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¿Un partido político evangélico?/Roberto Blancarte
Hace algunas semanas escribí acerca de los evangélicos mexicanos y de mi impresión de que por lo menos una parte de ellos está orientándose hacia el conservadurismo. Días después recibí una invitación para presentar un libro, el cual, me parece, por primera vez nos permite confirmar con algunos datos duros esta tendencia. Se trata de Entre Dios y el César: Líderes evangélicos y política en México (1992-2002), escrito por el pastor Mariano Ávila Arteaga, quien es profesor de Nuevo Testamento en el Calvin Theological Seminary de Grand Rapids, Michigan, y del Seminario Teológico Presbiteriano de México y la Comunidad Teológica de México.
Mariano Ávila sostiene que, en los últimos años, los líderes evangélicos han cambiado en forma notable su concepción de la política y han desarrollado un activismo completamente inusual: “En un periodo relativamente corto, iniciando con el sexenio salinista y hasta nuestros días hablaran de la formación de un partido político a nivel federal; algunos lo intentarán en el estado de Chiapas; ofrecerán clientelar y corporativamente el voto evangélico a los diversos partidos y candidatos presidenciales para 1994, que se asegura representa por lo menos diez por ciento de la población total; formarán asociaciones civiles y religiosas para acaparar y organizar a las múltiples iglesias evangélicas; y se dedicarán a un activismo político religioso considerable, ente el gobierno federal y los gobiernos locales, en las alianzas y organizaciones de pastores, dentro de su propias cúpulas denominacionales y en menor grado en sus comunidades religiosas”.
El libro intenta hacer un recorrido por este cambio en el liderazgo evangélico, tanto en México como en algunos países de América Latina. Y hace notar, entre otras cosas, el relativo abandono por parte de las iglesias evangélicas del laicismo, el cual significó uno de sus valores centrales y que durante muchas décadas compartió con el Estado mexicano. Una de las manifestaciones de este alejamiento de los valores laicos entre algunos evangélicos es precisamente la intención de crear un partido que promueva los derechos de los evangélicos. Ha habido varios intentos de ese tipo. Ávila documenta los más obvios: “Promovido por organizaciones como La voz del cambio, de Porfirio Montero; Partido Evangélico Mexicano, de Jesús Alzúa; UNO, de José Enrique Tapia; Acción Republicana, de Julio Sprinkler Martínez; y el Partido Encuentro Social, de Hugo Éric Flores.”
Más allá de las historias específicas de todos estos y otros intentos, de los deseos reales entre los cristianos evangélicos de formar una conciencia social, una agrupación política que pueda hacer una denuncia profética, o una asociación que defienda sus derechos, lo preocupante es lo que significa para la democracia laica que está tan ligada en su propio origen al pensamiento protestante. Y que al parecer hay muchos evangélicos que apoyarían la idea de un partido evangélico, es decir confesional, aun en contra de esta tradición. Según el mencionado autor, a partir de una encuesta aplicada en julio y agosto de 2002 a diversos líderes medios de la Iglesia Nacional Presbiteriana de México, 43.71 por ciento de ellos estaría a favor de la formación de un partido político evangélico. Ciertamente, la muestra no es representativa de todo el pensamiento evangélico mexicano, pero indica muy claramente la enorme tentación de muchos cristianos protestantes o evangélicos en crear una o varias instituciones políticas que expresen sus demandas sociales y políticas.
Si esto llegara a suceder en México, estaríamos repitiendo el terrible esquema de otros países, como Brasil, donde algunos evangélicos han llegado a formar bancadas parlamentarias y se han dedicado a empujar agendas confesionales, muy en la lógica de la competencia por obtener privilegios al igual que la Iglesia católica. Así, en lugar de participar como cristianos, protestantes y evangélicos en la política de su país, buscando el bien común sin distingos de creencias, muchos han preferido constituir agrupaciones políticas para obtener beneficios para sus propias denominaciones religiosas. En lugar de un Estado laico que garantiza libertad religiosa para todos y la creación de un espacio público desconfesionalizado, estos evangélicos han decidido pujar por un Estado multiconfesional, en el cual, en lugar de eliminarse los privilegios de la iglesia mayoritaria, ahora los privilegios se extienden a otras. La política se ha vuelto confesional y la laicidad de las instituciones públicas se cuestiona. En lugar de construir un Estado laico que garantice a todos, creyentes y no creyentes, las libertades de cada quien, las normas doctrinales y religiosas se inmiscuyen cada vez más en las políticas públicas, en detrimento de las libertades de quienes no comparten dichas visiones.
