El papa se
reúne con destacados penalistas, y pronuncia un discurso histórico/FA
Publicado en La Silla Rota, 24 de octubre de 2014
Publicado en La Silla Rota, 24 de octubre de 2014
“...vivimos
tiempos en que, tanto desde ciertos sectores de la política como desde algunos
medios de comunicación, se incita a la violencia y a la venganza, pública y
privada, no solo sobre quienes son responsables de haber delitos, sino también sobre quienes recae la
sospecha, fundada o no, de haber infringido la ley..“ papa Francisco.
Este
jueves 23 de octubre de 2014, el papa Francisco se reunió en Sala del Palacio
Apostólico del Vaticano con 30 penalistas de diversas nacionalidades de la Asociación Internacional de Derecho Penal, que preside el Dr.
John Vervaele. En el colectivo de juristas estaban, además en primera fila, su
paisano Eugenio Raúl Zafaroni, ministro de la Corte Suprema de Argentina, el ex
rector de la Universidad de Castilla-La Mancha (UCLM), Luis Arroyo Zapatero, en
calidad de presidente de la Sociedad Internacional de Defensa Social, además de
los responsables de la Asociación Internacional de Derecho Penal, la Sociedad
Internacional de Criminología, la Fundación Internacional Penal y
Penitenciaria, la Sociedad Mundial de Victimología y la Asociación
Latinoamericana de Derecho Penal y Criminología (que preside Zafaroni y en
México el Dr. Moisés Moreno Hernández, director del Centro de Política
Criminal). Estaba también el joven abogado Manual Espinoza de los Monteros de
la Parra.
¡Fuerte
discurso papal! Hablo de trata de personas, pena de muerte, cadena perpetua,
tortura, sistema penitenciario, y tratos degradantes entre otros.
Antes
de sus discurso el grupo de penalistas comentaron al pontífice el trabajo que
realizan en defensa de la abolición de la pena de muerte.
Y
bueno el papa no le es ajeno el tema y les dedico un largo discurso, en
italiano, de entrada dejo que qué el
Derecho Penal respete la dignidad de la persona humana. Y agregó que “la
corrupción es un mal más grande que el pecado. Más que perdonado, este mal debe
ser curado”.
También
el jesuita condenó las ejecuciones extrajudiciales y la pena de muerte -medida
incluso usada por regímenes totalitarios para suprimir a la disidencia y
perseguir a las minorías-, y afirmó que el respeto a la dignidad humana debe
ser el límite a cualquier arbitrariedad y exceso por parte de los agentes del
Estado.
Exhortó
a los juristas a adoptar instrumentos legales y políticos que no caigan en la
lógica del ''chivo expiatorio'', condenando al sacrificio a personas acusadas
injustamente de las desgracias que afectan a una comunidad.
Además
abordó la situación de los presos sin condena y los condenados sin juicio. Señaló que la prisión preventiva, cuando se
usa de forma abusiva, constituye otra forma contemporánea de pena ilícita
oculta, más allá de la legalidad.
También
se refirió a las condiciones deplorables de cárceles. Dijo que aunque a veces
se debe a la carencia de infraestructuras, otras son el resultado del
''ejercicio arbitrario y despiadado del poder sobre las personas privadas de
libertad''.
Francisco
no olvidó la aplicación de sanciones penales a los niños y ancianos condenando
su uso en ambos casos. Además condenó la trata de personas y la esclavitud,
''reconocida como crimen contra la humanidad y crimen de guerra tanto por el
derecho internacional como en tantas legislaciones nacionales''.
También
se refirió a la pobreza absoluta que sufren mil millones de personas y la
corrupción. ''La escandalosa concentración de la riqueza global es posible a
causa de la connivencia de los responsables de la cosa pública con los poderes
fuertes. La corrupción, es en sí misma un proceso de muerte... y un mal más
grande que el pecado. Un mal que más que perdonar hay que curar'', advirtió
Jorge Bergoglio.
No
es la primera vez que Francisco interactúa con penalistas. Hace unos meses el papa compartió con destacados penalistas
argentinos una serie de reflexiones en torno a la justicia que vale la pena
rescatar, sobretodo por ser una opinión de un lego en el tema de justicia
penal.
