Estimados
obispos: Las parejas que conviven se preparan para el divorcio
Por:
Massimo Introvigne.
ACI, prensa, 24 de octubre de 2014
Respecto
de la relación final del Sínodo, se ha discutido mucho sobre tres párrafos –52
y 53, sobre la comunión a algunas categorías de divorciados vueltos a casar, y
55, sobre el modo de acoger a las personas homosexuales– que, no habiendo sido
votados por los dos tercios de los padres sinodales, de acuerdo al articulo 26
punto 1 del reglamento del Sínodo reformado por Benedicto XVI en el 2006, no
pueden ser consideradas como expresiones oficiales de la reunión sinodal.
Ha
llamado menos la atención el hecho de que hay un párrafo que ha alcanzado la
citada mayoría solo por un pelo, y ha pasado por sólo dos votos. Es el párrafo
41, que invita a “recoger los elementos positivos presentes en los matrimonios
civiles y, hechas las diferencias correspondientes, en la convivencia”.
Desde
el momento que todos somos invitados por el Papa a reflexionar y a contribuir
en vista del Sínodo de 2015, podemos ciertamente decir que la expresión se
presta a equívocos. No es menos cierto que los documentos deben ser leídos en
su integridad. El párrafo 41 debe ser leído junto al párrafo 27, que invita a
“prestar atención a la realidad de los matrimonios entre hombre y mujer, a los
matrimonios tradicionales y, hechas las diferencias correspondientes, también a
la convivencia.
Cuando
la unión alcanza una notable estabilidad a través de un vínculo público, es
caracterizada por una afecto profundo, por la responsabilidad respecto a la
prole, por la capacidad de superar las pruebas, puede ser vista como una
ocasión de acompañar en el desarrollo hacia el sacramento del matrimonio. En
muchos casos, por el contrario, la convivencia se establece no en vista de un
posible futuro matrimonio, sino sin ninguna intención de establecer una
relación institucional”.
Aparece
con claridad –aunque todavía quede el carácter ambiguo del n.41– que el hecho
que algunos estén casados civilmente o convivan desde hace años con “notable
estabilidad” y “vínculo público”, educando bien a los hijos, tiene su propio
valor respecto a quien simplemente pasa sin estabilidad de una relación a otra
o convive sin alguna intención “institucional” de estabilidad, por lo tanto la
Iglesia considera este elemento “como una ocasión para acompañar en el
desarrollo hacia el sacramento del matrimonio” y no para dejar las cosas como
están.
Dejo
con todo gusto a los teólogos moralistas la tarea de precisar las cosas,
explicar que es el párrafo 27 el que interpreta el 41 y no al revés, y tal vez
encontrar formulaciones más claras que eviten, como ha sido dicho en el Sínodo,
cambiar la “ley de la gradualidad” por una indebida “gradualidad de la ley”.
Pero no soy un teólogo, el espectáculo donde cualquier periodista de La
Repubblica o de otros periodistas se reinventa como especialista de teología me
parece un poco ridículo y quisiera dar mi contribución hablando de cosas en las
que soy experto, es decir de sociología.
Empiezo
por la controvertida afirmación del número 41 según la cual en los matrimonios
civiles y, en menor medida también en las convivencias estables y llevadas
adelante por muchos años, hay “elementos positivos”. Leyendo juntos los números
27 y 41, parece ser que los padres sinodales en su mayoría, piensan que estas
formas de unión tendrán peores resultados que el matrimonio sacramental –por lo
que las personas que los practican son invitadas, si tienen los requisitos y si
creen, a casarse por la Iglesia– pero tienen mejores resultados que la simple
convivencia efímera e inestable.
La
sociología parte siempre de los números. Mi maestro y amigo Rodney Stark me ha
repetido muchas veces que en sociología “el que no cuenta no cuenta”, es decir
el que no cuenta los números y las cantidades cuenta poco entre los sociólogos
serios. ¿Qué cosa nos dicen los números en materia de matrimonio civil y de
convivencias?
Sobre
todo, una obviedad. El matrimonio religioso dura más, con menos divorcios, y
tiene más hijos que el matrimonio civil. Hay estadísticas también en otros
países, pero en Italia la alternativa entre matrimonio en la Iglesia y en común
es particularmente clara a causa de la situación legislativa. Basta leer los
estudios del demógrafo Roberto Volpi para encontrar numerosas datos relativos a
la mayor permanencia en el tiempo, resistencia al divorcio y fecundidad del
matrimonio religioso respecto al civil.
Tratemos
ahora de comparar el matrimonio –religioso o civil– y la convivencia. Aquí los
opositores del matrimonio citan con frecuencia estudios marginales o referidos
a campeones limitados, sin darse cuenta que existe una gigantesca fuente de
datos demográficos, en los Estados Unidos, donde el U.S. Census Bureau recoge
estadísticas detalladas sobre matrimonios e hijos desde hace más de cien años.
De
estos datos resulta en modo inequívoco que las mujeres no casadas tienen una
tasa de fecundidad más baja respecto a las mujeres casadas. Lo dicen los
números, y no hay ideología que logre cambiarlos. Para limitarnos a los datos
más recientes, el censo americano del 2008 resalta cómo el porcentaje de
mujeres sin siquiera un hijo era de 77,2% entre las no casadas y del 18,8%
entre las casadas (n.d.tdr: léase civil o religioso). El número medio de hijos
por cada grupo de mil mujeres casadas era de 1784, por cada grupo de mil
mujeres no casadas de 439. Los nacimientos medios al año sobre mil mujeres
casadas eran 83,6, sobre mil mujeres no casadas de la misma categoría de edad
41,5.
