Publicado en El Universal Jueves 07 de mayo de 2009;
He oído que dicen que existe un proverbio chino según el cual es una maldición que se cumplan los deseos sobre uno mismo. Algo así me ocurrió, como maldición ancestral. Un buen día iba en el coche a través del tedio urbano, cuando me llamaron para preguntarme si quería ir a Buenos Aires —como bateador emergente, según deduje más tarde— a ser el académico mexicano que hablara en los diálogos del bicentenario dedicados a la democracia y el buen gobierno.
El incentivo fundamental de la propuesta era, lo confieso sin culpa, ir a Buenos Aires. Tenía claro que del tema podía decir algo y la posibilidad de volver a una de mis ciudades predilectas era demasiado atractiva.
La molestia comenzó cuando los funcionarios de la Secretaría de Cultura del gobierno argentino me mandaron los datos de un viaje con el cual salía a las ocho de la mañana del domingo 26 de México, hablaba el lunes de cuatro a cuatro y media de la tarde para volver a México a las 11 de la mañana del martes. Me pareció un abuso viajar nueve horas, participar 30 minutos al día siguiente y salir de Buenos Aires apenas 18 horas después sin retribución alguna por el trabajo profesional. Los anfitriones argumentaron imposibilidades burocráticas para modificar la compra del vuelo consumada a pesar de pretender que me consultaban y finalmente salí en la fecha impuesta, cuando ya se estaba en alerta por la epidemia
La entrada a Buenos Aires no fue en absoluto anecdótica. El formulario improvisado que debimos llenar los incipientes apestados era simplemente ridículo. Nada presagiaba, ya a día y medio de la alerta mexicana, el clima de peste que se desataría poco después.
El lunes lo relevante para los participantes en los diálogos del bicentenario fue la retórica intoxicada de los académicos venezolanos, bolivianos y ecuatorianos enviados por sus gobiernos. La reflexión sosegada sobre la gobernación eficaz en América Latina y sus obstáculos institucionales aparecía sustituida por apologías exaltadas del gobierno de Chávez, el indigenismo de Evo o el entusiasmo de Correa. Cualquier crítica a los excesos personalistas, a la precipitación constitucional o a la demagogia como recurso era respondida con discursos airados. Nada sobresaliente.
Mi regreso forzado para el martes a las 11 de la mañana parecía absurdo, sobre todo porque el cambio de fecha del billete de vuelta implicaba, debido a la tarifa de compra pagada por mis anfitriones argentinos, un desembolso extra de cerca de 500 dólares, según la oficina de Mexicana aquí en la ciudad de México. Al enterarse de mi precipitado regreso, el consejero cultural de la embajada mexicana en Buenos Aires le pidió a su secretaria el cambio de mi vuelo. De acuerdo a la oficina local de la aerolínea bastaba con pagar la penalización por el cambio para que yo pudiera viajar el miércoles por la noche; un par de días en la capital federal fueron demasiado tentadores y acepté.
El martes nos enteramos de la decisión del gobierno argentino de suspender la comunicación aérea directa con México. Ni un vuelo más a partir de las 12 de la noche. Mi deseo de permanecer algo más en Argentina se había convertido en realidad obligatoria.
Yo estaba ahí como académico, financiado por la Secretaría de Cultura del gobierno argentino; sin embargo, estaban también atrapados por la medida los funcionarios de la delegación oficial mexicana. Así, el miércoles por la mañana, asociados por las circunstancias, nos apersonamos de consuno en la embajada mexicana José Luis Martínez, ex embajador en Hungría y encargado de los temas internacionales del bicentenario en el gobierno de México, el poeta y diplomático Jorge Valdés, responsable de la Cancillería mexicana para los bicentenarios, Francisco Nieto, funcionario de prensa del bicentenario mexicano, y yo.
Íbamos en busca de solidaridad oficial y ayuda para enfrentar nuestra condición de varados por la suspensión de vuelos; encontramos trato afable e incapacidad de reacción frente a los acontecimientos. Parecía como si a la embajadora De la Garza le tuviera sin cuidado lo que ocurriera en un encargo que para ella está a punto de terminar. Frente a la suerte de una comisión oficial mexicana, la respuesta de la legación fue de desdén. Tardarían cinco días en comenzar a preocuparse por el destino de los mexicanos afectados por la decisión unilateral del gobierno argentino, por lo visto desatendida de entrada por las autoridades de nuestro país.
Lo siguiente fue tragicómico. En mi caso, el problema fundamental era mi carencia de recursos para enfrentar la situación. Los anfitriones aceptaron hacerse cargo de los gastos de estancia de todo el grupo de mexicanos apestados, pero cada uno tuvo que ver por su suerte respecto a las aerolíneas y las posibles fechas de salida. Y aquí comienza el desastre. Mexicana, por su parte, decidió que aceptaba cambiar el lugar de salida a Sao Paulo, siempre y cuando cada uno pagara el traslado a la ciudad brasileña. De otra manera, habría que esperar a que se reanudaran los vuelos directos, siempre y cuando hubiera lugar en la tarifa originalmente pagada. Frente al reclamo de que era absurda la restricción de precio, que me obligaba a pagar cerca de 600 dólares para garantizar mi lugar en un hipotético vuelo del 6 de mayo en la misma clase turista en la que había viajado, cuando se trataba de una situación que yo no había elegido, el empleado de Mexicana respondió que tampoco había sido elección de la empresa. Esa era la reacción solidaria de la aerolínea mexicana con la situación de emergencia.
