Época de soplones y policías
ILUSTRACIÓN DE SONIA PULIDO
El País, 27/03/2011;
El País, 27/03/2011;
Definitivamente la gente se ha convertido en un peligro para la gente. Siempre he pensado que esta era la época más difícil e incómoda para los reyes, príncipes, políticos y personajes célebres en general. Aparte del dinero que poseen o ganan (no todos: el sueldo de los terceros es del montón y por eso compran tanta lotería premiada o se hacen regalar trajes), pocas les quedan de las viejas ventajas. Antes aparecían en público de vez en cuando y disponían para sí de tiempo no expuesto y protegido por la privacidad. Ahora se los ve a diario en actos y ceremonias soporíferos, viajan sin cesar, no descansan ni un fin de semana y, sobre todo, se ven continuamente acechados por una legión de ojos y oídos de monstruoso alcance: cámaras y micrófonos potentísimos por doquier, a todas horas y aunque estén en medio del mar. Los reyes, y las reinas, tenían antiguamente sus amantes y sus pequeños vicios, y era sumamente improbable que nada de ello trascendiera. Ahora, cualquier individuo semifamoso que ose ser infiel a su pareja, emborracharse, consumir drogas o despotricar con lenguaje más o menos grueso, demuestra un considerable arrojo, porque lo más seguro es que cualquier actividad suya que la mojigata opinión pública actual juzgue censurable, sea
descubierta y divulgada por todo el orbe, con consecuencias funestas para el transgresor. Si añadimos que en los últimos años todo el mundo lleva una cámara en su móvil y es por tanto un paparazzo en potencia, y que buena parte de la humanidad sufre una irrefrenable vocación delatora y un frívolo deseo de perjudicar al prójimo, sobre todo al que se cree "envidiable" por cualquier razón, nos encontramos con que nadie está a salvo nunca, ni siquiera las personas que no son públicas ni célebres.
Un ejemplo sencillo de esto último: si cuatro empleados de una oficina se reúnen en un bar y uno de ellos empieza a echar pestes de su jefe, con la habitual exageración a que lleva ser jaleado por la compañía o verse enardecido por el alcohol, ya nadie nos puede asegurar que uno de los colegas no nos esté filmando a hurtadillas y no vaya a ir mañana a mostrarle al jefe las pruebas de nuestro delito. Así, lo que antes solía carecer de consecuencias -desahogos y palabras que se llevaba el viento-, hoy puede acarrearlas gravísimas. Se puede acabar con toda espontaneidad, con toda confianza, y, lo que es peor, con toda libertad. Nada le habría sucedido al diseñador John Galliano si no lo hubieran grabado con un teléfono móvil mientras, borracho y a solas en un café parisiense, se encaraba con unos vecinos de mesa y les soltaba impertinencias de pésimo gusto que para el puritanismo actual son "atrocidades" merecedoras de cárcel. Me trae sin cuidado ese modisto que parece salido de una anticuada obra de Jean Genet, pero no puedo evitar que los comentarios que han propiciado su denuncia y su expulsión de la casa Dior me recuerden a los que tantas veces he oído a gente normal que se tornaba lenguaraz, o aun momentáneamente venenosa, con unas copas de más. Un respetabilísimo autor, que hace años recibió el Premio Cervantes, se pasó medio partido Real Madrid-Real Sociedad, en Chamartín, gritando "ETA, mátalos", sin que los amigos con quienes compartía tribuna se hicieran cruces ni le dieran mayor importancia. De haber habido una cámara a su lado, ese autor se habría labrado un desprestigio vitalicio y jamás habría sido galardonado. (Al día siguiente, por cierto, lo asaltó el arrepentimiento y una pésima conciencia por los gritos que había proferido, así que todos los testigos lo olvidaron sin más, sabedores de la habitual rectitud de ese autor.)
Hace muchos años, nada más llegar a un café nocturno, me topé con una elogiada escritora que, sin que yo le hubiera hecho nunca nada -lo juro-, me saludó a improperios ("¡Hay que acabar con este tío nefasto!", instaba a la concurrencia, y eso era lo más suave), en manifiesto estado de embriaguez. Desde entonces he procurado evitarla -como a otra que me dejó en el contestador varios recados del tipo: "Si tuviera una metralleta te acribillaría ahora mismo sin compasión"-, pues ninguna de las dos se disculpó a posteriori jamás; pero, francamente, nunca se me ha ocurrido tenerlas por exterminadoras por causa de sus arrebatos, mientras que Galliano ha quedado, para los restos y para el mundo entero, como un nazi cabal porque, probablemente en un momento de lengua descontrolada, no se le pasó por la cabeza otra manera de insultar a sus vecinos de mesa que decirles: "Me encanta Hitler, habría gaseado a gente como vosotros y vuestros putos antepasados". Yo oí numerosas veces al hoy mitificado Michi Panero soltarles cosas equivalentes a quienes se le atragantaban en un bar: "Cómo echo de menos los tiempos de Nerón: tipos como vosotros habríais sido pasto de los leones". Ni siquiera los vituperados solían cabrearse ante semejantes exabruptos, eran épocas en que se sabía poner las cosas en su contexto y su circunstancia, se distinguía la exageración y no se defenestraba a nadie por un ocasional exceso alcohólico verbal. No se magnificaba, no se perseguía con saña cualquier salida de tono o metedura de pata, no se tomaba todo en serio siempre ni al pie de la letra ni se sacaba de quicio. Y no de todo quedaba constancia en forma de filmación: no se era rehén, de por vida, de lo que se había dicho a la ligera en un ataque etílico o de furor. A muchos les parecerá mal que afirme esto, pero me parecían épocas mucho más civilizadas. Porque la más incivilizada, intolerante y autoritaria de todas es aquella en la que muchos ciudadanos se convierten no ya en paparazzi, sino en chivatos y policías permanentemente de servicio.
