Las trampas de la fe democrática*/Javier SiciliaPublicado en la revista Proceso # 1832, 11 de diciembre de 2011
La tradición judía produjo una presencia poética tan maravillosa como extraña: el profeta, que tenía una rara misión. No predecir el futuro, como el imaginario popular le ha atribuido, sino restituir los significados originales que el pueblo extravió y, a partir de ellos, anunciar la llegada de un mesías o, para usar el término latino, de un redentor. Es quizás este anuncio el que, a partir de la exégesis cristiana, identificó a Jesús de Nazaret con el mesías, el que hizo que a la profecía se le atribuyera el sentido de predecir el futuro. Sin embargo, dicho anuncio no hablaba ni del tiempo ni de la manera ni de la forma que tendría o tendrá esa redención. La palabra del profeta, que como todo poeta expresa ese “nosotros” social, ese “yo” plural, que es el alma de un pueblo, giraba y continúa girando para el mundo judío alrededor del mensaje de que todo lo que sucede en la historia o se ve en la naturaleza es un presagio de la llegada de un acontecimiento
dichoso. Así, el profeta de Israel habla, haciendo a un lado la noción antigua del tiempo circular, es decir, “de ese contexto –dice Iván Illich– familiar y tribal donde el mañana regresa al ayer, de un futuro que será totalmente sorprendente y mesiánico”. Alrededor de los significados extraviados –que, a través de la boca de carne del profeta, anuncian el nacimiento de un mesías que en sí mismo los restituiría para siempre– “se constituyó ese fenómeno, único en la historia, del ‘pueblo elegido’” en el que todo el decir profético y todo el Antiguo Testamento están, podríamos decir con San Pablo, preñados del mesías; se constituyó también el fenómeno cristiano que lo encontró en el nacimiento, la vida y la doctrina de Jesús de Nazaret que modificó la historia de manera irreversible.
El problema, sin embargo, no radica tanto en el anuncio profético y en la encarnación de ese anuncio en la persona de Jesús que generó otro nuevo “nosotros”: no el del pueblo judío, abierto a la esperanza de un pueblo, sino el de la humanidad entera –el mesías, dirá el cristianismo, no sólo llegó, sino que su salvación no se dirige únicamente al pueblo hebreo, sino a todos–, cuanto en los significados mesías y redentor. El primero, que proviene del hebreo masjaj (“untar”, “ungir”), significa “Ungido”, Cristo, en griego; el segundo, que proviene del latín redimire (“comprar de nuevo”), significa el que compra, el que rescata, el “Salvador”, el “Redentor” o, para decirlo con un neologismo, el “Rescatador”. Ambos tienen en común el sentido de sanar, liberar, dignificar. Ambos, también, tienen, por lo mismo, un significado complejo en su ambigüedad: Esa salvación ¿es espiritual, política o una mezcla de las dos? Me parece, mirando la historia, tanto de Israel como del cristianismo y del Occidente moderno, que es la tercera. De allí no sólo su profunda complejidad histórica, sino también el sentido del libro de Enrique Krauze, Redentores.
Krauze, el historiador enclavado en la tradición judía dentro de un mundo cristiano, es muy sensible a esta problemática que ha marcado, a partir de la identificación de Jesús con el mesías esperado y la fundación del cristianismo mediante el uso de la filosofía griega para interpretarlo, el acontecer político y espiritual de la historia moderna de Occidente. Algún día, en una de nuestras conversaciones, me dijo: “Cuando estudiaba en la preparatoria me decían algo que siempre me ha cuestionado: ‘Cuídense de los falsos profetas’”. Para Krauze, como judío, un profeta es, como lo hemos visto, un anunciador en la palabra de un acontecimiento mesiánico. Pero también, como un hombre que vive en un mundo fundado por el cristianismo, comprende que ese anuncio se refiere a un ser que encarna en los actos esa realidad mesiánica y redentora. Para los judíos, el redentor no ha llegado y, en medio de las extrañas fórmulas de los profetas, no se sabe cómo será el acontecimiento dichoso de esa redención. De allí esa frase precautoria: “Cuídense de los falsos profetas”. Cada vez que en la tradición judía ha surgido uno que reúne el decir del profeta con su realización en él (pienso en Simón Bar Kochba, que en el año 132 llevó a cabo la gran revuelta judía contra el imperio romano que concluyó en la terrible masacre de las huestes de Tito y en la diáspora judía, o en Sabbatai Zevi, el mesías del siglo XVII que terminó, después de manipular y explotar a miles de seguidores, por convertirse al Islam, o en aquellos que creen que el Mesías es el Estado de Israel) ha terminado en el horror, la decepción o el fracaso.