La extensa misiva del papa, fechada el 30 de
mayo pasado se la dirigió a su amigo, el
Ministro de la Corte Suprema, Raúl Eugenio Zaffaroni; fue leído integra en el
marco del 19° Congreso Internacional de la Asociación Internacional de Derecho
Penal y del III Congreso de la Asociación Latinoamericana de Derecho Penal y
Criminología (ALPEC), que preside Zaffaroni y de la que forman parte destacados
penalistas latinoamericanos.
Se
puede leer en mi bitácora personal (http://fredalvarez.blogspot.mx/2014/06/francisco-interviene-en-un-debate-sobre.html
Esta
vez la nota del papa está en lo principales diarios del mundo. La Silla Rota,
publica un breve resumen. Y por algún motivo discurso papal no se coloco en las
paginas de la Santa Sede, ni el los webs católicas, pero gracias a Roberto Manuel Carles, quien es el
Presidente de los jóvenes penalistas de la AIDP, compartimos en español el texto
en este espacio:
Sres.
Presidentes y autoridades de la
Asociación
Internacional de Derecho Penal, de la
Sociedad
Internacional de Criminología, de la
Sociedad
Internacional de Defensa Social, de la
Fundación
Internacional Penal y Penitenciaria, de la
Sociedad
Mundial de Victimología, y de la
Asociación
Latinoamericana de Derecho Penal y Criminología
Destacados
juristas
cautela
in poenam et primatus principii pro homine
I.
Introducción
I. a) Incitación a la venganza.
En
la mitología, como en las sociedades primitivas, la multitud atribuye poderes
maléficos a algunos de sus miembros, a quienes acusan de las desgracias que
golpean a su comunidad, y que, por ello, serán sus víctimas sacrificales. Sin embargo, la realidad muestra que el hecho
de que existan los medios legales y políticos necesarios para afrontar y
resolver conflictos interpersonales, no garantiza que unos pocos individuos al
alcance de la mano no sean responsabilizados por los problemas de todos.
La
vida en común, estructurada en torno de comunidades organizadas, requiere de
reglas de convivencia cuya libre violación merece una respuesta adecuada.
Sin embargo,
vivimos tiempos en que, tanto desde ciertos sectores de la política como desde
algunos medios de comunicación, se incita a la violencia y a la venganza,
pública y privada, no
solo sobre quienes son responsables de haber cometido delitos, sino también
sobre quienes recae la sospecha, fundada o no, de haber infringido la ley.
I. b) Neopunitivismo y populacherismo penal
En
este contexto, se ha expandido en las últimas décadas la creencia de que a
través de la pena pública pueden resolverse los más diversos problemas
sociales, tal como si para las más diversas enfermedades se nos recomendase la
misma medicina. No se trata ya de la
creencia en alguna de las funciones sociales tradicionalmente atribuidas a la
pena pública, sino de la creencia de que con ella pueden obtenerse los beneficios
que requerirían la implementación de otro tipo de políticas sociales,
económicas y de inclusión social.
A
este cuadro, se suma el creciente desprecio público - fomentado por los medios
masivos de comunicación - por el saber de los especialistas y por todo dato de
la realidad que permita conocer el problema que se pretende solucionar.
I. c) La
construcción de enemigos
No solo se
buscan chivos expiatorios que paguen con su libertad y con su vida por todos
los males sociales, como
era tradición en las sociedades primitivas, sino que, además, se construyen
deliberadamente enemigos, figuras arquetípicas, estereotipadas, que concentran
en sí todos los caracteres que la sociedad puede percibir o interpretar como
amenazantes. Los mecanismos de
construcción de estas imágenes son los mismos que permitieron la expansión de
las ideas racistas y judeófobas que eclosionaron hacia fines del siglo
XIX. Los principales enemigos de hoy, en
distintas regiones del planeta, son los inmigrantes y los jóvenes de barrios
precarios, sobre quienes pesa el estigma de potenciales delincuentes.
II. Sistemas
penales descontrolados y la misión de los juristas
El
principio rector de la cautela in poenam
Así
las cosas, el sistema penal abandona su función meramente sancionadora, y
avanza sobre las libertades y derechos de las personas, sobre todo de las más
vulnerables, en nombre de una finalidad preventiva cuya eficacia, hasta el
momento, no se ha podido verificar ni siquiera para las penas más graves, como
la pena de muerte. Ya ni siquiera se
conserva la proporcionalidad de las penas, que históricamente reflejó la escala
de valores protegidos por los Estados.
