1 sept 2008

Rincon y su opinión de Castillo Peraza

Retrospectiva
Política y saber/Gilberto Rincón Gallardo
Publicado en Reforma (www.reforma.com), 23 de septiembre del 2000;
Quien conoce de cerca la vida interna de los partidos políticos mexicanos sabe que en ellos anida un fuerte espíritu antiintelectual.
Mantuve con Carlos Castillo Peraza una larga y cálida amistad. Coincidíamos en cosas fundamentales como el reclamo democrático para México y la necesidad de construir una sociedad de instituciones como única garantía para darle calidad a nuestra experiencia democrática. Divergíamos en asuntos, que también pueden verse como fundamentales, como nuestros juicios acerca de la interrupción voluntaria del embarazo. Nunca escondimos nuestras afinidades pese a haber estado situados en partidos políticos distintos y pese a vivir en un ambiente que llegó a hacer de la intransigencia y la ruptura una virtud; pero tampoco escondimos nuestras diferencias porque sabíamos que existía un espacio de diálogo y razonamiento en el que incluso los temas más divisivos podrían ser procesados políticamente.
Por eso veo su muerte no sólo como una dolorosa y abrumadora pérdida personal, sino también como una pérdida irreparable para la política y la cultura mexicanas.
Ahora que, tras su muerte, incluso algunos de quienes hace unos tres años se sumaron a la campaña de calumnias enderezada en su contra han cantado su panegírico, habría que rescatar las ideas más polémicas de este político-filósofo como una forma seria de honrar su memoria. Es necesario discutir los temas que él discutía con pasión y que en modo alguno consideraba cerrados. Porque Carlos Castillo Peraza representó esa rara avis que es actualmente la ilustración católica en México y que tiene toda la legitimidad para expresar su voz en el debate sobre lo que nuestra sociedad ha de ser. Quienes en veces disfrutamos, y en veces sufrimos, el filo culto de su inteligencia y de su capacidad para el debate razonado, sabemos que el mejor homenaje a Castillo Peraza no puede ser sino la discusión seria de sus ideas sobre la vida pública mexicana.
Días antes de su malhadado viaje a Alemania, habíamos iniciado una discusión que habíamos prometido continuar de manera epistolar. La fatalidad impidió esto, pero en la medida en que su objeto era un tema que nos trascendía tanto a él como a mí, ahora me atrevo a formularla como una invitación a la reflexión de quienes están convencidos, como estaba Carlos, de que es posible una política guiada por la inteligencia y la ética.
Muchos sesudos analistas creyeron conocer, mejor que el propio Carlos Castillo Peraza, las razones por las que abandonó el Partido Acción Nacional. Adujeron que no había sido capaz de soportar la derrota de su candidatura al gobierno del Distrito Federal o el avance del neopanismo al interior del partido que contribuyó a fortalecer. O ambas cosas. Pretendieron que la explicación dada por él acerca de su renuncia era irrelevante porque no conducía a una gran conjura, a una pasión insatisfecha o al enojo y la desilusión. Pensaron que era irrelevante porque hablaba de los compromisos de un intelectual y de la dificultad de combinar la acción política con la reflexión intelectual. Les pareció poca cosa como razón para abandonar la política partidista.
Ni por asomo pretendo decir que Castillo Peraza careciera de una gran pasión por la política, o incluso de un gusto legítimo por el poder. Pero lo que es cierto es que él había llegado a la conclusión, tomada de las ideas de Octavio Paz, de que en última instancia (una instancia que siempre llega) política y saber terminan siendo incompatibles. Esa es la razón que dio para abandonar el PAN, y es una razón suficientemente poderosa como para definir un nuevo derrotero para la vida de un hombre brillante como él era.
Mi posición era la contraria. Así se lo manifesté y fue el motivo de la promesa de continuidad de nuestro debate. En mi opinión, la militancia política no contamina necesariamente de parcialidad el análisis que uno pueda hacer de la realidad social en que vive. La asepsia política del intelectual independiente es legítima y a veces admirable, pero esto no hace irremediablemente unilaterales los juicios del intelectual políticamente activo. De hecho considero que gran parte de la crisis de los partidos políticos en México se ha debido a la escasa relevancia que han dado a las tareas intelectuales que impone la propia política democrática.
Por supuesto, no estoy defendiendo a los antiguamente llamados "intelectuales orgánicos", que funcionaban sólo como voceros de las decisiones políticas de los dirigentes partidistas y, en ese sentido, comprometían, en nombre de la lealtad política, su propia libertad intelectual. Hablo, más bien, del compromiso de pensadores como el propio Carlos que son capaces de elaborar un análisis político en el que sus filias y fobias particulares quedan en suspenso frente a la fuerza de los argumentos racionales.
Porque él vivió esta tensión de manera dramática, Carlos tendría, por supuesto, argumentos contra esta opinión que ahora sostengo. Sin duda, las relaciones entre el poder y el saber serán siempre tensas, crueles y plagadas de incertidumbre. Pero creo que no puede considerarse una norma obligatoria el que el pensamiento racional y sus elaboraciones críticas tengan que replegarse frente a la militancia política y, sobre todo, tengan que dejar sólo a los políticos profesionales las grandes definiciones que afectan la vida de todos.
Quien conoce de cerca la vida interna de los partidos políticos mexicanos sabe que en ellos anida un fuerte espíritu antiintelectual. Pocas cosas hay que molesten más a los liderazgos políticos convencionales que la opinión independiente de quien se atreve a pensar por sus propios medios. Por ello, los intelectuales son aliados necesarios pero peligrosos para quien confunde la lealtad a un programa político con la lealtad a las personas.
En las filas del propio PAN, el actual Presidente electo consideró que los mayores fracasos de ese partido habían estado vinculados a una estrategia que pretendía seguir un camino doctrinario y programático. Puede decirse que si el triunfo en política equivale a ganar el poder a costa de la congruencia, Carlos Castillo Peraza fue un perdedor. Pero si el triunfo en política consiste en tratar de llevar a la práctica principios congruentes con la libertad de pensamiento y la autonomía intelectual, Carlos fue un triunfador completo.
Aunque seguramente él lo denunciaría como un argumento tramposo, creo que la experiencia política de Castillo Peraza mostró que es posible un equilibrio funcional entre la libertad de pensamiento y la militancia política. El diría que es un argumento tramposo porque, aún cuando su sentido del ridículo fuera vencido y aceptara este juicio positivo sobre su militancia, señalaría que un único caso no demuestra nada.
Y tendría razón. Por ello es que se necesita la repetición de su experiencia. En efecto, un solo político-filósofo como Carlos ha sido del todo insuficiente para hacer prevalecer la inteligencia y el diálogo racional en la política mexicana. No necesitamos que los pocos intelectuales serios que militan en la política se vayan de ella. Necesitamos que los que están fuera entren a ella. Si los partidos que existen no se reforman para admitirlos, habría que crear nuevos partidos.

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