Y
el dato estadístico no es tan sorpresivo. Tener un hijo no es un simple hecho
biológico. Sin proyecciones de estabilidad y seguridad para criarlo y educarlo,
es más difícil que una mujer decida hoy comenzar esta aventura, y eventualmente
resista a las sirenas del aborto. Desde el momento que el problema demográfico
es el más grave problema cultural, económico y social de Occidente, se puede
concluir que el matrimonio es un estado demográficamente preferible a toda
forma de no-matrimonio.
Pero
¿qué decir de la convivencia “estables”? De los mismos datos estadounidenses, y
de aquellos de otros países –pero en modo menos unívoco– se recoge que, en
línea general pero no en todos lados y no siempre, las mujeres que viven en
convivencia proyectadas por un cierto número de años son menos fecundas de
aquellas casadas (hablamos obviamente de fecundidad social y no biológica),
pero más fecundas que aquellas sexualmente activas que no están comprometidas
en una convivencia regular.
Si
prestamos atención a la demografía –que es un parámetro sociológico no
secundario, sino fundamental– el Sínodo tiene sus razones. Las convivencias son
más fecundas que los vínculos efímeros, pero menos que los matrimonios. Los
matrimonios civiles son más fecundos que las convivencias, pero menos que los
matrimonios religiosos.
Existe,
por lo tanto, un “aspecto positivo” demográfico –insisto, como sociólogo no me
ocupo aquí de problemas morales– en los matrimonios civiles, y en menor medida
en las convivencias estables, respecto a una actividad sexual regular pero
fuera de relaciones estables de convivencia.
Pero,
atención. Hasta aquí hemos hablado de convivencias estables y proyectadas en el
tiempo, es decir de parejas que viven la convivencia como alternativa al
matrimonio. Totalmente diferente es la cuestión de la convivencia llamada
prematrimonial, es decir aquel porcentaje de jóvenes –que en algunos estados de
los Estados Unidos y que también en algunas regiones italianas aparece como
mayoría– que “prueba cómo es” convivir antes del matrimonio.
Estos
jóvenes no están practicando una alternativa al matrimonio, al que se declaran
contrarios, a diferencias de las “viejas” y estables parejas de convivientes.
No es necesario ser sociólogos para conocer jóvenes que nos cuentan que “para
evitar divorciarse después” prefieren probar a convivir primero. Lo cuentan
también a los sacerdotes en los cursos prematrimoniales, ya en muchas
parroquias frecuentadas en su mayoría por convivientes. Es necesario ser
sociólogo para responder por qué se equivocan estos jóvenes.
Si
hay un dato cierto, que muestran los estudios sociológicos constantemente al
menos desde hace veinticinco años, es que la convivencia antes del matrimonio
no hace disminuir los riesgos del divorcio sino que los aumenta. El texto base
es un famoso estudio de David E. Bloom publicado en la «American Sociological
Review» en 1988.
Bloom
conocía las objeciones relativas a la popularidad del matrimonio (en ese
tiempo) en los Estados Unidos respecto a la más “avanzada” Europa del Norte y
analizó principalmente los datos de un país en este sentido fuera de toda
sospecha, Suecia.
Concluyó
que las parejas que llegan al matrimonio después de haber convivido tenían una
tasa de divorcio superior al ochenta por ciento respecto a las parejas que no
habían convivido. Alguien podría pensar que el problema era que estos jóvenes
suecos habían convivido por un tiempo insuficiente para conocerse a fondo. Por
el contrario, respondía Bloom: entrando en el campeón de las parejas que habían
convivido, quien había convivido por tres años y más de una vez casado,
mostraba una tasa de divorcio superior al cincuenta por ciento respecto a quien
había convivido por periodos más breves.
Como
los datos de Bloom chocaban con la opinión común, muchos investigadores han
buscado desacreditarlo repitiendo su análisis decenas de veces con campeones de
diversos tipos. Con muy pocas excepciones -a su vez criticadas y criticables
sobre el plano metodológico– las investigaciones no han desmentido sino
confirmado los resultados de Bloom. Con una distancia de veinticinco años el
dato aparece como confirmado.
La
mayoría de los sociólogos no se pregunta más “si” la convivencia prematrimonial
haga el sucesivo matrimonio más expuesto al divorcio –la respuesta positiva ya
es evidente– sino “por qué” sucede esto. Aquí los sociólogos a su vez podrían
aprender del Sínodo, es decir de aquella amplia parte de la relación final de
la que nadie habla, porque no enfrenta temas “calientes” que llaman la atención
a los periodistas sino que celebran la belleza del compromiso matrimonial
indisoluble. Quien no se habitúa ya desde antes del matrimonio a respetar las
reglas y a resistir a tentaciones no lo hará tampoco después en el matrimonio,
por lo tanto quien no resiste a la tentación de convivir hoy no resistirá a la
tentación de divorciarse mañana.
Los
sociólogos, a menos que sean sacerdotes (a veces pasa), no confiesan a nadie.
No me corresponde a mi evaluar el grado de responsabilidad de los jóvenes que
conviven antes del matrimonio y las complejas razones por lo que toman esta
decisión.
Sin
embargo, es no solamente un derecho sino un deber de quien se ocupa de ciencias
sociales explicar a los jóvenes que eligen la convivencia –y eventualmente, con
todo el respeto, también a algún padre sinodal que no lo sepa– que la
convivencia prematrimonial no es un antídoto al sucesivo divorcio sino que lo
prepara.
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