Lejos quedó aquel derecho penal concebido como ultima ratio, como último
recurso sancionatorio, limitado a los hechos más graves contra los intereses
individuales y colectivos más valiosos.
Lejos también quedó el debate sobre la sustitución de la cárcel por
otras sanciones penales alternativas.
En
este contexto, la misión de los juristas no puede ser otra que la de limitar y
contener esta irracionalidad. Es una
tarea difícil, en tiempos en que muchos jueces y operadores del sistema penal
deben cumplir con su tarea coaccionados por las presiones de los medios masivos
de comunicación, de algunos políticos inescrupulosos y de las pulsiones
vindicativas que ellos fomentan en las sociedades. Quienes tienen tan altas responsabilidades
están llamados a cumplir con su deber, puesto que no hacerlo pone en riesgo
vidas humanas, que deben ser cuidadas con mayor compromiso que con el que a
veces cuidan sus cargos.
III. Sobre la
primacía de la vida y de la dignidad de la persona humana
(primatus
principii pro homine)
III. a) Sobre
la pena de muerte
Es
imposible imaginar que los Estados no puedan disponer de otro recurso que no
sea la pena capital, para defender del agresor injusto las vidas de otras
personas.
San
Juan Pablo II ha condenado la pena de muerte (Evangelium Vitae, 56), como
también lo hace el Catecismo (Constitución Apostólica Fidei Depositum) en su
No.2267, tercer párrafo.
Sin
embargo, los Estados matan no solo por medio de la pena de muerte y de las
guerras. También lo hacen cuando los
servidores públicos se refugian en las potestades estatales para justificar sus
crímenes. Las denominadas ejecuciones
extrajudiciales o extralegales son homicidios deliberados cometidos por los
Estados y sus agentes, muchas veces encubiertos como enfrentamientos con
delincuentes o presentados como consecuencias indeseadas del uso racional
necesario y proporcionado de la fuerza para hacer cumplir la ley. De este modo, aun cuando de los sesenta
países que mantienen en su legislación la pena de muerte, treinta y cinco no la
han aplicado en los últimos diez años, la pena ilegal de muerte se aplica en
todo el planeta, en distintos grados.
Las
ejecuciones extrajudiciales, incluso, suelen perpetrarse en forma sistemática,
no solamente por Estados de la comunidad internacional, sino también por
aquellos no reconocidos como tales, y constituyen verdaderos crímenes contra la
humanidad aun cuando no encajen en la definición convencional que los propios
Estados han aceptado para estas gravísimas violaciones a los derechos humanos.
Los
argumentos en contra de la pena de muerte son muchos y bien conocidos. La Iglesia ha oportunamente enfatizado
algunos de ellos, como la posibilidad de existencia de error judicial, y el uso
que hacen de ella los regímenes totalitarios y dictatoriales, que la utilizan
como herramienta de exterminio de toda disidencia política o de persecución de
las minorías religiosas y culturales, todas ellas víctimas que para sus
respectivas legislaciones son “delincuentes”.
Los Estados
también matan por omisión, no solo cuando no controlan debidamente a sus
agentes, sino también cuando no satisfacen las necesidades básicas de las
personas.
La
pena de muerte implica la negación del amor a los enemigos predicada en el
Evangelio. Todos los cristianos y los hombres de buena voluntad, estamos
obligados no solo a luchar por la abolición de la pena de muerte, legal o
ilegal, y en todas sus formas, sino también para que las condiciones
carcelarias sean mejores, en respeto de la dignidad humana de las personas
privadas de la libertad.
En
ese sentido, cierto es que la pena de prisión perpetua – abolida el año pasado
en el Estado Vaticano – así como aquellas que por su duración conlleven la
imposibilidad para el penado de proyectar un futuro en libertad, son también
penas de muerte encubiertas, puesto que con ellas no se pretende ya retribuir
al culpable el daño que pudo haber obrado mediante la privación de su libertad,
sino mediante la privación de toda esperanza.
Y aunque el sistema penal pueda cobrarse el tiempo de los culpables,
jamás puede cobrarse su esperanza. Ese
intento perverso, que muchas veces se materializa en suicidios y autolesiones
de los penados, constituye en sí un trato cruel, inhumano y degradante.
