Enviado a los participantes en el seminario internacional organizado por el Consejo pontificio Justicia y paz sobre el tema: «Desarme, desarrollo y paz. Perspectivas para un desarme integral» celebrado en el Vaticano entre el 11 y el 12 de abril.
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Venerado hermano
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Venerado hermano
Señor cardenal RENATO RAFFAELE MARTINO
Presidente del Consejo pontificio Justicia y paz
Con vivo placer envío un cordial saludo a los participantes en el Seminario internacional organizado por el Consejo pontificio Justicia y paz sobre el tema: «Desarme, desarrollo y paz. Perspectivas para un desarme integral», expresando profundo aprecio por una iniciativa tan oportuna. A usted, señor cardenal, y a cuantos participan en él, les aseguro mi cercanía espiritual.
El tema sobre el que vais a reflexionar es muy actual. La humanidad ha alcanzado un formidable progreso en la ciencia y en la técnica. El ingenio humano ha producido frutos inimaginables hace pocos decenios. Al mismo tiempo, en el mundo siguen existiendo áreas sin un adecuado nivel de desarrollo humano y material; muchos pueblos y personas están privados de los derechos y las libertades más elementales. Incluso en las regiones del mundo que gozan de un elevado nivel de bienestar parecen ensancharse las bolsas de marginación y miseria.
El proceso mundial de globalización ha abierto nuevos horizontes, pero tal vez no ha dado aún los resultados esperados. Y aunque, después de los horrores de la segunda guerra mundial, la familia humana ha dado prueba de gran civilización fundando la Organización de las Naciones Unidas, hoy la comunidad internacional parece desorientada. En diversas áreas del mundo persisten tensiones y guerras, e incluso donde no se vive la tragedia de la guerra predominan sentimientos de miedo e inseguridad. Además, fenómenos como el terrorismo a escala mundial hacen frágil el confín entre la paz y la guerra, poniendo en serio peligro la esperanza del futuro de la humanidad.
¿Cómo responder a estos desafíos? ¿Cómo reconocer los "signos de los tiempos"? Ciertamente, hace falta una acción común en el ámbito político, económico y jurídico, pero, antes aún, es necesaria una reflexión común en el ámbito moral y espiritual; parece cada vez más urgente promover un "nuevo humanismo", que ilumine al hombre en la comprensión de sí mismo y del sentido de su camino en la historia.
Al respecto, cuán actual es la enseñanza del siervo de Dios Papa Pablo VI y su propuesta de un humanismo integral, es decir, orientado a «promover a todos los hombres y a todo el hombre» (Populorum progressio, 14). El desarrollo no puede reducirse a un simple crecimiento económico: debe abarcar la dimensión moral y espiritual; un auténtico humanismo integral debe ser al mismo tiempo solidario, y la solidaridad es una de las expresiones más elevadas del espíritu humano; pertenece a sus deberes naturales (cf. St 2, 15-16) y vale tanto para las personas como para los pueblos (cf. Gaudium et spes, 86); de su aplicación dependen el pleno desarrollo y la paz, pues el hombre, cuando sólo busca el bienestar material permaneciendo encerrado en su propio yo, se cierra a sí mismo el camino hacia la plena realización y la auténtica felicidad.
En vuestro seminario reflexionáis sobre tres elementos interdependientes entre sí: el desarme, el desarrollo y la paz. En efecto, no se puede concebir una paz auténtica y duradera sin el desarrollo de todas las personas y de todos los pueblos: Pablo VI dijo que «el desarrollo es el nuevo nombre de la paz» (ib., 87). Y no se puede realizar una reducción de armamentos si antes no se elimina la raíz de la violencia, o sea, si antes el hombre no se orienta decididamente a la búsqueda de la paz, de lo bueno y de lo justo. La guerra, como toda forma de mal, tiene su origen en el corazón del hombre (cf. Mt 15, 19; Mc 7, 20-23). En este sentido, el desarme no sólo se refiere a los armamentos de los Estados, sino que también implica a todos los hombres, llamados a desarmar su corazón y a ser por doquier constructores de paz.
