La
reconfesionalización de la clase política ante Francisco/Bernardo
Barranco V.
La Jornada, 21 de octubre de 2015
El
oportunismo de la clase política mexicana no tiene límites. Ante su total
desprestigio busca lavarse la cara y legitimarse con la visita del papa
Francisco. De alguna manera, colgarse del enorme prestigio internacional que ha
adquirido el pontífice argentino. En 2002 causó azoro la inclinación y el beso
al anillo papal que hizo Vicente Fox al papa Juan Pablo II. Entonces tanto
Gobernación como funcionarios panistas argumentaron que el papa Wojtyla venía
en visita pastoral y no como jefe de Estado; por tanto, este gesto de sumisión
religiosa del presidente mexicano no violaba ningún precepto constitucional y
sí ejercía el derecho de su libertad religiosa. Ahora, 13 años después, se
argumenta que quieren recibir a Francisco en el Poder Legislativo en su calidad
de jefe de Estado; incluso se disputan la sede y polemizan si se le recibirá en
la Cámara de Diputados, en San Lázaro, o en el recinto de los senadores.
El
desconcertante encuentro en Roma, entre Andrés López Obrador y el papa
Francisco entre la muchedumbre de la audiencia pública muestra no sólo el
oportunismo político que reprocha Roberto Blancarte en su más reciente
artículo, sino la ambigüedad de un personaje que se dice heredero del pensamiento
juarista, pero que se contradice porque claudica en la forma en que se presenta
ante el Papa, enviando señales preocupantes: un virtual candidato a la
Presidencia que se postra ante la rentabilidad política del pontífice.
Hay
un claro retroceso de la laicidad del Estado mexicano que no es provocado por
las incursiones del clero en el espacio público, sino por la propia clase
política, que busca con desesperación formas de justificar su mediocre
desempeño. En el seminario Estado laico y libertad de creencias, convocado por
la UNAM en 2010, enfoqué mi intervención en el comportamiento pragmático y
cortoplacista de la clase política que constituía una amenaza al Estado laico.
Con desdén, algunos políticos allí presentes cuestionaron mis preocupaciones. En
ese momento sostuve: El pragmatismo de la clase política mexicana es un factor
de riesgo real para la consolidación no sólo de la laicidad del Estado, sino
para el desarrollo de la propia democracia en el país. La principal amenaza
para el Estado laico hoy no es solamente la jerarquía católica, sino
principalmente la clase política, cuya lógica de un supuesto realismo político
se mueve más por los posicionamientos, alianzas y preocupaciones ante los
resultados de los comicios electorales en turno.
Lamentablemente
al paso del tiempo se ha radicalizado esta tendencia. Hay, sin duda, una
debilidad conceptual y lejanía ante la sociedad de la clase política. El lento
proceso de reconfesionalización de la clase política ha venido irrumpiendo
públicamente en los pasados 15 años. Hay muchos ejemplos, sólo recordamos los
notorios. La alternancia, por ejemplo, aportó muchos funcionarios y políticos
panistas de corte integrista. No sólo se asienta la presencia pública del
Yunque, sino de políticos que no distinguen la separación entre su fe, la
religión y la política. El finado Carlos Abascal es el prototipo de esta
incursión de confesionalizar el Estado: siendo secretario de Gobernación que
daba prioridad al derecho natural sobre el constitucional. Fox tuvo muchos desplantes
en su campaña presidencial; sin embargo, atemperó sus impulsos como presidente.
No obstante, el beso al anillo papal causó una agria discusión sobre el Estado
laico. Bajo Felipe Calderón en alianza PRI-PAN, aún queda la huella de la
repenalización del aborto en 17 entidades del país, criminalizando a centenas
de mujeres bajo prisión que por diferentes factores abortaron. En diciembre de
2009, el gobernador Enrique Peña Nieto encabeza una dispendiosa comitiva al
Vaticano, compuesta por más de 10 obispos mexiquenses, para presentarle a
Benedicto XVI a su futura esposa, Angélica Rivera. En 2010 brota un descontento
en el estado de Jalisco, pues el gobierno panista encabezado por Emilio
González Márquez, tan generoso como piadoso con el erario, se propuso financiar
la magna obra del cardenal Juan Sandoval Íñiguez, el llamado Santuario de los
Mártires. Tan sólo un donativo, entre decenas, ascendía a 90 millones de pesos.
Recibió entonces más de 6 mil demandas, movilizaciones sociales y escándalos
mediáticos que obligaron frenar el colosal capricho del cardenal Sandoval.
En
los años recinetes hay una especie de golpe de pasión religiosa entre
gobernadores y presidentes municipales que aparentemente, ante la crisis de
valores de la sociedad y de corrupción, de los que no están ellos mismos
exentos de señalamientos, apelan con marcada hipocresía a las convicciones
religiosas como alternativa o como fuente de legitimidad simulada. Los
gobernadores de Veracruz, Javier Duarte de Ochoa, y de Chihuahua, César Duarte
Jáquez, consagraron las respectivas entidades al Sagrado Corazón de Jesús y al
Doloroso e Inmaculado Corazón de María en aparatosas ceremonias litúrgicas. En
ese tenor, varios alcaldes han hecho lo propio en el que destaca la presidenta
municipal de Monterrey, Margarita Alicia Arellanes, del PAN, quien entregó la
ciudad a Jesucristo. Cabe notar que los continuos señalamientos de peculado y
corrupción, por decir lo menos, asedian a estos gobernantes piadosos que se
atrevieron a salir del clóset.
Hay
una asincronía peligrosa en la memoria de la clase política. El Papa, por más
abierto y progresista que sea, vendrá a fortalecer la agenda política de la
Iglesia católica mexicana. En torno a la libertad religiosa justificará la
plena presencia de la jerarquía católica en el espacio público, debatiendo las
políticas públicas según sus convicciones. En el fondo sería inadmisible un
retroceso histórico a la laicidad del Estado, porque no sólo se violenta la
Constitución, sino se amenaza a la democracia. La laicidad es un instrumento
histórico que garantiza la separación y recíproca autonomía entre las esferas
religiosa y política. Las iglesias deben disciplinarse a las leyes del Estado
para que la pluralidad y la diversidad puedan fluir libremente. Sólo en un Estado
laico se garantizan la igualdad en derechos. Los actores políticos, y en
particular quienes ejercen cargos de gobierno, están obligados a promover,
proteger, respetar y garantizar esos derechos fundamentales.
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