III.
b) Sobre las condiciones de encierro, los presos sin condena y los condenados
sin juicio
Otra
forma contemporánea de penas ilícitas, ocultas tras un halo de legalidad, lo
constituye la prisión preventiva, cuando en forma abusiva opera como
adelantamiento de la pena, previa a la condena, o como una medida que se aplica
ante la sospecha más o menos fundada de que se ha cometido un delito.
Esta
situación es particularmente grave en América Latina, donde el número de presos
sin condena oscila entre el cincuenta y el setenta por ciento del total de las
personas privadas de la libertad. Este
fenómeno contribuye al deterioro aún mayor de las condiciones de encierro,
situación que la construcción de nuevas cárceles nunca termina de resolver,
puesto que toda nueva cárcel que se construye ya ha excedido su capacidad antes
de ser inaugurada. Es causa, además, del
uso indebido de instalaciones policiales y militares como lugares de encierro.
La
resolución del problema de los presos sin condena debe hacerse con la debida
cautela, pues se corre el riesgo de crear otro, tanto o más grave: el de los
presos sin juicio, condenados sin que se respete el debido proceso.
Las
deplorables condiciones de encierro que se verifican en distintas partes del
planeta, constituyen a menudo auténticos tratos inhumanos y degradantes, muchas
veces producto de las deficiencias del sistema penal, otras, de las carencias
de infraestructura y de planificación, y otras, en no pocas oportunidades, no
son más que el resultado del ejercicio arbitrario y despiadado del poder sobre
las personas privadas de la libertad.
III. c) Sobre
la tortura y otros tratos y penas crueles, inhumanas y degradantes
Otra
forma de tortura es la que se aplica a través del encierro en cárceles de
máxima seguridad. Lejos de ofrecer una
mayor seguridad a la sociedad o un tratamiento especial para las personas
privadas de la libertad, su principal característica no es otra que el
aislamiento externo. Esta forma de
tortura, conocida como “tortura blanca”, consiste en el encierro en minúsculas
microceldas, con total aislamiento del mundo exterior. Como lo demuestran los estudios realizados
por diversos organismos de derechos humanos, la falta de estímulos sensoriales,
la total incomunicación y la falta de contacto con otros seres humanos,
provocan padecimientos psíquicos y físicos tales como paranoia, ansiedad,
depresión y pérdida de peso, e incrementan ostensiblemente la tendencia al
suicidio de quienes los padecen.
Este
fenómeno, característico de las cárceles de máxima seguridad, también se
verifica en todo tipo de establecimiento penitenciario, junto con otras formas
de tortura física y psíquica cuya práctica se ha naturalizado.
Las
torturas ya no son suministradas solamente como un medio para la obtención de
un determinado fin, como la confesión o la delación - prácticas características
de la doctrina de la seguridad nacional - sino que constituyen auténticos plus
de dolor que se adicionan a los males propios del encierro.
De
este modo, se tortura no solamente en centros clandestinos de detención o en
los modernos campos de concentración, sino también en cárceles, institutos de
menores, manicomios, asilos, comisarías y demás centros e instituciones de detención
y encierro.
La
propia doctrina penal lleva una importante responsabilidad en esto, al haber
ensayado discursos de legitimación de la tortura ante ciertos supuestos, lo
que, como suele ocurrir con este tipo de discursos, no ha tenido otra consecuencia
que legitimar la totalidad de estas prácticas.
Muchos
Estados son también responsables por haber detenido o tolerado el secuestro de
personas en sus territorios, incluso ciudadanos de sus respectivos países, o de
haber autorizado el uso de su espacio aéreo para la realización de traslados
ilegales hacia centros de detención y tortura.
Esta
locura solo podrá detenerse con el firme compromiso de la comunidad
internacional, que reconozca el primado del principio pro homine, es decir, de
la dignidad de la persona humana por sobre todas las cosas.
III) d. Sobre
la aplicación de sanciones penales a niños y ancianos y a otras personas
especialmente vulnerables.