Mientras exista el peligro de una agresión, el armamento de los Estados será necesario por razones de legítima defensa, que constituye uno de los derechos inalienables de los Estados, pues también guarda relación con el deber de los Estados de defender la seguridad y la paz de los pueblos. Sin embargo, no parece lícito cualquier nivel de armamento, porque «cada Estado puede poseer únicamente las armas necesarias para garantizar su legítima defensa» (Consejo pontificio Justicia y paz, El comercio internacional de armas, Ciudad del Vaticano, 1994, p. 13). La falta de respeto de este "principio de suficiencia" conduce a la paradoja por la que los Estados amenazan la vida y la paz de los pueblos que pretenden defender; y los armamentos, en vez de ser garantía de paz, corren el riesgo de convertirse en una trágica preparación para la guerra.
Existe, además, una estrecha relación entre desarme y desarrollo. De hecho, los ingentes recursos materiales y humanos empleados en gastos militares y en armamentos se sustraen a los proyectos de desarrollo de los pueblos, especialmente de los más pobres y necesitados de ayuda. Y esto va contra lo que afirma la misma Carta de las Naciones Unidas, que compromete a la comunidad internacional, y a los Estados en particular, a "promover el establecimiento y el mantenimiento de la paz y de la seguridad internacional con el mínimo dispendio de los recursos humanos y económicos mundiales en armamentos" (art. 26).
En efecto, ya Pablo VI, en 1964, pidió a los Estados que redujeran el gasto militar de armamentos y crearan, con los recursos ahorrados de este modo, un fondo mundial destinado a proyectos de desarrollo de las personas y de los pueblos más pobres y necesitados (cf. Mensaje a los periodistas para el mundo, 4 de diciembre de 1964). Pero lo que está sucediendo es que la producción y el comercio de armas aumentan continuamente y desempeñan un papel impulsor en la economía mundial. Más aún, existe una tendencia a superponer la economía civil sobre la militar, como muestra la difusión continua de bienes y conocimientos para un «uso dual», o sea, para el posible doble uso, civil y militar. Este peligro es grave en los sectores biológico, químico y nuclear, en los que los programas civiles jamás serán seguros sin el abandono general y completo de los programas militares y hostiles. Por eso, renuevo el llamamiento para que los Estados reduzcan los gastos militares en armamentos y tomen seriamente en consideración la idea de crear un fondo mundial, que se destine a proyectos de desarrollo pacífico de los pueblos.
Existe igualmente una estrecha relación entre el desarrollo y la paz, en un doble sentido. En efecto, puede haber guerras desencadenadas por graves violaciones de los derechos humanos, por la injusticia y la miseria, pero no hay que descuidar el peligro de verdaderas "guerras de bienestar", es decir, causadas por la voluntad de extender o conservar el dominio económico en perjuicio de los demás. El simple bienestar material, sin un coherente desarrollo moral y espiritual, puede cegar al hombre hasta el punto de impulsarlo a matar a su hermano (cf. St 4, 1 ss). Hoy, de modo aún más urgente que en el pasado, es necesaria una decidida opción de la comunidad internacional en favor de la paz. En el plano económico, es preciso hacer que la economía se oriente al servicio de la persona humana, a la solidariedad, y no sólo al lucro.
En el ámbito jurídico, los Estados están llamados a renovar su compromiso, de modo particular por el respeto de los tratados internacionales vigentes sobre el desarme y el control de todos los tipos de armas, así como por la ratificación y la consiguiente entrada en vigor de los instrumentos ya adoptados, como el Tratado sobre la prohibición general de pruebas nucleares, y por el éxito de los negociaciones actuales, como las que se están realizando sobre las armas de racimo, sobre el comercio de armas convencionales o sobre el material fisible. Por último, es necesario esforzarse todo lo posible contra la proliferación de armas ligeras y de bajo calibre, que alimentan las guerras locales y la violencia urbana, y matan cada día a demasiadas personas en todo el mundo.
Sin embargo, sin una conversión del hombre al bien en el plano cultural, moral y espiritual, será difícil encontrar una solución a las diversas cuestiones de índole técnica. Todo hombre, en cualquier condición, está llamado a convertirse al bien y a buscar la paz, en su corazón, con el prójimo, en el mundo. En este sentido, sigue siendo siempre válido el magisterio del beato Papa Juan XXIII, que indicó con claridad el objetivo de un desarme integral, afirmando: «Ni el cese en la carrera de armamentos, ni la reducción de las armas, ni, lo que es fundamental, el desarme general son posibles si este desarme no es absolutamente completo y llega hasta las mismas conciencias; es decir, si no se esfuerzan todos por colaborar cordial y sinceramente en eliminar de los corazones el temor y la angustiosa perspectiva de la guerra» (Pacem in terris, 113).
