Elogio del lector/Monika Zgustova, escritora
Publicado en EL PAÍS, 24/04/2008;
Hace poco, Antoine Gallimard afirmó que, en el presente, Proust no encontraría editor para su novela En busca del tiempo perdido. Al decirlo, el presidente de la mítica editorial francesa que lleva su apellido se refería a lo que viene comentándose desde hace algo más que una década: que “el panorama editorial” se vislumbra como “poco atractivo y mercantilista” (recojo esas palabras de un artículo publicado en las páginas de Opinión de este diario).
Pienso que el señor Gallimard profirió su máxima sobre Proust a modo de boutade. Evidentemente, existen editoriales -siempre han existido- especializadas en libros comerciales. Pero monsieur Antoine no pudo hablar en serio: al igual que muchas otras editoriales europeas, la que él preside sigue apostando por los nuevos talentos.
¿Es realmente poco atractivo y mercantilista el panorama editorial, según se suele afirmar? Yo no opino así. Y ello por tres razones. En primer lugar, porque en España, por circunscribirnos a nuestro país, sigue habiendo editores, decenas de ellos, que anteponen el valor literario al mero negocio. Como en toda Europa, también entre nosotros hay editores que descubren a esos autores que buscan ir más allá de lo que se ha dicho y cómo se ha dicho hasta ahora, autores que venden unos pocos miles de ejemplares de cada libro (y a veces menos de mil). Es cierto que esos editores, para equilibrar las cuentas, añaden a su catálogo de descubrimientos algún que otro libro de menor riesgo comercial. Pero no por ello renuncian a sus principios.
En segundo lugar, porque por toda España subsiste un amplio tejido de librerías comprometidas con los buenos libros. Y ello tiene aún más valor en un momento en que el coste del inmobiliario hace cada vez más difícil mantener la rentabilidad exigida.
Y en tercer lugar porque el número de lectores crece, como lo muestran las estadísticas, especialmente entre las mujeres y los jóvenes de entre 25 y 30 años.
En la España contemporánea, un lector puede llegar a formarse una imagen bastante exacta tanto de la literatura clásica como de lo que ocurre en el presente, y no sólo en las letras occidentales. Sólo en los últimos años se han publicado, con éxito fulminante de crítica, lectores y ventas, novelas de muy alta calidad: La mujer justa, de Sándor Márai; Soldados de Salamina, de Javier Cercas; Vida y destino, de Vasili Grossman, y Las benévolas, de Jonathan Littell, entre otras. En todos esos casos son los lectores, con la complicidad de los libreros, quienes volcándose a comprar esas grandes novelas por decenas y centenares de miles, permiten que los editores se lancen a la aventura de publicar más libros arriesgados. Sí, en el fondo son los lectores los que hacen que el panorama literario sea más atractivo y menos mercantilista.
Pero no siempre la buena literatura se vende por cientos de miles -ni la mediocre tampoco-. A muchos editores su deseo de aportar al lector lo valioso, sorprendente e innovador de la literatura les hace perder dinero y correr el peligro de derrumbarse. Los directores literarios con un gusto exigente se juegan a diario su puesto de trabajo. Pero a pesar de todo, muchos siguen arriesgándose.
Ésos son, junto a los tozudos libreros que se oponen a ceder sus locales a bancos y otros negocios, los quijotes del mundo editorial que batallan no contra los molinos de viento sino contra algo mucho más peligroso: contra el poder del más fuerte.
Así pues, al contrario de lo que suele comentarse, estoy convencida de que el presente del libro no es peor que en épocas anteriores. Lo de “cualquier pasado fue mejor” es un lugar común que no se cumple la mayoría de las veces. Tampoco en ésta.
Por mencionar algunos ejemplos, de su libro De l’amour, Stendhal vendió veinte ejemplares ¡en diez años!; Proust tuvo que pagar de su bolsillo la edición del primer volumen de A la búsqueda del tiempo perdido; Joyce publicó su Ulises en París porque no encontraba editor en Inglaterra, y Kafka, en vida, no pasó de los 800 ejemplares vendidos. Hoy, al contrario, cualquiera puede, como mínimo, colgar su novela en Internet.
De todos los campos de la creación, el del libro es el más dinámico y diversificado: ni las artes plásticas, ni la música o el cine pueden ofrecer anualmente tanta riqueza de nuevos talentos como lo hace el mundo del libro.
Aunque quedan muchos libros sin publicar, y sin duda algunos de ellos lo merecen, pero ya quisieran los pintores, los cineastas y los músicos tener las mismas oportunidades que brinda el mundo editorial. Y, además, cada año aparecen, como contrapeso a los grandes grupos editoriales que siguen afianzándose, varias nuevas editoriales privadas que buscan a autores de valor literario y encuentran a sus lectores.