descubierta y divulgada por todo el orbe, con consecuencias funestas para el transgresor. Si añadimos que en los últimos años todo el mundo lleva una cámara en su móvil y es por tanto un paparazzo en potencia, y que buena parte de la humanidad sufre una irrefrenable vocación delatora y un frívolo deseo de perjudicar al prójimo, sobre todo al que se cree "envidiable" por cualquier razón, nos encontramos con que nadie está a salvo nunca, ni siquiera las personas que no son públicas ni célebres.
Un ejemplo sencillo de esto último: si cuatro empleados de una oficina se reúnen en un bar y uno de ellos empieza a echar pestes de su jefe, con la habitual exageración a que lleva ser jaleado por la compañía o verse enardecido por el alcohol, ya nadie nos puede asegurar que uno de los colegas no nos esté filmando a hurtadillas y no vaya a ir mañana a mostrarle al jefe las pruebas de nuestro delito. Así, lo que antes solía carecer de consecuencias -desahogos y palabras que se llevaba el viento-, hoy puede acarrearlas gravísimas. Se puede acabar con toda espontaneidad, con toda confianza, y, lo que es peor, con toda libertad. Nada le habría sucedido al diseñador John Galliano si no lo hubieran grabado con un teléfono móvil mientras, borracho y a solas en un café parisiense, se encaraba con unos vecinos de mesa y les soltaba impertinencias de pésimo gusto que para el puritanismo actual son "atrocidades" merecedoras de cárcel. Me trae sin cuidado ese modisto que parece salido de una anticuada obra de Jean Genet, pero no puedo evitar que los comentarios que han propiciado su denuncia y su expulsión de la casa Dior me recuerden a los que tantas veces he oído a gente normal que se tornaba lenguaraz, o aun momentáneamente venenosa, con unas copas de más. Un respetabilísimo autor, que hace años recibió el Premio Cervantes, se pasó medio partido Real Madrid-Real Sociedad, en Chamartín, gritando "ETA, mátalos", sin que los amigos con quienes compartía tribuna se hicieran cruces ni le dieran mayor importancia. De haber habido una cámara a su lado, ese autor se habría labrado un desprestigio vitalicio y jamás habría sido galardonado. (Al día siguiente, por cierto, lo asaltó el arrepentimiento y una pésima conciencia por los gritos que había proferido, así que todos los testigos lo olvidaron sin más, sabedores de la habitual rectitud de ese autor.)
Hace muchos años, nada más llegar a un café nocturno, me topé con una elogiada escritora que, sin que yo le hubiera hecho nunca nada -lo juro-, me saludó a improperios ("¡Hay que acabar con este tío nefasto!", instaba a la concurrencia, y eso era lo más suave), en manifiesto estado de embriaguez. Desde entonces he procurado evitarla -como a otra que me dejó en el contestador varios recados del tipo: "Si tuviera una metralleta te acribillaría ahora mismo sin compasión"-, pues ninguna de las dos se disculpó a posteriori jamás; pero, francamente, nunca se me ha ocurrido tenerlas por exterminadoras por causa de sus arrebatos, mientras que Galliano ha quedado, para los restos y para el mundo entero, como un nazi cabal porque, probablemente en un momento de lengua descontrolada, no se le pasó por la cabeza otra manera de insultar a sus vecinos de mesa que decirles: "Me encanta Hitler, habría gaseado a gente como vosotros y vuestros putos antepasados". Yo oí numerosas veces al hoy mitificado Michi Panero soltarles cosas equivalentes a quienes se le atragantaban en un bar: "Cómo echo de menos los tiempos de Nerón: tipos como vosotros habríais sido pasto de los leones". Ni siquiera los vituperados solían cabrearse ante semejantes exabruptos, eran épocas en que se sabía poner las cosas en su contexto y su circunstancia, se distinguía la exageración y no se defenestraba a nadie por un ocasional exceso alcohólico verbal. No se magnificaba, no se perseguía con saña cualquier salida de tono o metedura de pata, no se tomaba todo en serio siempre ni al pie de la letra ni se sacaba de quicio. Y no de todo quedaba constancia en forma de filmación: no se era rehén, de por vida, de lo que se había dicho a la ligera en un ataque etílico o de furor. A muchos les parecerá mal que afirme esto, pero me parecían épocas mucho más civilizadas. Porque la más incivilizada, intolerante y autoritaria de todas es aquella en la que muchos ciudadanos se convierten no ya en paparazzi, sino en chivatos y policías permanentemente de servicio.
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