Al mismo tiempo, no hay que descuidar el efecto que los armamentos producen en el estado de ánimo y en el comportamiento del hombre, pues las armas tienden a alimentar a su vez la violencia. Pablo VI captó de modo muy agudo este aspecto en su Discurso a la Asamblea general de las Naciones Unidas de 1965. En aquella sede, a donde también yo me preparo para ir en los próximos días, afirmó: «Las armas, sobre todo las terribles armas que os ha dado la ciencia moderna, antes aún de causar víctimas y ruinas, engendran malos sueños; alimentan malos sentimientos; crean pesadillas, desconfianzas, negras resoluciones; exigen enormes gastos; detienen los proyectos de solidaridad y de trabajo útil; alteran la psicología de los pueblos» (n. 5).
Como muchas veces reafirmaron mis predecesores, la paz es un don de Dios, un don valioso que hay que buscar y conservar también con medios humanos. Por consiguiente, es precisa la aportación de todos y es cada vez más necesaria una amplia difusión de la cultura de la paz y una educación común para la paz, sobre todo de las nuevas generaciones, con respecto a las cuales las generaciones adultas tienen graves responsabilidades. Por lo demás, subrayar el deber de cada hombre de construir la paz no significa descuidar la existencia de un verdadero derecho humano a la paz. Derecho fundamental e inalienable; más aún, derecho del que depende el ejercicio de todos los demás derechos: "Es tan grande el bien de la paz -escribió san Agustín-, que aun en las cosas terrenas y mortales no solemos oír cosa de mayor gusto, ni desear objeto más agradable, ni, finalmente, podemos hallar cosa mejor" (La Ciudad de Dios, XIX, 11).
Señor cardenal y participantes en el seminario, dirigiendo la mirada a las situaciones concretas en las que vive hoy la humanidad, se podría sentir la tentación del desaliento y la resignación: en las relaciones internacionales a veces parecen prevalecer la desconfianza y la soledad; los pueblos se sienten divididos, y unos contra otros. Una guerra total, de terrible profecía corre el riesgo de transformarse en trágica realidad. Pero la guerra jamás es inevitable, y la paz siempre es posible, más aún, es un deber.
Así pues, ha llegado el momento de cambiar el curso de la historia, de recuperar la confianza, de cultivar el diálogo, de alimentar la solidaridad. Estos son los nobles objetivos que inspiraron a los fundadores de la Organización de las Naciones Unidas, verdadera experiencia de amistad entre los pueblos. El futuro de la humanidad depende del compromiso de todos. Sólo persiguiendo un humanismo integral y solidario, en cuyo contexto también la cuestión del desarme asume un carácter ético y espiritual, la humanidad podrá caminar hacia la anhelada paz auténtica y duradera. Ciertamente, este camino no es fácil, y está sometido a peligros, como reconoció hace ya treinta años mi venerado predecesor Pablo VI en el Mensaje a la primera sesión especial sobre desarme de la Asamblea general de las Naciones Unidas: «El camino que conduce a la instauración de un orden internacional nuevo, capaz de eliminar las guerras y sus causas, y, por consiguiente, capaz de hacer superfluas las armas, no podrá ser, sin embargo, tan corto como quisiéramos» (Mensaje del 24 de mayo de 1978, n. 6: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 18 de junio de 1978, p. 11).
Los creyentes encuentran apoyo en la palabra de Dios, que nos anima a la fe y a la esperanza, con vistas a la paz definitiva del reino de Dios, donde «la misericordia y la fidelidad se encuentran, la justicia y la paz se besan» (Sal 85, 11). Por eso, con ardiente oración imploramos de Dios el don de la paz para toda la humanidad.
Con estos sentimientos, renuevo mi felicitación al Consejo pontificio Justicia y paz por haber promovido y organizado este encuentro sobre un tema tan delicado y urgente, aseguro un recuerdo particular en la oración por el éxito de los trabajos, y de corazón envío a todos una especial bendición apostólica.