Para el mundo cristiano, que proviene del profetismo hebreo, el mesías, en cambio, llegó en la persona de Jesús. Pero aunque Jesús rompió con las falsas expectativas mesiánicas de un poder teocrático y político, y mostró en los Evangelios que el acontecimiento dichoso anunciado por los profetas no es del orden del poder ni de un Reino aquí en la tierra, sino de la debilidad del amor, de la impotencia, del límite, del don y de la libertad pura y sin coerciones sociales ni políticas, el cristianismo terminó por caer en la contradicción de los falsos profetas.
El cristianismo –que nació del retraso, en el tiempo, de la Parusía, es decir, del prometido e inminente regreso de Jesús que restablecería para siempre el reino de la libertad y el amor que había revelado– se contaminó con una doble interpretación: la del mesías como rey espiritual y político nacido de Israel, y la del Imperio, como dominador del orbe. Así, la Iglesia (que quiere decir “llamado”) le dio al mesianismo del Evangelio un sentido de poder y de dominio ajeno a Jesús: la Iglesia de Constantino, la Iglesia Imperial que, al buscar imponer y administrar, mediante el recurso del poder y del dinero, la Buena Nueva al mundo, pretendió, hasta su limitación a partir de la revolución francesa, no sólo conservar el Reino revelado por Jesús, sino establecerlo definitivamente en el mundo entero precipitando así la segunda venida de Jesús y la instauración absoluta del Reino que la Iglesia preservaba. No lo logró –su expansión y su doctrina, edificadas sobre la administración de lo inadministrable, el amor, y sobre la espada, las hogueras y el anatema, sigue estando allí como un punto de referencia de lo mejor, en sus más humildes santos, y de lo peor, en las relaciones de su jerarquía con el poder–, pero dejó en el orden político y en las ideologías históricas que nacieron de ella –el liberalismo, tal y como salió de las manos de la revolución francesa, el fascismo, el comunismo y su nueva versión cristiana, la teología de la liberación– “la aspiración –como dice Krauze– a un orden futuro”, a un Reino político donde se conjuguen la justicia con la libertad y el amor, un mundo mesiánico en el sentido en el que lo creían los falsos profetas del mundo judío o en el que lo pretendió la Iglesia imperial que, vuelvo a Krauze, “oscila entre la lógica integrista de una sociedad jerárquica, intolerante y cerrada, y la lógica de un colectivismo popular, orientado al desagravio de una sociedad oprimida por la pobreza”.
En este sentido, los Redentores de Krauze analiza esa larga tradición del profetismo y del mesianismo que llegó a Occidente con la ideología de la Iglesia católica, que se ha continuado en las ideologías históricas, y que se arraigó en América Latina desde finales del siglo XIX a nuestros días. Su método es una combinación de Thomas Carlyle, el historiador escocés que estudia la historia a través de los grandes hombres; del gran filósofo liberal Isaiah Berlin, en su libro Pensadores rusos; y finalmente de Edmund Wilson, en Hacia la estación de Finlandia, que mezcla “el análisis ideológico y la biografía”. Por lo tanto, Redentores es un estudio de las ideas no sólo de la tradición profética, mesiánica y redentorista de la modernidad política, sino, junto con ella, de los temas centrales de la vida política de América Latina, a través de la vida de seres humanos que la encarnaron y que, dice Krauze, “la vivieron con intensidad religiosa y seriedad teológica”. No están todos. Pero los 12 personajes que estudia, como si se tratara de apóstoles laicos, son suficientes para su crítica al falso profetismo. Desde sus estudios más objetivos (Martí, Rodó, Vasconcelos, Eva Perón, el Che Guevara, Samuel Ruiz y el Subcomandante Marcos), hasta los más duros y despiadados (García Márquez y Hugo Chávez), pasando por los más justificatorios y entusiastas (Octavio Paz y Vargas Llosa) y la más tierna, empática y conmovedora de todas (Mariátegui), Krauze no sólo estudia ese profetismo redentorista que viene de las raíces religiosas del judeocristianismo y que desde finales del siglo XIX a nuestros días se ha expresado en la palabra revolución: vuelta a un origen transfigurado, la construcción del Reino perdido y prometido, sino que a través de él intenta un diálogo con la mejor tradición política de América Latina: la izquierda y su gran vocación social.