Y toda esa efervescencia es posible gracias, finalmente, al lector que, en la soledad, sigue dispuesto a descubrir tanto a los clásicos como los nuevos autores. Celebrémoslo, pues, y que sea por muchos años.
Pienso que el señor Gallimard profirió su máxima sobre Proust a modo de boutade. Evidentemente, existen editoriales -siempre han existido- especializadas en libros comerciales. Pero monsieur Antoine no pudo hablar en serio: al igual que muchas otras editoriales europeas, la que él preside sigue apostando por los nuevos talentos.
¿Es realmente poco atractivo y mercantilista el panorama editorial, según se suele afirmar? Yo no opino así. Y ello por tres razones. En primer lugar, porque en España, por circunscribirnos a nuestro país, sigue habiendo editores, decenas de ellos, que anteponen el valor literario al mero negocio. Como en toda Europa, también entre nosotros hay editores que descubren a esos autores que buscan ir más allá de lo que se ha dicho y cómo se ha dicho hasta ahora, autores que venden unos pocos miles de ejemplares de cada libro (y a veces menos de mil). Es cierto que esos editores, para equilibrar las cuentas, añaden a su catálogo de descubrimientos algún que otro libro de menor riesgo comercial. Pero no por ello renuncian a sus principios.
En segundo lugar, porque por toda España subsiste un amplio tejido de librerías comprometidas con los buenos libros. Y ello tiene aún más valor en un momento en que el coste del inmobiliario hace cada vez más difícil mantener la rentabilidad exigida.
Y en tercer lugar porque el número de lectores crece, como lo muestran las estadísticas, especialmente entre las mujeres y los jóvenes de entre 25 y 30 años.
En la España contemporánea, un lector puede llegar a formarse una imagen bastante exacta tanto de la literatura clásica como de lo que ocurre en el presente, y no sólo en las letras occidentales. Sólo en los últimos años se han publicado, con éxito fulminante de crítica, lectores y ventas, novelas de muy alta calidad: La mujer justa, de Sándor Márai; Soldados de Salamina, de Javier Cercas; Vida y destino, de Vasili Grossman, y Las benévolas, de Jonathan Littell, entre otras. En todos esos casos son los lectores, con la complicidad de los libreros, quienes volcándose a comprar esas grandes novelas por decenas y centenares de miles, permiten que los editores se lancen a la aventura de publicar más libros arriesgados. Sí, en el fondo son los lectores los que hacen que el panorama literario sea más atractivo y menos mercantilista.
Pero no siempre la buena literatura se vende por cientos de miles -ni la mediocre tampoco-. A muchos editores su deseo de aportar al lector lo valioso, sorprendente e innovador de la literatura les hace perder dinero y correr el peligro de derrumbarse. Los directores literarios con un gusto exigente se juegan a diario su puesto de trabajo. Pero a pesar de todo, muchos siguen arriesgándose.
Ésos son, junto a los tozudos libreros que se oponen a ceder sus locales a bancos y otros negocios, los quijotes del mundo editorial que batallan no contra los molinos de viento sino contra algo mucho más peligroso: contra el poder del más fuerte.
Así pues, al contrario de lo que suele comentarse, estoy convencida de que el presente del libro no es peor que en épocas anteriores. Lo de “cualquier pasado fue mejor” es un lugar común que no se cumple la mayoría de las veces. Tampoco en ésta.
Por mencionar algunos ejemplos, de su libro De l’amour, Stendhal vendió veinte ejemplares ¡en diez años!; Proust tuvo que pagar de su bolsillo la edición del primer volumen de A la búsqueda del tiempo perdido; Joyce publicó su Ulises en París porque no encontraba editor en Inglaterra, y Kafka, en vida, no pasó de los 800 ejemplares vendidos. Hoy, al contrario, cualquiera puede, como mínimo, colgar su novela en Internet.
De todos los campos de la creación, el del libro es el más dinámico y diversificado: ni las artes plásticas, ni la música o el cine pueden ofrecer anualmente tanta riqueza de nuevos talentos como lo hace el mundo del libro.
Aunque quedan muchos libros sin publicar, y sin duda algunos de ellos lo merecen, pero ya quisieran los pintores, los cineastas y los músicos tener las mismas oportunidades que brinda el mundo editorial. Y, además, cada año aparecen, como contrapeso a los grandes grupos editoriales que siguen afianzándose, varias nuevas editoriales privadas que buscan a autores de valor literario y encuentran a sus lectores.
Y toda esa efervescencia es posible gracias, finalmente, al lector que, en la soledad, sigue dispuesto a descubrir tanto a los clásicos como los nuevos autores. Celebrémoslo, pues, y que sea por muchos años.
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