Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
Publicado en El País |15 de octubre de 2014
¿Qué fue del mesías?
Hablo de aquel por el que los estadounidenses bailaron en las calles gritando
Yes we can! en la inolvidable noche electoral de hace solo seis años. Aquel
cuyo nombre estaba en boca de todos los europeos. Aquel que prometió que la humanidad
recordaría ese momento “en el que se frenó la subida de los mares y nuestro
planeta empezó a curarse”.
En vísperas de las
elecciones legislativas del 4 de noviembre, exactamente seis años después de la
elección de Barack Obama, los candidatos demócratas no quieren aparecer junto a
él. Elizabeth Drew, una veterana observadora de la política norteamericana,
escribe: “Es muy probable que no haya habido tanto rechazo de los candidatos a
figurar junto al presidente de su partido desde la época de Richard Nixon”. Su
índice de aprobación está en torno al 40%. En Europa ya casi no hablamos de él:
hemos pasado del ¡Obama! ¡Obama! al No-drama-Obama y luego al Nobama.
deberia-haber-sido-presidenta-hillary¿Qué
ha ocurrido? ¿O esta desilusión es tan poco realista como la euforia inicial?
Este verano, en Estados Unidos, he pedido a varios comentaristas que hicieran
un balance de la presidencia de Obama. Por supuesto, todavía pueden pasar
muchas cosas en los dos años largos que le quedan, pero seguramente ha tomado ya
la mayoría de sus grandes decisiones, y cada vez da más la impresión —con sus
canas, su desapego y sus discursos cansados— de que preferiría estar jugando al
golf.
Hay que recordar que
ningún presidente, desde 1945, había empezado en una situación tan difícil.
Llegó al poder con la peor crisis financiera desde los años treinta, tras la
desastrosa e innecesaria guerra de George W. Bush en Irak, con un sistema
político disfuncional en torno a un Congreso manipulado, polarizado y dominado
por el dinero, y en pleno cambio histórico del equilibrio mundial de poder.
Este año, China sobrepasará a Estados Unidos como primera economía del mundo
(medido en paridad de poder adquisitivo). En un artículo que escribí desde
Washington al día siguiente de la elección de Obama, todavía con el eco de los
cánticos del Yes we can!, ya expresé mis dudas de que aquel ánimo esperanzado
bastara para superar todos esos obstáculos.
Y no supe prever otro
obstáculo. Aunque se proclamó que la llegada de un negro a la Casa Blanca era
el final de la peor mancha en la mayor democracia del mundo, resulta que sigue
habiendo muchos prejuicios. “Es innegable”, dice Drew, “que la raza del
presidente es un factor importante en el lenguaje y los métodos tan
destructivos que se emplean para atacarle”.
Dicho esto, ¿cuál es el
balance provisional? Mi respuesta es: moderadamente bueno en política interior,
muy malo en política exterior. La economía estadounidense es la que mejor va de
todas las desarrolladas. Ha crecido casi el 8% desde el primer trimestre de
2008, mientras que la de la eurozona ha caído más de un 2% en ese mismo
periodo. El paro ha caído a menos del 6%. El déficit fiscal para el año 2014
fue inferior al 3% del PIB (el límite teórico de la eurozona). Podemos debatir
sin descanso de quién es el mérito —el Gobierno, Ben Bernanke, el gas de
esquisto, el dinamismo de un mercado interior inmenso, el innato espíritu
emprendedor de los estadounidenses, Dios Todopoderoso—, pero todo eso ha pasado
durante la presidencia de Obama. Las restricciones de la ley Dodd-Frank al
sistema financiero son tímidas e incompletas, pero la Agencia de Protección
Financiera para el Consumidor, creada por él, ofrece nuevas formas de amparo
frente a los banqueros. Asimismo, Obama ha hecho todo lo posible para empezar a
reducir las emisiones de carbono, a pesar del poder de los grupos de presión en
el Congreso.
El lanzamiento inicial
de la página web de Obamacare fue un desastre y él asumió la responsabilidad,
pero el programa ha permitido que alrededor de 10 millones de personas tengan
por primera vez un seguro de salud. Dos profesores de Princeton han descubierto
que, en su primer mandato, Obama dedicó mucho más dinero a programas contra la
pobreza que otros presidentes demócratas. Ha hablado menos de los pobres pero ha
hecho mucho más por ellos. Falta (todavía) una gran reforma de la inmigración,
pero el motivo fundamental es que los republicanos están más preocupados en
asegurarse las primarias frente al Tea Party que en obtener los votos de los
hispanos.
No está mal para ser una
época de vacas flacas. Por el contrario, en política exterior, el presidente
del que el mundo esperaba tantas cosas ha hecho muy poco. No ha cometido
“estupideces” como invadir Irak. Pero eso es todo.
El estadista visionario
del discurso de 2009 en El Cairo no aprovechó la oportunidad de la primavera
árabe, en especial en Egipto, donde más de 1.000 millones de dólares de ayuda
otorgaban a Estados Unidos la capacidad de influir en el Ejército, de nuevo
dominante y represor. Obama declaró una línea roja sobre el uso de armas
químicas en Siria y luego dejó que el presidente El Asad la cruzara con
impunidad. El Asad dirigió sus ataques contra la oposición moderada, para la
que Hillary Clinton había pedido a Obama más ayuda. El resultado fue que el Estado
Islámico (EI) se hizo fuerte. Su debilidad en las negociaciones con el primer
ministro chií de Irak, Nouri al Maliki (una debilidad criticada en unas
memorias recientes por su exsecretario de Defensa, Leon Panetta), empujó a
algunos suníes descontentos a unirse también al EI. Y ahora Estados Unidos ha
vuelto a intervenir en Irak.
El prematuro premio
Nobel de la Paz no se ha dedicado (aún) en cuerpo y alma a buscar una solución
de dos Estados para Israel y Palestina, como hizo Bill Clinton, a pesar de saber
que debe hacerlo. Ha reaccionado con tibieza a la indignante agresión de
Vladímir Putin en Ucrania. La primavera pasada declaró que Rusia no era más que
una potencia regional y que le preocupaba más que pudiera estallar un arma
nuclear en Manhattan. El escándalo del programa masivo de vigilancia de la NSA
ha irritado a varios aliados cruciales, sobre todo los alemanes, y él ni
siquiera ha despedido a su máximo responsable de inteligencia, el general James
Clapper, que había mentido al respecto ante el Congreso.
El giro hacia Asia es
una buena idea, pero ni China ni los aliados de Estados Unidos en la región
están muy satisfechos con los resultados. Y luego está el desarrollo. El hombre
que llegó al poder hablando de Norte y Sur en lugar de Oriente y Occidente ha
contribuido menos al desarrollo en el Sur del planeta que George W. Bush, con
los Objetivos del Milenio y otras iniciativas. Ah, y no ha cerrado Guantánamo.
¿Tengo que seguir?
Todo esto lleva a una
pregunta interesante: ¿los votantes de las primarias demócratas se equivocaron
al ordenar sus prioridades históricas? ¿El primer afroamericano antes que la
primera mujer? Aunque ni Clinton ni Obama habían ocupado puestos de Gobierno
(por ejemplo, de un Estado), Hillary tenía más experiencia y seguramente habría
sido más dura en casi todos los temas. En 2008 tenía la edad apropiada,
mientras que, si gana en 2016, tendrá 69 años. Y con ocho años más, más tiempo
en el Senado y un periodo como secretario de Estado o vicepresidente, Obama
habría Estado más preparado para afrontar los retos de un mundo peligroso. Un
buen ejemplo de historia alternativa.
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