Aureliano
Buendía y Pablo Iglesias/Luisgé Martín es escritor.
El
País | 24 de octubre de 2014
En
Cien años de soledad,que es una novela más política de lo que se suele
recordar, los conservadores y los liberales libran una formidable guerra.
Después de muchas batallas, el coronel Aureliano Buendía, jefe militar de los
liberales, recibe a los representantes políticos de su propio partido, que han
estado negociando la paz con el Gobierno conservador y que le traen una lista
de demandas: “Pedían, en primer término, renunciar a la revisión de los títulos
de propiedad de la tierra para recuperar el apoyo de los terratenientes
liberales. Pedían, en segundo término, renunciar a la lucha contra la influencia
clerical para obtener el respaldo del pueblo católico. Pedían, por último,
renunciar a las aspiraciones de igualdad de derechos entre los hijos naturales
y los legítimos para preservar la integridad de los hogares”. Cuando terminan
de exponer los términos de su acuerdo, el coronel Aureliano Buendía sonríe y
les responde: “Quiere decir que sólo estamos luchando por el poder”.
La
izquierda democrática, sin embargo, tiene que enfrentarse siempre a esa
paradoja: su propósito es hacer desaparecer las alienaciones de la sociedad,
pero para ello tiene que conseguir ser votada por los alienados, que están
sometidos o hechizados por los poderes dominantes. Recuérdese la célebre
disputa entre Clara Campoamor y Victoria Kent en el debate parlamentario
celebrado en 1931 sobre el sufragio femenino. Buena parte de la izquierda se
opuso en aquel debate al derecho al voto de las mujeres, alegando que su
proximidad ideológica con la Iglesia católica y su falta de “reflexión y de
espíritu crítico” las hermanaba demasiado con los partidos de derechas y que
con ellas se acabaría arrastrando a la República hacia el conservadurismo más
feroz.
Los
ciudadanos sometidos y humillados a los que la izquierda democrática invoca, en
efecto, no son siempre demasiado ilustrados, disponen de una información
manipulada o parcial, y tienen en muchos casos intereses personales
contradictorios: unos ahorros que no quieren perder, una fe religiosa
conservadora, unos minúsculos privilegios laborales o un sentimiento de patria
xenófobo, por ejemplo. Pero a todos esos ciudadanos se les necesita para
construir una mayoría política y con todos ellos hay que pactar, por lo tanto,
para poder lograrla. ¿Es eso luchar sólo por el poder, como decía el coronel
Aureliano Buendía, o es tener una estrategia racional y pragmática para cambiar
las cosas?
El
trabajo de Felipe González hasta 1982 consistió en aglutinar a esa mayoría
social en torno a un proyecto común progresista. El trabajo de Pablo Iglesias,
ahora, parece querer ir por el mismo camino. Desde que Podemosobtuvo su
espectacular resultado en las elecciones europeas de mayo, es muy difícil
encontrar unas declaraciones suyas —o de su equipo más próximo— que no pueda
suscribir cualquier ciudadano de izquierdas, moderado o radical. Desde muchas
trincheras se les sigue acusando de leninistas, bolivarianos y utópicos, pero
su discurso es ya sólo reformista y regenerador, como se demuestra en el esbozo
de programa electoral aprobado en su asamblea fundacional del pasado fin de
semana. Incluso sus propuestas económicas revolucionarias, tan impugnadas por
expertos de todo tipo, han entrado en una fase de matización permanente y de
condicionalidad, como si siguieran aquel consejo sabio de Ortega: “El verdadero
revolucionario lo que tiene que hacer es dejar de pronunciar vocablos retóricos
y ponerse a estudiar economía”.
“La
única diferencia actual entre liberales y conservadores es que los liberales
van a misa de cinco y los conservadores van a misa de ocho”, dice el coronel
Aureliano Buendía muchos años después de aquella primera reunión. Ésa es
probablemente la sensación que tiene una buena parte de la sociedad española
después de tres décadas de gobiernos alternativos de PP y PSOE. No es cierto
que uno y otro sean lo mismo, pero sí existen indicadores reales que avalan la
idea: la igualdad —la gran bandera de la izquierda— no ha aumentado más con los
gobiernos progresistas. El coeficiente de Gini, que mide los niveles de
desigualdad de los países, ha ido mejorando o empeorando en España al compás de
la situación económica general, no del color de los gobiernos. Y eso, junto con
la corrupción, es lo que ha terminado desencantando a muchos votantes antiguos
de la izquierda y a la mayoría de los jóvenes: la creencia de que la acción
política era irrelevante.
Podemos,
como Rajoy (aunque con más juicio que él), ha hecho bandera del sentido común,
no de la ideología. No reivindican la revolución, sino una utopía casi
doméstica. “Asaltar los cielos”, de momento, consiste sólo en construir un país
decente y que funcione. Iglesias reconoce que es inviable hacer de repente un
cambio global que transforme el capitalismo y reconoce que no es posible
construir una sociedad sin injusticias, pero sí aspira a construir una en la
que “no haya alguien con dieciocho cuartos de baño en su casa y otro al que se
le comen las moscas”. El mensaje tal vez es populista, porque lo complicado no
es enunciar el objetivo, sino alcanzarlo tomando decisiones concretas en este
mundo concreto, que es el único que existe. Pero seguramente en la situación de
descomposición en que nos encontramos, laberíntica, un cierto grado de
populismo tenga la virtud de ayudar a reformular los principios políticos
gangrenados con los que convivimos desde hace años, y eso ya de por sí sería
una buena noticia. Cambiar el lenguaje, la mirada.
Sigue
habiendo en el discurso de Podemos, sin embargo, una mancha negra que amenaza
con convertir tarde o temprano su éxito en desengaño: la insistencia —en un
país donde el que no defrauda es porque no tiene la ocasión de hacerlo, y no
por convencimiento ético— de que todos los problemas los causan los que mandan.
La casta viene de la gente, no ha llegado a España en platillos volantes, y
cualquier intento de regeneración política pasa en consecuencia por poner patas
arriba la cultura nacional del pelotazo, la pillería, el escaqueo y el
clientelismo. Desde el arrabal hasta el palacio de la Zarzuela. La hipótesis de
que basta con cambiar a la clase dirigente para enderezar el rumbo es perversa
y traerá frustración en el futuro.
El
gran reto de Podemos, en cualquier caso, es conciliar al coronel Aureliano
Buendía con los emisarios políticos de su partido. Es decir, reunir a una
mayoría social suficiente —con las renuncias que eso comporte— sin olvidar que
el objetivo final no es alcanzar el poder, sino defender las libertades,
construir una sociedad más igualitaria (no más pobre) y reivindicar esa
fraternidad tan arrumbada desde hace décadas en todos los programas políticos.
Lograr, en fin, que en la misa de cinco y en la misa de ocho empiecen a cambiar
las parábolas del sermón.
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