Comenzaron, además, las situaciones chuscas producto de la reacción paranoide de la sociedad ante el alubión informativo y la excesiva respuesta del gobierno argentino. Nuestro grupo comenzó a vivir una situación de apestados. Estábamos, según describió con oportunidad Jorge Valdés, como aquel barco de judíos salido de Alemania durante la tiranía nazi que no encontraba puerto de abrigo y debió de volver al exterminio. Nuestros anfitriones, apenados por la decisión exagerada de su gobierno, decidieron pagarnos el hotel unos días más, hasta el sábado. Cada uno, entonces, comenzó a rascarse con sus propias uñas. Frente al desdén de la embajada, Jorge Valdés se ocupó, con su experiencia consular, de ver cómo saldríamos de ahí. Al final, una comisión a España, parte de su mismo trabajo del bicentenario, sacó rumbo a Madrid al embajador Martínez; Valdés optó por un arreglo que lo llevaba a Miami y de ahí a México, mientras Francisco Nieto y yo permanecíamos en la incertidumbre, víctimas de la voracidad de Mexicana y la ineptitud de la embajada mexicana.
Los fondos personales mermaban. Con jaloneos logramos el pago del hotel por parte del gobierno argentino hasta el domingo y ante nuestra inminente falta de liquidez optamos por salir a Montevideo, más barato. Finalmente, José Manuel Villalpando, responsable del bicentenario del gobierno mexicano, decidió sacarnos de ahí vía Santiago de Chile.
En medio, las situaciones chuscas, producto de la ignorancia, como la del taxista que escuchó mi conversación con un venezolano y un ecuatoriano y que al darse cuenta de que era mexicano estuvo a punto de detener el coche para bajarme, o la de los empleados de la casa de cambio que tomaron casi con pinzas el pasaporte de Francisco y dudaron en aceptar sus dólares. Todo por la torpeza demagógica de unas autoridades argentinas incapaces de entender que la suspensión de vuelos no los aislaba y que buscaban, sin duda, enmascarar sus propias incapacidades frente a su propia epidemia de dengue. Y las autoridades de la Cancillería mexicana, de reflejos lentos, incapaces frente a los excesos de sus contrapartes. Entre la paranoia y la ineptitud, quedamos atrapados no sólo los enviados oficiales sino muchos mexicanos, mientras el gobierno argentino enviaba una flota de evacuación por los suyos.
Politólogo
El incentivo fundamental de la propuesta era, lo confieso sin culpa, ir a Buenos Aires. Tenía claro que del tema podía decir algo y la posibilidad de volver a una de mis ciudades predilectas era demasiado atractiva.
La molestia comenzó cuando los funcionarios de la Secretaría de Cultura del gobierno argentino me mandaron los datos de un viaje con el cual salía a las ocho de la mañana del domingo 26 de México, hablaba el lunes de cuatro a cuatro y media de la tarde para volver a México a las 11 de la mañana del martes. Me pareció un abuso viajar nueve horas, participar 30 minutos al día siguiente y salir de Buenos Aires apenas 18 horas después sin retribución alguna por el trabajo profesional. Los anfitriones argumentaron imposibilidades burocráticas para modificar la compra del vuelo consumada a pesar de pretender que me consultaban y finalmente salí en la fecha impuesta, cuando ya se estaba en alerta por la epidemia
La entrada a Buenos Aires no fue en absoluto anecdótica. El formulario improvisado que debimos llenar los incipientes apestados era simplemente ridículo. Nada presagiaba, ya a día y medio de la alerta mexicana, el clima de peste que se desataría poco después.
El lunes lo relevante para los participantes en los diálogos del bicentenario fue la retórica intoxicada de los académicos venezolanos, bolivianos y ecuatorianos enviados por sus gobiernos. La reflexión sosegada sobre la gobernación eficaz en América Latina y sus obstáculos institucionales aparecía sustituida por apologías exaltadas del gobierno de Chávez, el indigenismo de Evo o el entusiasmo de Correa. Cualquier crítica a los excesos personalistas, a la precipitación constitucional o a la demagogia como recurso era respondida con discursos airados. Nada sobresaliente.
Mi regreso forzado para el martes a las 11 de la mañana parecía absurdo, sobre todo porque el cambio de fecha del billete de vuelta implicaba, debido a la tarifa de compra pagada por mis anfitriones argentinos, un desembolso extra de cerca de 500 dólares, según la oficina de Mexicana aquí en la ciudad de México. Al enterarse de mi precipitado regreso, el consejero cultural de la embajada mexicana en Buenos Aires le pidió a su secretaria el cambio de mi vuelo. De acuerdo a la oficina local de la aerolínea bastaba con pagar la penalización por el cambio para que yo pudiera viajar el miércoles por la noche; un par de días en la capital federal fueron demasiado tentadores y acepté.
