25 ene 2015

Guerrero: el riesgo de ser sacerdote

Guerrero: el riesgo de ser sacerdote/Rodrigo Vera
Revista Proceso No. 1995, 24 de enero de 2015
En Ciudad Altamirano las bandas criminales se han ensañado con el clero, igual que con el resto de la gente. Tras el asesinato de cuatro sacerdotes, sus compañeros ya consideran la zona como una “tierra de misión”, donde su prédica puede tener consecuencias fatales. El vocero de la diócesis correspondiente, Fidencio Avellaneda, considera que la razón es simple: los delincuentes “no tienen ningún respeto por la Iglesia”. Pero el obispo Maximino Martínez no duda en definir esa ciega violencia: “¡Es el mal! ¡El mal!”.
 Triste por los recientes asesinatos de cuatro sacerdotes de su diócesis, Maximino Martínez, obispo de Ciudad Altamirano, comenta: “Esos crímenes me duelen profundamente. Son golpes muy duros, durísimos, pues mis sacerdotes son como mis hijos o mis hermanos. Pero debo hacerme fuerte y reponerme. Ni modo, me tocó desempeñar mi ministerio en esta violenta zona de Guerrero”.
–Los informes señalan que a escala mundial su diócesis es la más peligrosa para ejercer el sacerdocio. ¿Es cierto?

–Al menos en los últimos meses no conozco otra donde se haya dado tanto crimen y tanta violencia contra el clero. ¡No la conozco! Quizás en algunos lugares convulsos del oriente islámico exista una violencia parecida, pero no en el mundo católico.
En su reporte de 2014, El riesgo de ser sacerdote en México, el Centro Católico Multimedial asegura que, por lo menos en América, el país más peligroso para la Iglesia Católica es México, donde “la tendencia de atentados contra sacerdotes sigue al alza”. Sólo en los dos primeros años del sexenio de Enrique Peña Nieto, ejemplifica, los ataques aumentaron 100% respecto del mismo periodo del sexenio anterior.­