En México, por suerte, esto no ha sucedido, pues la cultura laica sigue siendo fuerte. Pero ciertamente preocupa que ahora algunos de sus mejores seguidores se estén pasando al campo del confesionalismo político. Y que así como nadie desea un partido católico mexicano, tampoco es buena idea promover los partidos confesionales.
Mariano Ávila sostiene que, en los últimos años, los líderes evangélicos han cambiado en forma notable su concepción de la política y han desarrollado un activismo completamente inusual: “En un periodo relativamente corto, iniciando con el sexenio salinista y hasta nuestros días hablaran de la formación de un partido político a nivel federal; algunos lo intentarán en el estado de Chiapas; ofrecerán clientelar y corporativamente el voto evangélico a los diversos partidos y candidatos presidenciales para 1994, que se asegura representa por lo menos diez por ciento de la población total; formarán asociaciones civiles y religiosas para acaparar y organizar a las múltiples iglesias evangélicas; y se dedicarán a un activismo político religioso considerable, ente el gobierno federal y los gobiernos locales, en las alianzas y organizaciones de pastores, dentro de su propias cúpulas denominacionales y en menor grado en sus comunidades religiosas”.
El libro intenta hacer un recorrido por este cambio en el liderazgo evangélico, tanto en México como en algunos países de América Latina. Y hace notar, entre otras cosas, el relativo abandono por parte de las iglesias evangélicas del laicismo, el cual significó uno de sus valores centrales y que durante muchas décadas compartió con el Estado mexicano. Una de las manifestaciones de este alejamiento de los valores laicos entre algunos evangélicos es precisamente la intención de crear un partido que promueva los derechos de los evangélicos. Ha habido varios intentos de ese tipo. Ávila documenta los más obvios: “Promovido por organizaciones como La voz del cambio, de Porfirio Montero; Partido Evangélico Mexicano, de Jesús Alzúa; UNO, de José Enrique Tapia; Acción Republicana, de Julio Sprinkler Martínez; y el Partido Encuentro Social, de Hugo Éric Flores.”
Más allá de las historias específicas de todos estos y otros intentos, de los deseos reales entre los cristianos evangélicos de formar una conciencia social, una agrupación política que pueda hacer una denuncia profética, o una asociación que defienda sus derechos, lo preocupante es lo que significa para la democracia laica que está tan ligada en su propio origen al pensamiento protestante. Y que al parecer hay muchos evangélicos que apoyarían la idea de un partido evangélico, es decir confesional, aun en contra de esta tradición. Según el mencionado autor, a partir de una encuesta aplicada en julio y agosto de 2002 a diversos líderes medios de la Iglesia Nacional Presbiteriana de México, 43.71 por ciento de ellos estaría a favor de la formación de un partido político evangélico. Ciertamente, la muestra no es representativa de todo el pensamiento evangélico mexicano, pero indica muy claramente la enorme tentación de muchos cristianos protestantes o evangélicos en crear una o varias instituciones políticas que expresen sus demandas sociales y políticas.
Si esto llegara a suceder en México, estaríamos repitiendo el terrible esquema de otros países, como Brasil, donde algunos evangélicos han llegado a formar bancadas parlamentarias y se han dedicado a empujar agendas confesionales, muy en la lógica de la competencia por obtener privilegios al igual que la Iglesia católica. Así, en lugar de participar como cristianos, protestantes y evangélicos en la política de su país, buscando el bien común sin distingos de creencias, muchos han preferido constituir agrupaciones políticas para obtener beneficios para sus propias denominaciones religiosas. En lugar de un Estado laico que garantiza libertad religiosa para todos y la creación de un espacio público desconfesionalizado, estos evangélicos han decidido pujar por un Estado multiconfesional, en el cual, en lugar de eliminarse los privilegios de la iglesia mayoritaria, ahora los privilegios se extienden a otras. La política se ha vuelto confesional y la laicidad de las instituciones públicas se cuestiona. En lugar de construir un Estado laico que garantice a todos, creyentes y no creyentes, las libertades de cada quien, las normas doctrinales y religiosas se inmiscuyen cada vez más en las políticas públicas, en detrimento de las libertades de quienes no comparten dichas visiones.
En México, por suerte, esto no ha sucedido, pues la cultura laica sigue siendo fuerte. Pero ciertamente preocupa que ahora algunos de sus mejores seguidores se estén pasando al campo del confesionalismo político. Y que así como nadie desea un partido católico mexicano, tampoco es buena idea promover los partidos confesionales.
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