Los Estados
deben abstenerse de castigar penalmente a los niños, que aún no han completado
su desarrollo madurativo y por eso no pueden ser responsabilizados. En cambio, ellos deben ser destinatarios de
todos los privilegios que puede ofrecer el Estado, tanto en lo concerniente a
políticas de
inclusión como a las prácticas orientadas a infundir en ellos el respeto por la
vida y los derechos de los demás.
Los
ancianos, por su parte, son quienes a partir de sus propios errores pueden
enseñar al resto de la sociedad. No solo
se aprende de las virtudes de los santos, sino también de las faltas y de los
errores de los pecadores y, entre ellos, de quienes, por el motivo que fuere,
hubieren caído en el delito. Además,
razones humanitarias imponen que, así como se debe excluir el castigo de
quienes padecen enfermedades graves o terminales, de mujeres embarazadas,
personas discapacitadas, madres y padres que sean únicos encargados de menores
o discapacitados, igual tratamiento merecen los adultos mayores.
IV.
Consideraciones sobre algunas formas de criminalidad que lesionan gravemente la
dignidad de las personas y el bien común
Algunas
formas de criminalidad, perpetradas por civiles, lesionan gravemente la
dignidad de las personas y el bien común.
Muchas de ellas jamás podrían ser cometidas sin la colaboración, activa
u omisiva, de las autoridades públicas.
IV. a) Sobre el
delito de trata de personas
La
esclavitud, incluida la trata de personas, es reconocida en su faz de crimen
contra la humanidad y como crimen de guerra, tanto por el derecho internacional
como por muchas legislaciones nacionales.
Sin embargo, aun cuando no se verifiquen ninguna de esas dos hipótesis
extremas, estos crímenes integran las más graves afrentas a la dignidad de la
persona humana.
Y
puesto que no es posible cometer un delito tan complejo como el tráfico de
personas sin la complicidad, por acción o por omisión, de los Estados, es
evidente que, cuando los esfuerzos por prevenirlo y combatirlo no son
suficientes, también estamos frente a un crimen contra la humanidad. Más aún cuando quienes deben proteger a las
personas y garantizar su libertad, colaboran, protegen o encubren a quienes
comercian con seres humanos; en esos casos, los Estados son responsables frente
a sus ciudadanos y frente a la comunidad internacional.
Como
es sabido, las definiciones acerca de qué es el delito de genocidio, los
crímenes contra la humanidad y los crímenes de guerra, son producto de la época
en que fueron elaboradas, y expresan no solo las preocupaciones excluyentes de
ese entonces, sino también la coyuntura política y la relación de fuerzas del
momento.
No
se trata de restar importancia al contexto en que se realizan las conductas que
la comunidad internacional define como crímenes contra la humanidad, sino de
reconocer que existen otros tanto o más graves que la existencia de un grupo de
personas que se pretende destruir, o de una parte de la población civil a la
que se dirige un plan de ataque generalizado o sistemático.
Más
de mil millones de personas están atrapadas en la pobreza absoluta. Mil quinientos millones de personas no tienen
acceso a saneamiento, agua potable, electricidad, educación básica o al sistema
de salud, y deben soportar carencias económicas incompatibles con una vida
digna[1]. Aunque el número total de
personas en esta situación pudo haber disminuido en los últimos años, su
vulnerabilidad se ha incrementado, debido a las mayores dificultades que deben
enfrentar para salir de esa situación.
Ello se debe a la cada vez mayor cantidad de personas que vive en países
en conflicto, estimada en mil quinientos millones. Cuarenta y cinco millones de
personas se vieron forzadas a huir por situaciones de violencia o persecución
solo en 2012; de ellas, quince millones son refugiados, la cifra más alta en
dieciocho años.
El
setenta por ciento de estas personas son mujeres. Además se estima que siete de
cada diez personas que mueren de hambre en el mundo son mujeres y niñas[2].
Este
contexto constituye, claramente, una situación tanto o más grave que el ataque
generalizado o sistemático dirigido contra una población civil determinada: el
ataque es dirigido, por acción o por omisión, contra un cuarto de la población
total del planeta, la más vulnerable, y dentro de ella, especialmente contra
los más débiles: las mujeres y los niños.
Tampoco
resulta difícil encontrar a los responsables últimos de esta realidad, cuando
la mitad de la riqueza global está en manos del uno por ciento de la población
mundial.
