sido golpeados y robados por policías ministeriales. Luego vieron al procurador de Michoacán, quien habló con el de Guerrero y envió a los familiares para Chilpancingo. A éste le dijeron que se comunicara con la dueña del burdel donde fueron los jóvenes y dicen que ella tenía información de que los “iban a desaparecer” para robarles el dinero que portaban. El procurador los contactó con el director de la policía ministerial del Estado que les dijo que se regresaran a su pueblo y los mantendría informados. Nunca más tuvieron noticias del jefe policial.
En su pueblo, vieron al gobernador Leonel Godoy, les dijo que el caso estaba fuera de su jurisdicción aunque los envió con un subprocurador en Zamora y éste los envió otra vez a Jiquilpan, a ampliar la denuncia para enviarla a Guerrero. No pasa nada pero un par de días después aparece la camioneta en llamas e información en los periódicos locales, de Guerrero, de la denuncia presentada ante el ministerio público. Les dicen en Chilpancingo que se montará un operativo para buscar a los desaparecidos. No sucede nada. Los familiares buscan ver al presidente de la república y se comunican con uno de sus hermanos, Luis, quien les obtiene una cita con el delegado de la PGR en Michoacán: hizo gestiones, llamó a Guerrero y los puso en comunicación con el delegado de la procuraduría en ese estado, también consiguió una audiencia con la SIEDO en el DF. En la subprocuraduría les dijeron que tratarían de brindarles apoyo pero que el caso competía a Guerrero, que era allí donde debía ser tratado. Y del DF fueron con el delegado de la PGR en Guerrero. El delegado les dijo que sus familiares al desaparecer estaban “en el lugar y en el momento equivocados” y les habló de los innumerables problemas de seguridad que había en esa zona. Le preguntaron si la SIEDO podía intervenir y les dijo que no, que sólo tenía un elemento en la zona. Llegó a esa oficina el subprocurador de Guerrero y les dijo que él se encargaría del caso. Eso fue el 15 de septiembre: los familiares no han vuelto a tener noticias sobre el caso.
No conozco a las personas desaparecidas ni a sus familiares. No puedo asegurar que tuvieran un modo de vida honesto o, como decíamos, que vivieran en el límite de la ilegalidad, o que estuvieran cometiendo un delito. Lo inadmisible es que siete personas puedan desaparecer con tanta tranquilidad, con tantos datos en torno al caso, y que no pase absolutamente nada. Puede ser verdad que los jóvenes se encontraron en “un mal lugar y en un mal momento”, pero todo indica que en su desaparición estuvieron coludidas personas de la localidad y agentes de seguridad locales, que aparentemente los interceptaron después de la noche de fiesta, sabiendo que llevaban una fuerte cantidad en efectivo. No hubo pedido de rescate, salvo una llamada anónima a la madre de uno de ellos, que sólo le dijo una palabra: “prepárense”.
Es una historia más, pero demuestra lo desarticulado, para beneficio de la delincuencia y la corrupción, de nuestro sistema de seguridad, policial y de procuración de justicia. No hay centralización, no hay coordinación, no hay posibilidad de trabajar en conjunto. Y en estos casos no hay voluntad de hacerlo, leyes que obliguen a ello ni la transparencia mínima como para confiar en quienes tienen en sus manos la investigación. Es, simplemente, una historia de tantas en el México de hoy.
Podría ser una historia más de las que ocurren en las fronteras entre Guerrero y Michoacán, una historia como tantas de violencia, muertes, desapariciones. También de indiferencia gubernamental ante el drama que vive una familia. Pero ¿a quién le importan siete jóvenes desaparecidos en la vorágine de ajusticiamientos, asesinatos, secuestros producidos en el contexto de la guerra entre los propios grupos del narcotráfico?, un marco de violencia del que en muchas ocasiones se aprovechan otros grupos, incluso policiales, con otros intereses, para su propio beneficio, para su propio ajuste de cuentas. Es una historia profundamente sórdida y llena de preguntas sin respuesta.