El informe ubica a Guerrero como la entidad más violenta de México; y entre las cuatro diócesis guerrerenses, a Ciudad Altamirano como la más peligrosa.
Acababa de salir ese documento cuando un nuevo crimen en Ciudad Altamirano sacudió a la opinión pública internacional: el del joven sacerdote Gregorio López Gorostieta, levantado el pasado 22 de diciembre y tres días después localizado muerto, con un balazo en la cabeza.
El Vaticano encendió los focos rojos. El Papa Francisco dijo que el padre Gregorio fue “víctima de una injustificable violencia”, y el secretario de Estado de la Santa Sede, el cardenal Pietro Parolin, lanzó en nombre del pontífice la siguiente recomendación por escrito: “Su santidad, al expresar una vez más su firme reprobación de todo atentado a la vida y dignidad de las personas, exhorta a los sacerdotes y demás evangelizadores de la diócesis a proseguir con ardor su misión eclesial, a pesar de las dificultades”.
En el corredor de la casa obispal, sentado en un macizo sillón de madera tras oficiar una misa en catedral, el obispo Martínez se dice “fortalecido” por este apoyo de Bergoglio: “En estos momentos tan difíciles, el Papa Francisco me acompaña y me da fortaleza. Él conoce muy bien la situación en la diócesis, donde la violencia a veces aflora más y a veces parece que se aplaca un poco”.
–¿Usted le ha informado personalmente al Papa sobre el asunto?
–Sí, lo hice durante la visita Ad limina que tuvimos los obispos mexicanos en mayo pasado. También les informé entonces a los encargados de los distintos dicasterios de la Curia Romana. Todos ellos tienen el informe escrito que les entregué sobre la diócesis.
 El obispo mueve apesadumbrado la cabeza cana, que contrasta con su tez oscura, y dice: “Tenía muchas esperanzas puestas en Goyito. Fue el último de mis sacerdotes a quien mandé a estudiar a Roma. Allá estudió liturgia durante tres años en la Universidad Anselmiana. Estuve pendiente de sus estudios. Cuando regresó a la diócesis yo me dije, muy satisfecho: ‘Ya tengo otro sacerdote preparado para formar a mis seminaristas’. Y mire lo que pasó, me lo mataron”.
 Comenta que hasta el momento no se ha aclarado el crimen ni dado con los asesinos, aunque el fiscal del caso supone que el móvil fue el robo, pues el padre Gregorio había encabezado, un día antes de su secuestro, la colecta anual a favor del seminario. Pero no llevaba el dinero cuando fue atacado.
 Sus restos se encontraron el 25 de diciembre en un paraje del municipio de Tlapehuala. El reporte del forense señala que recibió un impacto de bala en el cráneo, pero era de bajo calibre y no lo mató; luego los asesinos le pusieron cinta canela en nariz y boca, asfixiándolo hasta la muerte.
 Hubo una misa de cuerpo presente en la austera catedral, en cuyo altar aún permanece una foto de Gregorio adornada con flores.
 “No respetan a la Iglesia”
 Ante la ola de agresiones, la diócesis acaba de elaborar el informe La historia de violencia que hemos vivido recientemente en nuestra diócesis de Ciudad Altamirano. Incluye, además del asesinato de Goyito, los crímenes anteriores contra otros tres sacerdotes del obispo Martínez: Habacuc Hernández Benítez, Joel Román Salazar y Ascensión Acuña Osorio.
 El 13 de junio de 2009, en un paraje solitario del municipio de Arcelia fue asesinado el sacerdote Habacuc, junto con dos jóvenes preseminaristas: Eduardo Oregón y Silvestre González. Los tres viajaban en una camioneta pick up. Un grupo de matones los acribilló con armas de alto poder.
 Se dijo que la causa del crimen fue que el sacerdote instaba a sus feligreses a alejarse de la delincuencia organizada. Aunque también se manejó la hipótesis de la confusión. Nunca se esclareció nada.
 Este multihomicidio provocó consternación en el Vaticano, al grado de que la agencia televisiva italiana Rome Reports, especializada en asuntos eclesiásticos y de la Santa Sede, lo incluyó como caso ilustrativo en un reportaje sobre violencia contra sacer­dotes. Ahí se dijo que el entonces Papa, Benedicto XVI, estaba “cada vez más preocupado” por lo peligroso que resulta ejercer el ministerio sacerdotal en México ( 1713).
 Y sobre la muerte del sacerdote Joel Román, el informe diocesano señala que éste, durante una reunión en junio de 2012, reveló a sus compañeros que había sido secuestrado por un grupo armado que lo mantuvo cautivo toda una noche con los ojos vendados y sufriendo agresiones verbales. Salió con vida del percance. Pero después se quejaba de tener constantes amenazas de muerte. Vivía atemorizado. Hasta que el 9 de diciembre de 2013 su automóvil apareció accidentado… y su cadáver colocado cerca de su parroquia. Nunca se investigó esta muerte.
 José Ascensión Acuña, párroco del templo de San Miguel Totolapan, fue levantado el 21 de septiembre de 2014. Dos días después se encontró su cadáver flotando en el río Balsas, cerca de la comunidad de Santa Cruz de las Tinajas. La necropsia determinó que primero fue torturado y después fue ahogado en el río.
 El crimen organizado ya lo había extorsionado. Le pidió 300 mil pesos, pero él sólo pudo entregar 50 mil. Corre la versión de que lo mataron por no dar la suma completa. Pero también hay otra hipótesis: que una vez hospedó en su parroquia a un grupo de personas sin saber que eran delincuentes, el grupo contrario se enteró y en represalia mató al párroco.
 El reporte de la diócesis menciona más casos de secuestros y extorsiones contra el clero local. Resalta el caso del Colegio Tepeyac, escuela manejada por religiosas. El crimen organizado empezó a pedirles “cuotas” cada vez más onerosas, hasta que el colegio tuvo que cerrar. Hace poco las monjas se atrevieron a reabrirlo parcialmente, a sabiendas de que arriesgan la vida.