Krauze, que como un profundo judío no sabe cómo será el acontecimiento dichoso y mesiánico que anuncian los profetas y, por lo tanto, mira con sospecha cualquier manifestación del mesías, pero que como hombre lúcido sabe del horror que generan los falsos profetas y los falsos mesías, no opta por redescubrir la vía espiritual que revela el mesianismo evangélico de Jesús, tremendamente contaminado por el redentorismo con el que la Iglesia lo llenó, sino por asumir su rostro más civil y laico: el liberalismo y la democracia, un rostro que se encuentra en el sueño de la Ilustración y que, como lo señaló un día en una entrevista que le hicimos para la revista Conspiratio, aparece en la posibilidad –vislumbrada por el filósofo Moisés Mendelssohn y la tradición liberal judía que comienza con Spinoza, el precursor de Locke– “de ser religioso en lo privado y ciudadano [es decir, un hombre tolerante con todos] en lo público”. Entre el liberalismo y su expresión más clara, la democracia, que, supongo, es para Krauze el rostro civil y moderno del mejor profetismo judío y del mejor mesianismo cristiano, y la redención que, para el propio Krauze, expresa, en su “absolutismo político y su ortodoxia ideológica”, la distorsión profética y mesiánica, el autor de Siglo de caudillos opta, en Redentores, y como siempre lo ha hecho, por la primera. Sin perder de vista la necesidad de una justicia social –de allí su interés por los redentores y por el diálogo con la izquierda–, Krauze opone a las propuestas totalizadoras de esos mismos redentores “la insípida, la fragmentaria, la gradualista pero necesaria democracia, que ha probado ser mucho más eficaz para enfrentar esos problemas”.
Desde un punto de vista teórico y ético es difícil no coincidir con Krauze. La ideología blanda del liberalismo que, a diferencia de las ideologías redentoristas que analiza en su libro, no tiene grandes verdades ni grandes revelaciones, ni tampoco promete grandes utopías ni cambios fundamentales, “es –como el propio Krauze lo dice en la citada entrevista con Conspiratio– más un método de vida que un gran diseño” político y social. Podría decirse que, amputado de su parte espiritual y teológica, el liberalismo de Krauze se parece más al mesianismo del Evangelio anunciado por los profetas que a sus interpretaciones redentoristas y clericales. Lo que, sin embargo, no parece mirar el autor de Biografías del poder, y por lo tanto nunca lo ha abordado en sus análisis, es que ese liberalismo, que se expresa a través del nosotros democrático, tiene un doble fondo que oculta una forma totalitaria disfrazada de libertad. En primer lugar, y como lo señala Fabrice Hadaj –ese filósofo de origen judío que lleva un nombre árabe y se confiesa católico–, la búsqueda de instalar al individuo dentro de un plan y un programa no son sólo el fruto de los Estados totalitarios, sino también, y antes, el producto de la situación objetiva de la técnica y del mercado que están en el fondo de la sociedad liberal y que, bajo el peso de la producción, el consumo, la publicidad y la manipulación ideológica de la técnica, han ido destruyendo el esqueleto espiritual y moral del hombre. Nuestra era, bajo el liberalismo moderno, ya no es la de la cosificación del hombre del primer capitalismo, sino, dice Hadaj, la de “la pseudopersonificación [neoliberal] de las mercancías y sus sistemas técnicos que se convierten en nuestros modelos y matrices”. No hay que olvidar, por lo demás, que de la entraña del liberalismo o, mejor, de la búsqueda de justicia y libertad, que se paralizó bajo la cuchilla de la guillotina, surgieron, a partir de Hegel y de la idea del devenir histórico, las ideologías totalitarias, incluyendo la que hoy nos domina, la del mercado y su rostro más seductor por su ordenamiento y su poder: la técnica. En segundo lugar, Krauze, más allá de su profunda crítica a los redentoristas, no parece percibir algo que, en medio de las democracias y los Estados liberales, cuya fuerza radica en el monopolio legítimo de la violencia, comienza a aparecer por todo el mundo a partir de los zapatistas, del Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad, de los Indignados y de los Occupy: la decisión de no querer el poder.
