Parte de la columna Razones/Jorge Fernández Menéndez: "....los hombres leales"
Publicado en Excelsior, 25/04/2008;
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De mi padre he aprendido muchas cosas: la convicción de que defender las ideas es una forma de refrendarse a sí mismo; que la tolerancia hacia los demás, excepto para los intolerantes, es tan imprescindible como la decisión de asumir, de decir, escribir, lo que realmente se piensa y en lo que se cree; que el valor del trabajo es la única moneda de cambio para refrendar la integridad; que tener un corazón abierto a todos y alejado de los rencores permite no contaminarse internamente con los odios, venganzas y fanatismos que nos rodean cotidianamente, sobre todo cuando se es honesto con uno mismo y con la gente; que la moral no es un árbol que da moras, pero que tampoco tiene nada que ver con prejuicios anacrónicos; que los libros y la educación son la base del verdadero crecimiento, pero que leer todos los días los periódicos es tan importante como conocer a los mejores autores; que la lectura, la información y la educación por sí solas no alcanzan, se debe tener una opinión propia y se trata de confrontarla en la calle, con la gente, con los cercanos y los lejanos, de escuchar, comprender y además opinar, a veces a favor de la corriente, pero sobre todo cuando se debe estar a contracorriente.
Aprendí que la vida, el mundo, la dignidad personal, la educación, la lealtad a los demás (que es distinta de la fidelidad), se pueden construir desde adentro y que esa construcción no pasa por el dinero sino por el espíritu. Y que éste, a su vez, se construye recreándose todos y cada uno de los días. Descubriendo el mundo, la gente, el cariño, también la injusticia en cada cosa pequeña o grande. Que siempre, aun en los peores momentos, sólo se puede mirar hacia atrás para aprender, crecer, ser mejores, seguir avanzando, ponerse siempre, pequeñas o grandes, importantes o superficiales, nuevas metas. A veces con errores, en ocasiones acertando, pero jamás siendo espectadores de una vida que nos trasciende, sin perder la capacidad de indignación. Mi padre, Emilio, acaba de cumplir 90 años y a lo largo de su vida hizo de todo, fue militante político, obrero, lector empedernido, amante del deporte, un perseguido por sus ideas que no guardó rencores y tampoco olvidó, hizo todo excepto aquello que su conciencia repudiaba. Mañana lo festejaremos con el corazón en la mano. Le debemos casi todo.
Mi suegro, César, es un poco más joven, “apenas” acaba de cumplir 82. Nació a diez mil kilómetros de distancia de mi padre, vivió cosas diferentes, creció en contextos distintos, pero en realidad creen en lo mismo. La lealtad con los suyos y con los demás es quizá lo que más los une. El esfuerzo para crecer por uno mismo es un camino que, desde dos extremos de un continente, y sin conocerse durante años, recorrieron juntos, y del que traté de aprender.
Cuando se habla de la cultura del esfuerzo se nos olvida que el mismo, solo, no es suficiente: falta saber hacia dónde canalizarlo, ganarse el reconocimiento y el cariño. Elegir a los enemigos. La fortuna, el destino, siempre tiene mucho que ver con nuestra vida. Como muchos, he tenido suerte, y he intentado trabajar todo lo posible para que el destino marche en la dirección más cercana posible a nuestros deseos, aunque a veces nos juegue malas pasadas. Dentro de esa ronda de la fortuna, uno de los regalos que he recibido es tener prácticamente dos padres: cuando la distancia y la geografía me alejaban de uno, la vida me acercaba al otro. Ambos son imprescindibles, a los dos los festejaremos. Pero son también la mejor demostración de que los hombres se construyen a sí mismos y de esa manera nos construyen a los demás. A los dos, simplemente gracias por lo que nos han dado y por seguir haciéndonos creer en la gente de la verdadera cultura del esfuerzo. En los que no tienen ni doble cara ni faltan a su palabra.
De mi padre he aprendido muchas cosas: la convicción de que defender las ideas es una forma de refrendarse a sí mismo; que la tolerancia hacia los demás, excepto para los intolerantes, es tan imprescindible como la decisión de asumir, de decir, escribir, lo que realmente se piensa y en lo que se cree; que el valor del trabajo es la única moneda de cambio para refrendar la integridad; que tener un corazón abierto a todos y alejado de los rencores permite no contaminarse internamente con los odios, venganzas y fanatismos que nos rodean cotidianamente, sobre todo cuando se es honesto con uno mismo y con la gente; que la moral no es un árbol que da moras, pero que tampoco tiene nada que ver con prejuicios anacrónicos; que los libros y la educación son la base del verdadero crecimiento, pero que leer todos los días los periódicos es tan importante como conocer a los mejores autores; que la lectura, la información y la educación por sí solas no alcanzan, se debe tener una opinión propia y se trata de confrontarla en la calle, con la gente, con los cercanos y los lejanos, de escuchar, comprender y además opinar, a veces a favor de la corriente, pero sobre todo cuando se debe estar a contracorriente.
Aprendí que la vida, el mundo, la dignidad personal, la educación, la lealtad a los demás (que es distinta de la fidelidad), se pueden construir desde adentro y que esa construcción no pasa por el dinero sino por el espíritu. Y que éste, a su vez, se construye recreándose todos y cada uno de los días. Descubriendo el mundo, la gente, el cariño, también la injusticia en cada cosa pequeña o grande. Que siempre, aun en los peores momentos, sólo se puede mirar hacia atrás para aprender, crecer, ser mejores, seguir avanzando, ponerse siempre, pequeñas o grandes, importantes o superficiales, nuevas metas. A veces con errores, en ocasiones acertando, pero jamás siendo espectadores de una vida que nos trasciende, sin perder la capacidad de indignación. Mi padre, Emilio, acaba de cumplir 90 años y a lo largo de su vida hizo de todo, fue militante político, obrero, lector empedernido, amante del deporte, un perseguido por sus ideas que no guardó rencores y tampoco olvidó, hizo todo excepto aquello que su conciencia repudiaba. Mañana lo festejaremos con el corazón en la mano. Le debemos casi todo.
Mi suegro, César, es un poco más joven, “apenas” acaba de cumplir 82. Nació a diez mil kilómetros de distancia de mi padre, vivió cosas diferentes, creció en contextos distintos, pero en realidad creen en lo mismo. La lealtad con los suyos y con los demás es quizá lo que más los une. El esfuerzo para crecer por uno mismo es un camino que, desde dos extremos de un continente, y sin conocerse durante años, recorrieron juntos, y del que traté de aprender.
Cuando se habla de la cultura del esfuerzo se nos olvida que el mismo, solo, no es suficiente: falta saber hacia dónde canalizarlo, ganarse el reconocimiento y el cariño. Elegir a los enemigos. La fortuna, el destino, siempre tiene mucho que ver con nuestra vida. Como muchos, he tenido suerte, y he intentado trabajar todo lo posible para que el destino marche en la dirección más cercana posible a nuestros deseos, aunque a veces nos juegue malas pasadas. Dentro de esa ronda de la fortuna, uno de los regalos que he recibido es tener prácticamente dos padres: cuando la distancia y la geografía me alejaban de uno, la vida me acercaba al otro. Ambos son imprescindibles, a los dos los festejaremos. Pero son también la mejor demostración de que los hombres se construyen a sí mismos y de esa manera nos construyen a los demás. A los dos, simplemente gracias por lo que nos han dado y por seguir haciéndonos creer en la gente de la verdadera cultura del esfuerzo. En los que no tienen ni doble cara ni faltan a su palabra.
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