Sombra de banquillo/Nicolás García Rivas, catedrático de Derecho Penal, Universidad Castilla-La Mancha
Publicado en EL Correo Digital, 04/05/09;
La publicación de una serie de documentos secretos sobre las técnicas de interrogatorio a los detenidos en la ‘guerra contra el terrorismo’ ha situado a los altos dirigentes políticos de la Administración Bush en el punto de mira de los operadores jurídicos norteamericanos (incluido el fiscal general, Eric Holder), por si pudieran ser objeto de una imputación penal como responsables de las presuntas torturas infligidas a los prisioneros de Guantánamo. Ahora bien, para que prosperase dicha imputación debería demostrarse, en primer lugar, que las técnicas de interrogatorio constituyen ‘tortura’; en segundo lugar, que el presidente Bush, el vicepresidente Cheney, el secretario de Defensa Rumsfeld o la consejera presidencial Rice tuvieron pleno conocimiento de las mismas; y, en tercer lugar, que exista un procedimiento para culparles por ellas aunque obviamente no hayan practicado, ni presenciado siquiera, las técnicas de interrogatorio a los detenidos en dicha prisión.
En términos jurídicos, la Convención de Naciones Unidas de 1984 -ratificada por Estados Unidos diez años más tarde- define la tortura como «todo acto por el cual se inflijan intencionadamente a una persona dolores o sufrimientos graves, ya sean físicos o mentales, con el fin de obtener de ella o de un tercero información o una confesión, de castigarla por un acto que haya cometido, o se sospeche que ha cometido, o de intimidar o coaccionar a esa persona o a otras, o por cualquier razón basada en cualquier tipo de discriminación, cuando dichos dolores o sufrimientos sean infligidos por un funcionario público u otra persona en el ejercicio de funciones públicas, a instigación suya, o con su consentimiento o aquiescencia». Aunque las autoridades norteamericanas han sostenido siempre que el trato a los detenidos por terrorismo no incurría en esta aberrante práctica, informes neutrales de Amnistía Internacional (2004), Naciones Unidas (2006) o Cruz Roja Internacional (2007) han afirmado lo contrario. Pero ninguno de estos informes resulta tan revelador como el emitido en noviembre de 2008 por el propio Senado estadounidense (’Inquiry into the treatment of detainees in U.S. custody’), fruto del análisis exhaustivo de más de 200.000 páginas de documentos -incluidos los considerados secretos hasta esta semana-, que ofrece todo lujo de detalles sobre el modo en que se realizaban los interrogatorios a los detenidos por terrorismo.
Una mera lectura de sus 19 conclusiones revela que Rumsfeld y asesores directos de Bush (Alberto Gonzales) y de Cheney (David Addington) fueron los artífices de la elaboración de un estatus ‘paralegal’ de los detenidos, a los que no sólo se privaría de los derechos reconocidos en la Convención de Ginebra sobre prisioneros de guerra, sino que se aplicaría el manual de técnicas de interrogatorio utilizado en las academias militares para adiestrar a sus alumnos en la resistencia frente a una eventual captura por el enemigo; técnicas que incluyen el ahogo por inmersión, el sometimiento a posturas estresantes o a ruido ensordecedor durante días, la privación del sueño, la aplicación de altas o bajas temperaturas, la amenaza con graves daños al detenido o a su familia y otras vejaciones semejantes que encajan a la perfección en el concepto de tortura y cuya práctica fue ‘ordenada’ por el Gobierno norteamericano, de acuerdo con ese informe del Senado. ¿Sería posible entonces una persecución penal contra los responsables políticos de esta violación de los derechos humanos?
El Derecho penal democrático sólo permite sancionar a un ciudadano cuando se acredita su «responsabilidad personal» en el hecho cometido, ya sea como autor o como partícipe. Sin embargo, a raíz del atroz genocidio cometido por el régimen nazi, los penalistas han trabajado para fundamentar la imputación del delito no sólo a quien realiza directamente la conducta punible, sino a quien maneja la estructura de poder en cuyo seno se comete. Desde el juicio a Eichmann en Jerusalén (1961) -por la matanza de miles de judíos- hasta la condena a los jefes políticos de la Alemania Oriental (1994) -por los crímenes del Muro-, pasando por el ejemplar castigo a la Junta Militar Argentina (1985) -por la desaparición y asesinato de miles de personas durante la dictadura, justificadas también por el embate del terrorismo-, distintos tribunales se han enfrentado a este problema. Y todos han condenado como asesinos a quienes no habían matado directamente a nadie, creando una valiosa jurisprudencia que podría aplicarse sin duda al caso norteamericano. De acuerdo con esos precedentes, quien domina un aparato de poder, dotado de estructura jerárquica, donde las decisiones tomadas ‘arriba’ son ejecutadas desde luego por los subordinados, no es sólo instigador de los delitos cometidos por éstos, sino el auténtico ‘autor’ del hecho, porque lo domina y tiene capacidad para decidir si se comete o no. Exactamente eso es lo que ha ocurrido con las torturas infligidas a cientos de personas por miembros de las Fuerzas Armadas de Estados Unidos desde 2001 en la sedicente ‘guerra contra el terror’, torturas que son patrimonio del Gobierno Bush, cuyos altos dirigentes podrían ser condenados como autores de las mismas, si nos atenemos al escalofriante informe del Senado norteamericano y a la elocuente afirmación del fiscal general, Eric Holder, quien ha declarado recientemente que «nadie está por encima de la ley» en ese país.