Aunque es verdad que el poder político, particularmente en la democracia, emana de la gente, el poder que el Estado acumula a través de ella es un poder robado, no una simple acumulación de poder nacido de las urnas. En este sentido la fuerza y la esencia negativa del Estado se encuentran en que en el fondo niegan lo que la democracia quiere decir, el poder del pueblo, el poder de la gente. Este “despoder”, ese poder negado en nombre de la libertad y del sufragio, tiene su correlato en la economía y los valores económicos, que los mismos Estados liberales protegen como una expresión de la libertad y de la democracia, y que Iván Illich y Jean Robert nombran el “desvalor”. Al igual que en la democracia hay un “despoder” robado por el Estado a la gente, en la economía moderna y sus producciones industriales y comerciales hay, dice Robert, una “parálisis de las capacidades autónomas de producción que los valores económicos están supliendo como las muletas suplen a las piernas”. Por ello, el desarrollo –esa terrible lógica de los Estados liberales que buscan a cualquier precio la inversión de grandes capitales para la producción de empleo– es el mayor enemigo de una verdadera democracia, en la medida en que destruye los tejidos sociales, paraliza las autonomías, genera un terrible desempleo, una profunda frustración, y fabrica, como lo vivimos hoy, un caldo de cultivo para la delincuencia. Esa realidad, dice Robert, “desmiente las pretensiones ‘democráticas’ de todas las ‘alianzas para el progreso’ (empezando por el TLC y la Comunidad Europea) y de todos los pseudodemocráticos planes del Banco Mundial. Bajo la sombra del ‘desvalor’ –que precede a cualquier valor económico– la economía deja de ser lo que era para Aristóteles [y el mundo griego que acuñó la palabra]: la autogestión de la propia casa, y se vuelve su contrario: la administración de la sociedad por la ‘ley de hierro’ de la escasez. El desarrollo es la negación de la democracia, es la imposición del ‘desvalor’ tanto en lo económico como en lo político”.
En este sentido, el “despoder” en política, semejante a la construcción del “desvalor” en la economía, precede necesariamente a la instauración de cualquier poder.
Ciertamente no podemos escapar a lo político, pero creo que tanto nosotros como Krauze ganaríamos mucho si tomamos en cuenta esas negatividades para no darle una carta en blanco a las “democracias” liberales.
Aunque podemos discutir largo rato, con las izquierdas y las derechas duras, sobre lo que el propio Krauze discute en Redentores: el que la política implica una voluntad de tomar el poder, lo que no podemos discutir, y es lo que Krauze quiere demostrarnos a lo largo no sólo de Redentores, sino de toda su obra, es que, como, vuelvo a Jean Robert, “toda voluntad política implica una toma de posición frente al poder”. Para mí, dicha toma de posición debe ser una renuncia a él, un acto de profunda radicalidad democrática, porque al renunciar a entrar en su lógica, rechazamos y acotamos lo que el poder nos roba de libertad.
Krauze tiene razón cuando frente a los redentorismos, que conducen a los Estados totalitarios, opone la humildad de la democracia. Sin embargo, obnubilado por ella, no la cuestiona. Lejos de hacerlo, la toma como un axioma del mejor de los mundos posibles en política. Pero el axioma es falso. Para saberlo, hay que remontarse a la democracia ateniense del siglo V a.C, mito fundador de las democracias modernas. La democracia ateniense, que estaba sostenida sobre una masa esclava, comenzó cuando en el año 506 a.C, Clístenes, mediante un acto autoritario y militar, relocalizó a los habitantes de Atenas. “Con ello –dice Jean Robert– los atenienses no descubrieron tanto la democracia como el poder [del Estado], es decir, el poder que no se ejerce ni en las calles [ni en las plazas públicas], sino [como hoy en día sucede] en consejos especializados y exclusivos”. Este poder, aun cuando lo llamemos democrático, está sostenido por la parálisis previa (el “despoder” y el “desvalor”) de las asociaciones libres, humanas y democráticas, que el poder llama “informales” y persigue y segrega como la democracia ateniense practicó el ostracismo sobre aquellos ciudadanos que adquirían demasiada independencia fuera de los lugares reservados para la política.