Vaticano, 10 de abril de 2008
[Traducción distribuida por la Santa Sede
Con vivo placer envío un cordial saludo a los participantes en el Seminario internacional organizado por el Consejo pontificio Justicia y paz sobre el tema: «Desarme, desarrollo y paz. Perspectivas para un desarme integral», expresando profundo aprecio por una iniciativa tan oportuna. A usted, señor cardenal, y a cuantos participan en él, les aseguro mi cercanía espiritual.
El tema sobre el que vais a reflexionar es muy actual. La humanidad ha alcanzado un formidable progreso en la ciencia y en la técnica. El ingenio humano ha producido frutos inimaginables hace pocos decenios. Al mismo tiempo, en el mundo siguen existiendo áreas sin un adecuado nivel de desarrollo humano y material; muchos pueblos y personas están privados de los derechos y las libertades más elementales. Incluso en las regiones del mundo que gozan de un elevado nivel de bienestar parecen ensancharse las bolsas de marginación y miseria.
El proceso mundial de globalización ha abierto nuevos horizontes, pero tal vez no ha dado aún los resultados esperados. Y aunque, después de los horrores de la segunda guerra mundial, la familia humana ha dado prueba de gran civilización fundando la Organización de las Naciones Unidas, hoy la comunidad internacional parece desorientada. En diversas áreas del mundo persisten tensiones y guerras, e incluso donde no se vive la tragedia de la guerra predominan sentimientos de miedo e inseguridad. Además, fenómenos como el terrorismo a escala mundial hacen frágil el confín entre la paz y la guerra, poniendo en serio peligro la esperanza del futuro de la humanidad.
¿Cómo responder a estos desafíos? ¿Cómo reconocer los "signos de los tiempos"? Ciertamente, hace falta una acción común en el ámbito político, económico y jurídico, pero, antes aún, es necesaria una reflexión común en el ámbito moral y espiritual; parece cada vez más urgente promover un "nuevo humanismo", que ilumine al hombre en la comprensión de sí mismo y del sentido de su camino en la historia.
Al respecto, cuán actual es la enseñanza del siervo de Dios Papa Pablo VI y su propuesta de un humanismo integral, es decir, orientado a «promover a todos los hombres y a todo el hombre» (Populorum progressio, 14). El desarrollo no puede reducirse a un simple crecimiento económico: debe abarcar la dimensión moral y espiritual; un auténtico humanismo integral debe ser al mismo tiempo solidario, y la solidaridad es una de las expresiones más elevadas del espíritu humano; pertenece a sus deberes naturales (cf. St 2, 15-16) y vale tanto para las personas como para los pueblos (cf. Gaudium et spes, 86); de su aplicación dependen el pleno desarrollo y la paz, pues el hombre, cuando sólo busca el bienestar material permaneciendo encerrado en su propio yo, se cierra a sí mismo el camino hacia la plena realización y la auténtica felicidad.
En vuestro seminario reflexionáis sobre tres elementos interdependientes entre sí: el desarme, el desarrollo y la paz. En efecto, no se puede concebir una paz auténtica y duradera sin el desarrollo de todas las personas y de todos los pueblos: Pablo VI dijo que «el desarrollo es el nuevo nombre de la paz» (ib., 87). Y no se puede realizar una reducción de armamentos si antes no se elimina la raíz de la violencia, o sea, si antes el hombre no se orienta decididamente a la búsqueda de la paz, de lo bueno y de lo justo. La guerra, como toda forma de mal, tiene su origen en el corazón del hombre (cf. Mt 15, 19; Mc 7, 20-23). En este sentido, el desarme no sólo se refiere a los armamentos de los Estados, sino que también implica a todos los hombres, llamados a desarmar su corazón y a ser por doquier constructores de paz.