El martes nos enteramos de la decisión del gobierno argentino de suspender la comunicación aérea directa con México. Ni un vuelo más a partir de las 12 de la noche. Mi deseo de permanecer algo más en Argentina se había convertido en realidad obligatoria.
Yo estaba ahí como académico, financiado por la Secretaría de Cultura del gobierno argentino; sin embargo, estaban también atrapados por la medida los funcionarios de la delegación oficial mexicana. Así, el miércoles por la mañana, asociados por las circunstancias, nos apersonamos de consuno en la embajada mexicana José Luis Martínez, ex embajador en Hungría y encargado de los temas internacionales del bicentenario en el gobierno de México, el poeta y diplomático Jorge Valdés, responsable de la Cancillería mexicana para los bicentenarios, Francisco Nieto, funcionario de prensa del bicentenario mexicano, y yo.
Íbamos en busca de solidaridad oficial y ayuda para enfrentar nuestra condición de varados por la suspensión de vuelos; encontramos trato afable e incapacidad de reacción frente a los acontecimientos. Parecía como si a la embajadora De la Garza le tuviera sin cuidado lo que ocurriera en un encargo que para ella está a punto de terminar. Frente a la suerte de una comisión oficial mexicana, la respuesta de la legación fue de desdén. Tardarían cinco días en comenzar a preocuparse por el destino de los mexicanos afectados por la decisión unilateral del gobierno argentino, por lo visto desatendida de entrada por las autoridades de nuestro país.
Lo siguiente fue tragicómico. En mi caso, el problema fundamental era mi carencia de recursos para enfrentar la situación. Los anfitriones aceptaron hacerse cargo de los gastos de estancia de todo el grupo de mexicanos apestados, pero cada uno tuvo que ver por su suerte respecto a las aerolíneas y las posibles fechas de salida. Y aquí comienza el desastre. Mexicana, por su parte, decidió que aceptaba cambiar el lugar de salida a Sao Paulo, siempre y cuando cada uno pagara el traslado a la ciudad brasileña. De otra manera, habría que esperar a que se reanudaran los vuelos directos, siempre y cuando hubiera lugar en la tarifa originalmente pagada. Frente al reclamo de que era absurda la restricción de precio, que me obligaba a pagar cerca de 600 dólares para garantizar mi lugar en un hipotético vuelo del 6 de mayo en la misma clase turista en la que había viajado, cuando se trataba de una situación que yo no había elegido, el empleado de Mexicana respondió que tampoco había sido elección de la empresa. Esa era la reacción solidaria de la aerolínea mexicana con la situación de emergencia.
Comenzaron, además, las situaciones chuscas producto de la reacción paranoide de la sociedad ante el alubión informativo y la excesiva respuesta del gobierno argentino. Nuestro grupo comenzó a vivir una situación de apestados. Estábamos, según describió con oportunidad Jorge Valdés, como aquel barco de judíos salido de Alemania durante la tiranía nazi que no encontraba puerto de abrigo y debió de volver al exterminio. Nuestros anfitriones, apenados por la decisión exagerada de su gobierno, decidieron pagarnos el hotel unos días más, hasta el sábado. Cada uno, entonces, comenzó a rascarse con sus propias uñas. Frente al desdén de la embajada, Jorge Valdés se ocupó, con su experiencia consular, de ver cómo saldríamos de ahí. Al final, una comisión a España, parte de su mismo trabajo del bicentenario, sacó rumbo a Madrid al embajador Martínez; Valdés optó por un arreglo que lo llevaba a Miami y de ahí a México, mientras Francisco Nieto y yo permanecíamos en la incertidumbre, víctimas de la voracidad de Mexicana y la ineptitud de la embajada mexicana.
Los fondos personales mermaban. Con jaloneos logramos el pago del hotel por parte del gobierno argentino hasta el domingo y ante nuestra inminente falta de liquidez optamos por salir a Montevideo, más barato. Finalmente, José Manuel Villalpando, responsable del bicentenario del gobierno mexicano, decidió sacarnos de ahí vía Santiago de Chile.
En medio, las situaciones chuscas, producto de la ignorancia, como la del taxista que escuchó mi conversación con un venezolano y un ecuatoriano y que al darse cuenta de que era mexicano estuvo a punto de detener el coche para bajarme, o la de los empleados de la casa de cambio que tomaron casi con pinzas el pasaporte de Francisco y dudaron en aceptar sus dólares. Todo por la torpeza demagógica de unas autoridades argentinas incapaces de entender que la suspensión de vuelos no los aislaba y que buscaban, sin duda, enmascarar sus propias incapacidades frente a su propia epidemia de dengue. Y las autoridades de la Cancillería mexicana, de reflejos lentos, incapaces frente a los excesos de sus contrapartes. Entre la paranoia y la ineptitud, quedamos atrapados no sólo los enviados oficiales sino muchos mexicanos, mientras el gobierno argentino enviaba una flota de evacuación por los suyos.
Politólogo
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