Aunque estoy de acuerdo con Krauze en que el camino a la democracia no es el de los redentores, sostengo, a diferencia suya, que tampoco es el de la democracia que administra el Estado. La verdadera democracia, la democracia en su sentido real, no es el voto ni las elecciones libres –aunque la apoyen–, no es una cuestión de administraciones institucionales ni de arreglos entre ellas y sus consejos especializados llamados partidos, cámaras y secretarías, mucho menos el libre mercado o el asalto al poder de los redentores; no es, en suma, un sistema, “sino –dice Douglas Lummis– un proyecto histórico que la gente manifiesta luchando por él”. O mejor, una experiencia que repentinamente aparece, en medio del invierno que produce el Estado, “el más frío de los monstruos fríos”, dice Nietzsche, y las fracturas de la historia, como una breve primavera. Es, por lo tanto, un aparecer, un milagro que la gente permite dándole voz y presencia a los sin voz y generando relaciones de confianza y de apoyo mutuo más allá de cualquier estructura administrativa, como sucedió en 68, como sucede hoy con los zapatistas en sus comunidades, en los campamentos de los Indignados, de los Occupy, de la Primavera Árabe o en las grandes marchas y caravanas del Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad. No es una guerra ni una competencia. Son momentos dichosos en los que la igualdad, la libertad y la fraternidad se realizan en las fracturas del poder y de la historia.
Más que en la democracia pienso, para volver a la metáfora histórica y religiosa del libro de Krauze, y como una alternativa a los redentores y a la democracia de los Estados liberales, en la conspiratio de la primera liturgia cristiana, aun enclavada en el Evangelio y en una profunda tradición judía, quizá la que revelan los verdaderos profetas. La conspiratio (de donde proviene el español conspiración) era un beso en la boca, una co-respiración, un intercambio de alientos, de espíritus, que creaba una atmósfera común donde las diferencias quedaban abolidas y ya no había amo ni esclavo, gentil o judío, una atmósfera que en su fragilidad es fácilmente corrompible por el poder. Ese nosotros de la conspiratio no pertenece al mundo de la política en el sentido griego, que sólo reconocía un nosotros entre los hombres libres de una ciudad que ejercían, como hoy, sus funciones en consejos especializados y exclusivos, llamados partidos o cámaras. Tampoco pertenece al del ciudadano del urbus romano, para quien, al igual que lo hace el Estado hoy, el nosotros era el estatuto administrativo de los que reconocían el imperio. Por el contrario, pertenece a la categoría del Reino que anuncian los profetas y el Evangelio, y que se expresa en las primeras comunidades cristianas que tenían todo en común. Una categoría que siempre reaparece donde, entre las fracturas del poder, los seres emergen en su humanidad y se hermanan y se aman libremente.
Lo anterior no es –como podrían criticar quienes, intoxicados por la falsa premisa del Estado hobbsiano, creen que “el hombre es el lobo del hombre” que necesita de un monstruo violento, el Leviatán, para administrar la vida en común– un rechazo anarquista y utópico de todo poder político. Por el contrario, es la presencia de seres que en su libertad obligan al poder a autolimitarse para que podamos reunirnos libremente, si no en el amor, al menos en la confianza que está en el corazón de los seres humanos.
Creo que Krauze, en su impecable crítica a los redentores y más allá del deslumbramiento que le producen las democracias liberales, podría abrir un espacio en su análisis para repensarlas en medio de la profunda crisis que viven los Estados y el mercado global que ha florecido con su auspicio y que anuncia algo nuevo.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar todos los presos de la APPO, hacerle juicio político a Ulises Ruiz, cambiar la estrategia de seguridad y resarcir a las víctimas de la guerra de Calderón.
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*Este texto fue leído por el poeta Javier Sicilia el pasado 30 de noviembre con motivo de la presentación del libro Redentores, de Enrique Krauze, en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara. El título es de la redacción
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