 El autor de la investigación y vocero de la diócesis, Fidencio Avellaneda, afirma: “La violencia y los crímenes contra nuestros sacerdotes no se deben a una persecución religiosa. No puede decirse que sea un ataque directo y abierto contra la diócesis por parte del crimen organizado”.
 –Tampoco son muertes accidentales…
 –No lo son. Creo que estos crímenes a veces se deben a que nuestra predicación es contraria a los intereses de los delincuentes; les afecta, obstaculiza sus acciones. Los criminales saben muy bien que están matando, secuestrando y extorsionando sacer­dotes. Simplemente no le tienen ningún respeto a la Iglesia. Así de simple.
 “Yo mismo he sufrido intentos de extorsión. Hasta el obispo ha sufrido agresiones. En ese sentido, compartimos con el pueblo la misma realidad violenta. Incluso los crímenes contra nuestros sacerdotes han quedado impunes, como suele ocurrir en estos lugares.”
 –¿Qué cárteles operan en la zona?
 –A esta región de Tierra Caliente, aislada y rodeada de montañas, se la disputan Los Zetas, Los Pelones, Los Templarios, La Familia Michoacana y Generación 2000. Según se dice, los dos primeros grupos ya fueron desplazados. Aquí la principal actividad delictiva es el tráfico de droga.
 Por su parte, el sacerdote Javier Castrejón, a cargo de la catedral de la diócesis, lamenta: “La violencia vino a agravar todavía más la situación de esta región, ya de por sí abandonada. Aquí la evangelización es muy dura por las largas distancias que se deben recorrer y por los accidentados caminos. A muchos lugares sólo se llega a caballo. Es muy común hacer nueve horas de recorrido para ir de Ciudad Altamirano a alguna parroquia. Y en tiempo de lluvias, en muchos lugares se suspende­ la evangelización porque ya no es posible llegar a ellos.
 “Por lo mismo, la fe no está muy arraigada en el pueblo, a diferencia de las regiones del centro el país. Aquí algunas personas van a misa los domingos, celebran en la iglesia sus bautizos y matrimonios… y se acabó. Es una región calurosa, áspera, árida, pobre y alejada de la mano de Dios. Nosotros en la Iglesia siempre la hemos considerado una tierra de misión.”
 La diócesis de Ciudad Altamirano –con sus 16 mil kilómetros cuadrados– fue fundada en 1965 y cuenta actualmente con 75 sacerdotes y 35 parroquias. Tiene el apoyo de 12 congregaciones de religiosas que trabajan en el área educativa y de catequesis en condiciones también muy riesgosas.
 Andarse con tiento
 Para debatir el problema de la violencia en Guerrero, se realizó un encuentro en Acapulco del martes 13 al jueves 15 de enero. Participaron varios sacerdotes y los obispos de las cuatro diócesis, aglutinadas en lo que se llama la Provincia Eclesiástica de Acapulco: Ciudad Altamirano, Acapulco, Chilpancingo-Chilapa y Tlapa.
 Cuenta el sacerdote Javier Castrejón que ahí se acordó aplicar un protocolo de seguridad para el clero: “Traer rotulados nuestros vehículos, comunicarnos constantemente para saber dónde andamos, evitar salidas a altas horas de la noche. En fin, tomar todas las precauciones posibles”.
 –¿Los obispos y algunos sacerdotes traerán guardaespaldas?
 –¡No! ¡No! ¡Nada de guardaespaldas! Eso no es lo nuestro. Se miraría mal traer guardaespaldas cuando el pueblo no puede tener esos privilegios.
 El obispo Martínez rechaza también el uso de guaruras. “Uno debe confiar en la voluntad de Dios y estar dispuesto al martirio”, dice.
 Cuenta que él ha estado expuesto a la violencia desde el día que tomó las riendas del obispado, el 31 de agosto de 2006:
 “Ese día celebrábamos en el seminario mi ordenación episcopal. Cuando regresé a esta casa del obispado voy viendo la fachada tiroteada. Acababa de ocurrir una balacera justo enfrente. Fue un aviso de que debía andarme con mucho tiento.”
 –¿Y nunca ha sufrido amenazas de muerte?
 –Por supuesto. Varias veces. Sobre todo cuando ando visitando mis parroquias y en los caminos me paran los narcotraficantes. Pero me identifico y me dicen: “Sígale”. Le relato un percance: en enero de 2013, cuatro sacerdotes y yo viajábamos en una camioneta rumbo a Acapulco. De pronto nos cierra el paso un grupo de delincuentes armados y nos baja del vehículo.
 =“Vi a los ojos al jefe de la banda y le dije: ‘Tu rostro no se ve tan maldito, no creo que tu familia sea mala, tal vez las circunstancias te orillaron a esto’. Él respondió que mi observación era cierta, pero que estaba obligado a quitarme el vehículo­ porque de lo contrario lo matarían a él… Y nos robaron la camioneta.”
 –¿Nunca lo han tratado de extorsionar?
 –Sí, también. En una ocasión un delincuente me telefoneó para que le depositara 100 mil pesos en una cuenta bancaria. Pero me llamaba “monseñor Garfias” y “monseñor Garfias”. Me di cuenta que se había equivocado de teléfono y me estaba confundiendo con el arzobispo de Acapulco, Carlos Garfias. Le colgué.
 –¿Y no siente usted miedo?
 El obispo acaricia con sus dedos la cruz metálica que le cuelga del pecho, como para darse valor. Luego responde: “Siento el mismo miedo que cualquier humano que está sufriendo esta situación de peligro. Pero debemos ser firmes y combatir al mal que se ha metido mucho en esta región. El Papa acaba de recordarnos que el diablo de pronto anda como león rugiente buscando a quien devorar. Eso pasa aquí… ¡Es el mal!… ¡El mal!”.

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