IV) b. Sobre el
delito de corrupción
La
obscena concentración de la riqueza global es posible, a su vez, por la
connivencia de servidores públicos con los poderes concentrados. La corrupción es ella también un proceso de
muerte: cuando la vida muere, hay corrupción.
Pocas
cosas son más difíciles que resquebrajar un corazón corrupto. “Acumula riquezas para sí y no es rico a los
ojos de Dios” (Lucas 12, 21). Cuando la
situación personal del corrupto se torna complicada, él conoce todas las
coartadas para escabullirse como lo hizo el administrador sobornado (Lucas 16,
1-8).
El
corrupto camina por la vida por los atajos del ventajismo, con cara de "yo
no fui”, llegando a introyectar su personaje de hombre honesto. El corrupto no puede aceptar la crítica,
descalifica a quien la hace, procura descabezar cualquier autoridad moral que
pueda cuestionarlo, desvaloriza a los demás y arremete con el insulto contra
quienes piensan distinto. Si la relación
de fuerzas lo permite, persigue a quienes lo contradicen.
La
corrupción se expresa en una atmósfera de triunfalismo porque el corrupto se
cree un ganador. En ese ambiente, se siente con ínfulas para rebajar a los
demás. El corrupto no conoce la fraternidad o la amistad, sino la complicidad y
la enemistad.
El corrupto no percibe su
corrupción. Sucede lo que con el mal aliento: difícilmente se percate de ello
el que lo tiene. Son otros quienes lo sienten y se lo deben decir. Por ello
difícilmente el corrupto pueda salir de su estado por remordimiento interno.
La
corrupción es un mal mayor que el pecado.
Más que perdonado, el mal debe ser curado. La corrupción se ha naturalizado al punto de
llegar a constituir un estado personal y social ligado a la costumbre, una
práctica habitual en las transacciones comerciales, y financieras, en las
licitaciones públicas, en toda negociación que involucre a agentes del Estado.
Es la victoria de las apariencias sobre la realidad, y de la desfachatez
impúdica sobre la discreción honrada.
Sin
embargo, el Señor no se cansa de llamar a las puertas de los corruptos. La
corrupción nada puede hacer contra la esperanza.
¿Y qué puede
hacer el derecho penal contra la corrupción? (pregunta Francisco y el mismo
responde)
Son
muchas ya las convenciones y tratados internacionales en la materia, y han
proliferado las figuras delictivas orientadas a proteger no tanto a los
ciudadanos, que en definitiva son sus víctimas últimas - en particular, los más
vulnerables - sino a resguardar los intereses de los actores de los mercados
económicos y financieros.
El
castigo penal es selectivo. Como he
dicho en otras oportunidades, es como una red que atrapa solamente a los peces
pequeños, mientras que deja a los grandes libres en el mar. Su aplicación, por lo tanto, debe ser hecha
con cautela. Así, un mayor celo en la
persecución de los delitos de corrupción de los servidores públicos puede
derivar en una ola de procesos penales
por llamadas telefónicas a familiares desde el lugar de trabajo, o por el hurto
de algunas hojas de papel usadas para imprimir materiales de estudio.
Las
formas de corrupción que deben perseguirse con la mayor severidad son aquellas
que causan graves daños sociales, ya sea en cuestiones económicas y sociales -
como ser, graves defraudaciones contra la administración pública o el ejercicio
desleal de la administración confiada - como en todo tipo de obstaculización
del accionar de la justicia con miras a procurar la impunidad por las fechorías
propias o las de terceros.
V. Conclusión
La
cautela en la aplicación de la pena pública debe ser el principio rector de los
sistemas penales, y la plena vigencia y operatividad del principio pro homine
debe garantizar que los Estados no estén habilitados, jurídica o fácticamente,
a subordinar el respeto de la dignidad de la persona humana a cualquier otra
finalidad, aun cuando se procure alcanzar
algún tipo de utilidad social. El
respeto de la dignidad humana no solo debe operar como límite a la
arbitrariedad y los excesos de los agentes estatales, sino como criterio
orientador para la persecución y represión de aquellas conductas que
representan los más graves ataques a la dignidad e integridad de la persona
humana.
[1] 2014 Human Development Report - Sustaining
Human Progress: Reducing Vulnerabilities and Building Resilience, UNPD.
[2]
Fondo de las Naciones Unidas para las Mujeres (UNIFEM).
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