Mientras exista el peligro de una agresión, el armamento de los Estados será necesario por razones de legítima defensa, que constituye uno de los derechos inalienables de los Estados, pues también guarda relación con el deber de los Estados de defender la seguridad y la paz de los pueblos. Sin embargo, no parece lícito cualquier nivel de armamento, porque «cada Estado puede poseer únicamente las armas necesarias para garantizar su legítima defensa» (Consejo pontificio Justicia y paz, El comercio internacional de armas, Ciudad del Vaticano, 1994, p. 13). La falta de respeto de este "principio de suficiencia" conduce a la paradoja por la que los Estados amenazan la vida y la paz de los pueblos que pretenden defender; y los armamentos, en vez de ser garantía de paz, corren el riesgo de convertirse en una trágica preparación para la guerra.
Existe, además, una estrecha relación entre desarme y desarrollo. De hecho, los ingentes recursos materiales y humanos empleados en gastos militares y en armamentos se sustraen a los proyectos de desarrollo de los pueblos, especialmente de los más pobres y necesitados de ayuda. Y esto va contra lo que afirma la misma Carta de las Naciones Unidas, que compromete a la comunidad internacional, y a los Estados en particular, a "promover el establecimiento y el mantenimiento de la paz y de la seguridad internacional con el mínimo dispendio de los recursos humanos y económicos mundiales en armamentos" (art. 26).
En efecto, ya Pablo VI, en 1964, pidió a los Estados que redujeran el gasto militar de armamentos y crearan, con los recursos ahorrados de este modo, un fondo mundial destinado a proyectos de desarrollo de las personas y de los pueblos más pobres y necesitados (cf. Mensaje a los periodistas para el mundo, 4 de diciembre de 1964). Pero lo que está sucediendo es que la producción y el comercio de armas aumentan continuamente y desempeñan un papel impulsor en la economía mundial. Más aún, existe una tendencia a superponer la economía civil sobre la militar, como muestra la difusión continua de bienes y conocimientos para un «uso dual», o sea, para el posible doble uso, civil y militar. Este peligro es grave en los sectores biológico, químico y nuclear, en los que los programas civiles jamás serán seguros sin el abandono general y completo de los programas militares y hostiles. Por eso, renuevo el llamamiento para que los Estados reduzcan los gastos militares en armamentos y tomen seriamente en consideración la idea de crear un fondo mundial, que se destine a proyectos de desarrollo pacífico de los pueblos.
Existe igualmente una estrecha relación entre el desarrollo y la paz, en un doble sentido. En efecto, puede haber guerras desencadenadas por graves violaciones de los derechos humanos, por la injusticia y la miseria, pero no hay que descuidar el peligro de verdaderas "guerras de bienestar", es decir, causadas por la voluntad de extender o conservar el dominio económico en perjuicio de los demás. El simple bienestar material, sin un coherente desarrollo moral y espiritual, puede cegar al hombre hasta el punto de impulsarlo a matar a su hermano (cf. St 4, 1 ss). Hoy, de modo aún más urgente que en el pasado, es necesaria una decidida opción de la comunidad internacional en favor de la paz. En el plano económico, es preciso hacer que la economía se oriente al servicio de la persona humana, a la solidariedad, y no sólo al lucro.
En el ámbito jurídico, los Estados están llamados a renovar su compromiso, de modo particular por el respeto de los tratados internacionales vigentes sobre el desarme y el control de todos los tipos de armas, así como por la ratificación y la consiguiente entrada en vigor de los instrumentos ya adoptados, como el Tratado sobre la prohibición general de pruebas nucleares, y por el éxito de los negociaciones actuales, como las que se están realizando sobre las armas de racimo, sobre el comercio de armas convencionales o sobre el material fisible. Por último, es necesario esforzarse todo lo posible contra la proliferación de armas ligeras y de bajo calibre, que alimentan las guerras locales y la violencia urbana, y matan cada día a demasiadas personas en todo el mundo.
Sin embargo, sin una conversión del hombre al bien en el plano cultural, moral y espiritual, será difícil encontrar una solución a las diversas cuestiones de índole técnica. Todo hombre, en cualquier condición, está llamado a convertirse al bien y a buscar la paz, en su corazón, con el prójimo, en el mundo. En este sentido, sigue siendo siempre válido el magisterio del beato Papa Juan XXIII, que indicó con claridad el objetivo de un desarme integral, afirmando: «Ni el cese en la carrera de armamentos, ni la reducción de las armas, ni, lo que es fundamental, el desarme general son posibles si este desarme no es absolutamente completo y llega hasta las mismas conciencias; es decir, si no se esfuerzan todos por colaborar cordial y sinceramente en eliminar de los corazones el temor y la angustiosa perspectiva de la guerra» (Pacem in terris, 113).