En términos jurídicos, la Convención de Naciones Unidas de 1984 -ratificada por Estados Unidos diez años más tarde- define la tortura como «todo acto por el cual se inflijan intencionadamente a una persona dolores o sufrimientos graves, ya sean físicos o mentales, con el fin de obtener de ella o de un tercero información o una confesión, de castigarla por un acto que haya cometido, o se sospeche que ha cometido, o de intimidar o coaccionar a esa persona o a otras, o por cualquier razón basada en cualquier tipo de discriminación, cuando dichos dolores o sufrimientos sean infligidos por un funcionario público u otra persona en el ejercicio de funciones públicas, a instigación suya, o con su consentimiento o aquiescencia». Aunque las autoridades norteamericanas han sostenido siempre que el trato a los detenidos por terrorismo no incurría en esta aberrante práctica, informes neutrales de Amnistía Internacional (2004), Naciones Unidas (2006) o Cruz Roja Internacional (2007) han afirmado lo contrario. Pero ninguno de estos informes resulta tan revelador como el emitido en noviembre de 2008 por el propio Senado estadounidense (’Inquiry into the treatment of detainees in U.S. custody’), fruto del análisis exhaustivo de más de 200.000 páginas de documentos -incluidos los considerados secretos hasta esta semana-, que ofrece todo lujo de detalles sobre el modo en que se realizaban los interrogatorios a los detenidos por terrorismo.
Una mera lectura de sus 19 conclusiones revela que Rumsfeld y asesores directos de Bush (Alberto Gonzales) y de Cheney (David Addington) fueron los artífices de la elaboración de un estatus ‘paralegal’ de los detenidos, a los que no sólo se privaría de los derechos reconocidos en la Convención de Ginebra sobre prisioneros de guerra, sino que se aplicaría el manual de técnicas de interrogatorio utilizado en las academias militares para adiestrar a sus alumnos en la resistencia frente a una eventual captura por el enemigo; técnicas que incluyen el ahogo por inmersión, el sometimiento a posturas estresantes o a ruido ensordecedor durante días, la privación del sueño, la aplicación de altas o bajas temperaturas, la amenaza con graves daños al detenido o a su familia y otras vejaciones semejantes que encajan a la perfección en el concepto de tortura y cuya práctica fue ‘ordenada’ por el Gobierno norteamericano, de acuerdo con ese informe del Senado. ¿Sería posible entonces una persecución penal contra los responsables políticos de esta violación de los derechos humanos?
El Derecho penal democrático sólo permite sancionar a un ciudadano cuando se acredita su «responsabilidad personal» en el hecho cometido, ya sea como autor o como partícipe. Sin embargo, a raíz del atroz genocidio cometido por el régimen nazi, los penalistas han trabajado para fundamentar la imputación del delito no sólo a quien realiza directamente la conducta punible, sino a quien maneja la estructura de poder en cuyo seno se comete. Desde el juicio a Eichmann en Jerusalén (1961) -por la matanza de miles de judíos- hasta la condena a los jefes políticos de la Alemania Oriental (1994) -por los crímenes del Muro-, pasando por el ejemplar castigo a la Junta Militar Argentina (1985) -por la desaparición y asesinato de miles de personas durante la dictadura, justificadas también por el embate del terrorismo-, distintos tribunales se han enfrentado a este problema. Y todos han condenado como asesinos a quienes no habían matado directamente a nadie, creando una valiosa jurisprudencia que podría aplicarse sin duda al caso norteamericano. De acuerdo con esos precedentes, quien domina un aparato de poder, dotado de estructura jerárquica, donde las decisiones tomadas ‘arriba’ son ejecutadas desde luego por los subordinados, no es sólo instigador de los delitos cometidos por éstos, sino el auténtico ‘autor’ del hecho, porque lo domina y tiene capacidad para decidir si se comete o no. Exactamente eso es lo que ha ocurrido con las torturas infligidas a cientos de personas por miembros de las Fuerzas Armadas de Estados Unidos desde 2001 en la sedicente ‘guerra contra el terror’, torturas que son patrimonio del Gobierno Bush, cuyos altos dirigentes podrían ser condenados como autores de las mismas, si nos atenemos al escalofriante informe del Senado norteamericano y a la elocuente afirmación del fiscal general, Eric Holder, quien ha declarado recientemente que «nadie está por encima de la ley» en ese país.
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