Nadie sabe exactamente qué sucedió el 29 de agosto pasado en Atoyac de Alvarez, en Guerrero, pero siete jóvenes, todos menores de 24 años, salvo un hombre de 42, desaparecieron sin dejar rastro y hasta ahora nadie tiene noticia de ellos. Vivían, dicen sus familiares, de la compra y venta de oro, presumiblemente en los límites de la legalidad y no eran de Atoyac a donde habían ido a realizar algún negocio, no se sabe cuál, presumiblemente una compra de oro, pero sí que transportaban 400 mil pesos en efectivo, y venían de Pajuacarán, Michoacán. Llegaron el 28, los siete en una camioneta a Atoyac, se alojaron en el hotel Panchito y se trasladaron casi inmediatamente a la zona de tolerancia, donde estuvieron en el bar El Diamante. Acompañados de algunas jóvenes que allí trabajan, abandonaron el lugar cerca de las dos de la mañana y volvieron con ellas al hotel. Regresaron en la madrugada las muchachas al bar y supuestamente, después de recibir una llamada se dirigieron a Coyuca de Benítez. Nunca llegaron: el 5 de septiembre se encontró la camioneta en llamas en el poblado de Llano de la Puerta. Desde entonces sus familiares han peregrinado ante todo tipo de autoridades sin respuesta.
La historia del recorrido de las familias de los desaparecidos es la de muchas otras. A un día de la desaparición las familias se dirigieron a las autoridades de Jiquilpan, en Michoacán y les dijeron que no podían hacer nada. Les dieron unos teléfonos de México y aquí les dijeron que debían pasar 72 horas antes de reportar una desaparición. Al día siguiente fueron a la presidencia municipal de Pajacuarán, en Michoacán, los atendieron pero tampoco pudieron hacer nada. Allí se encontraron con otras personas que venían de la misma zona, les dijeron que habían sido golpeados y robados por policías ministeriales. Luego vieron al procurador de Michoacán, quien habló con el de Guerrero y envió a los familiares para Chilpancingo. A éste le dijeron que se comunicara con la dueña del burdel donde fueron los jóvenes y dicen que ella tenía información de que los “iban a desaparecer” para robarles el dinero que portaban. El procurador los contactó con el director de la policía ministerial del Estado que les dijo que se regresaran a su pueblo y los mantendría informados. Nunca más tuvieron noticias del jefe policial.
En su pueblo, vieron al gobernador Leonel Godoy, les dijo que el caso estaba fuera de su jurisdicción aunque los envió con un subprocurador en Zamora y éste los envió otra vez a Jiquilpan, a ampliar la denuncia para enviarla a Guerrero. No pasa nada pero un par de días después aparece la camioneta en llamas e información en los periódicos locales, de Guerrero, de la denuncia presentada ante el ministerio público. Les dicen en Chilpancingo que se montará un operativo para buscar a los desaparecidos. No sucede nada. Los familiares buscan ver al presidente de la república y se comunican con uno de sus hermanos, Luis, quien les obtiene una cita con el delegado de la PGR en Michoacán: hizo gestiones, llamó a Guerrero y los puso en comunicación con el delegado de la procuraduría en ese estado, también consiguió una audiencia con la SIEDO en el DF. En la subprocuraduría les dijeron que tratarían de brindarles apoyo pero que el caso competía a Guerrero, que era allí donde debía ser tratado. Y del DF fueron con el delegado de la PGR en Guerrero. El delegado les dijo que sus familiares al desaparecer estaban “en el lugar y en el momento equivocados” y les habló de los innumerables problemas de seguridad que había en esa zona. Le preguntaron si la SIEDO podía intervenir y les dijo que no, que sólo tenía un elemento en la zona. Llegó a esa oficina el subprocurador de Guerrero y les dijo que él se encargaría del caso. Eso fue el 15 de septiembre: los familiares no han vuelto a tener noticias sobre el caso.
No conozco a las personas desaparecidas ni a sus familiares. No puedo asegurar que tuvieran un modo de vida honesto o, como decíamos, que vivieran en el límite de la ilegalidad, o que estuvieran cometiendo un delito. Lo inadmisible es que siete personas puedan desaparecer con tanta tranquilidad, con tantos datos en torno al caso, y que no pase absolutamente nada. Puede ser verdad que los jóvenes se encontraron en “un mal lugar y en un mal momento”, pero todo indica que en su desaparición estuvieron coludidas personas de la localidad y agentes de seguridad locales, que aparentemente los interceptaron después de la noche de fiesta, sabiendo que llevaban una fuerte cantidad en efectivo. No hubo pedido de rescate, salvo una llamada anónima a la madre de uno de ellos, que sólo le dijo una palabra: “prepárense”.