Al mismo tiempo, no hay que descuidar el efecto que los armamentos producen en el estado de ánimo y en el comportamiento del hombre, pues las armas tienden a alimentar a su vez la violencia. Pablo VI captó de modo muy agudo este aspecto en su Discurso a la Asamblea general de las Naciones Unidas de 1965. En aquella sede, a donde también yo me preparo para ir en los próximos días, afirmó: «Las armas, sobre todo las terribles armas que os ha dado la ciencia moderna, antes aún de causar víctimas y ruinas, engendran malos sueños; alimentan malos sentimientos; crean pesadillas, desconfianzas, negras resoluciones; exigen enormes gastos; detienen los proyectos de solidaridad y de trabajo útil; alteran la psicología de los pueblos» (n. 5).
Como muchas veces reafirmaron mis predecesores, la paz es un don de Dios, un don valioso que hay que buscar y conservar también con medios humanos. Por consiguiente, es precisa la aportación de todos y es cada vez más necesaria una amplia difusión de la cultura de la paz y una educación común para la paz, sobre todo de las nuevas generaciones, con respecto a las cuales las generaciones adultas tienen graves responsabilidades. Por lo demás, subrayar el deber de cada hombre de construir la paz no significa descuidar la existencia de un verdadero derecho humano a la paz. Derecho fundamental e inalienable; más aún, derecho del que depende el ejercicio de todos los demás derechos: "Es tan grande el bien de la paz -escribió san Agustín-, que aun en las cosas terrenas y mortales no solemos oír cosa de mayor gusto, ni desear objeto más agradable, ni, finalmente, podemos hallar cosa mejor" (La Ciudad de Dios, XIX, 11).
Señor cardenal y participantes en el seminario, dirigiendo la mirada a las situaciones concretas en las que vive hoy la humanidad, se podría sentir la tentación del desaliento y la resignación: en las relaciones internacionales a veces parecen prevalecer la desconfianza y la soledad; los pueblos se sienten divididos, y unos contra otros. Una guerra total, de terrible profecía corre el riesgo de transformarse en trágica realidad. Pero la guerra jamás es inevitable, y la paz siempre es posible, más aún, es un deber.
Así pues, ha llegado el momento de cambiar el curso de la historia, de recuperar la confianza, de cultivar el diálogo, de alimentar la solidaridad. Estos son los nobles objetivos que inspiraron a los fundadores de la Organización de las Naciones Unidas, verdadera experiencia de amistad entre los pueblos. El futuro de la humanidad depende del compromiso de todos. Sólo persiguiendo un humanismo integral y solidario, en cuyo contexto también la cuestión del desarme asume un carácter ético y espiritual, la humanidad podrá caminar hacia la anhelada paz auténtica y duradera. Ciertamente, este camino no es fácil, y está sometido a peligros, como reconoció hace ya treinta años mi venerado predecesor Pablo VI en el Mensaje a la primera sesión especial sobre desarme de la Asamblea general de las Naciones Unidas: «El camino que conduce a la instauración de un orden internacional nuevo, capaz de eliminar las guerras y sus causas, y, por consiguiente, capaz de hacer superfluas las armas, no podrá ser, sin embargo, tan corto como quisiéramos» (Mensaje del 24 de mayo de 1978, n. 6: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 18 de junio de 1978, p. 11).
Los creyentes encuentran apoyo en la palabra de Dios, que nos anima a la fe y a la esperanza, con vistas a la paz definitiva del reino de Dios, donde «la misericordia y la fidelidad se encuentran, la justicia y la paz se besan» (Sal 85, 11). Por eso, con ardiente oración imploramos de Dios el don de la paz para toda la humanidad.
Con estos sentimientos, renuevo mi felicitación al Consejo pontificio Justicia y paz por haber promovido y organizado este encuentro sobre un tema tan delicado y urgente, aseguro un recuerdo particular en la oración por el éxito de los trabajos, y de corazón envío a todos una especial bendición apostólica.
Vaticano, 10 de abril de 2008
[Traducción distribuida por la Santa Sede
Agencia Zenit.
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