Es una historia más, pero demuestra lo desarticulado, para beneficio de la delincuencia y la corrupción, de nuestro sistema de seguridad, policial y de procuración de justicia. No hay centralización, no hay coordinación, no hay posibilidad de trabajar en conjunto. Y en estos casos no hay voluntad de hacerlo, leyes que obliguen a ello ni la transparencia mínima como para confiar en quienes tienen en sus manos la investigación. Es, simplemente, una historia de tantas en el México de hoy.
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Columna La Historia en Breve/Ciro Gómez leyva
Los Pelones de Atoyac
Publicado en Milenio( www.milenio.com) Miércoles, 8 Octubre, 2008;
Publicado en Milenio( www.milenio.com) Miércoles, 8 Octubre, 2008;
El viernes 29 de agosto, siete hombres entre los 18 y los 42 años originarios de Pajacuarán, Michoacán, pararon en Atoyac de Álvarez, Guerrero. Se dedicaban a la compraventa de oro en pequeñas cantidades e iban a Oaxaca a cerrar un negocio grande para el tamaño de su economía. Portaban unos 400 mil pesos en efectivo.
Lo último que se supo de ellos es que se hospedaron en el hotel Panchito y que en la noche fueron al bar-prostíbulo La Vero. Dos al parecer se engancharon con La Vero, supuesta dueña del lugar, y otra mujer, Orquídea.
El domingo 31 se encontró la camioneta en que viajaban en el vecino pueblo de Alcholoa: estaba incinerada. Días después, uno de los familiares fue a buscar las huellas a Atoyac. Le hicieron saber que si no había señas de los siete era porque seguramente estaban bien muertos. Y que todo apuntaba a que era un crimen de Los Pelones, la temible banda local parte narco, parte guerrilla, parte secuestradores, parte alborotadores.
Las autoridades de Atoyac no se atreven a perseguir a Los Pelones. Nadie con sentido común lo hace en esa ciudad. Por eso el caso fue desviado a la Procuraduría estatal, que a 40 días de distancia no aporta más que generalidades. La PGR fue enterada también. El primer visitador de la CNDH, Raúl Plascencia, estuvo en Atoyac la semana pasada.
¿Orquídea y La Vero supieron de los 400 mil pesos y dieron el pitazo a Los Pelones, o alguno de Los Pelones simplemente enfureció porque unos “mugrosos michoacanos” tocaron a sus mujeres?
La policía de Atoyac muere de miedo, o contempla complaciente. La de Guerrero no quiere conocer del caso y la PGR está muy ocupada para seguir con presteza este asunto regional.
México 2008: el infierno. Sí.gomezleyva@milenio.com
Lo último que se supo de ellos es que se hospedaron en el hotel Panchito y que en la noche fueron al bar-prostíbulo La Vero. Dos al parecer se engancharon con La Vero, supuesta dueña del lugar, y otra mujer, Orquídea.
El domingo 31 se encontró la camioneta en que viajaban en el vecino pueblo de Alcholoa: estaba incinerada. Días después, uno de los familiares fue a buscar las huellas a Atoyac. Le hicieron saber que si no había señas de los siete era porque seguramente estaban bien muertos. Y que todo apuntaba a que era un crimen de Los Pelones, la temible banda local parte narco, parte guerrilla, parte secuestradores, parte alborotadores.
Las autoridades de Atoyac no se atreven a perseguir a Los Pelones. Nadie con sentido común lo hace en esa ciudad. Por eso el caso fue desviado a la Procuraduría estatal, que a 40 días de distancia no aporta más que generalidades. La PGR fue enterada también. El primer visitador de la CNDH, Raúl Plascencia, estuvo en Atoyac la semana pasada.
¿Orquídea y La Vero supieron de los 400 mil pesos y dieron el pitazo a Los Pelones, o alguno de Los Pelones simplemente enfureció porque unos “mugrosos michoacanos” tocaron a sus mujeres?
La policía de Atoyac muere de miedo, o contempla complaciente. La de Guerrero no quiere conocer del caso y la PGR está muy ocupada para seguir con presteza este asunto regional.
México 2008: el infierno. Sí.gomezleyva@milenio.com
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