La
figura de Dámaso López, ‘El Licenciado’, emerge en el cartel de Sinaloa un año
después de la detención del narcotraficante más buscado de México
JUAN
DIEGO QUESADA
El País, Eldorado 3 FEB 2015
En
una peluquería de a dos dólares el corte cuelga de la pared una fotografía de
Benjamín Gil, una leyenda del béisbol mexicano. El dueño no pierde más de cinco
minutos en cada cliente. Aplica la maquinilla sin piedad en las cabezas de
hombres con botas y sombrero vaquero que llegaron con greñas y se marchan como
reclutas. En medio de la faena explica cómo funcionan las cosas por aquí. “Él”,
dice retocando unas patillas, “ya sabe que usted está ahí, sentadito en ese
sofá”. En este pueblo llamado Eldorado, la presencia de Dámaso López Núñez, El
Lic, uno de los herederos de Joaquín El Chapo Guzmán, es invisible pero en
ocasiones se materializa: el barbero señala a la calle, en concreto a una
camioneta blanca de cuya ventanilla asoma un tipo que toma notas mientras echa
un vistazo. Al sentirse observado, emprende la marcha y desaparece.
La
sierra es el territorio más íntimo del cártel de Sinaloa. Los agricultores
llevan décadas vendiendo sus cosechas de marihuana y adormidera a los ejecutivos
de esta especie de Amazon de la droga, capaces de entregar cualquier cargamento
en cualquier lugar en tiempo récord. En ese contexto pedregoso y hostil amasó
su fortuna El Chapo, detenido hace casi un año. Sin embargo, El Licenciado,
alguien que no desentonaría en el consejo de administración de una empresa, ha
concentrado su estructura en una ciudad llana, de carácter más urbanita:
Eldorado. Un núcleo poblacional del extrarradio de Culiacán visible en el
horizonte por las señales de humo que emite un ingenio azucarero.
El
Lic nació aquí 48 años atrás. La mayoría de las calles están sin asfaltar y el
polvo que levanta el viento y los carros de caballos que hacen de taxis se
cuela por todas partes. Su padre, Don Dámaso, fue recaudador de impuestos y
presidente de los ganaderos de la región. En 2007 fue elegido síndico -enlace
con el Ayuntamiento de Culiacán- y construyó un puente que une la apartada
comunidad de Portaceli, de donde era originario, con la carretera principal.
Don Dámaso murió en el ejercicio de sus funciones. Cerca del puente está el
mausoleo en el que está sepultado: un enorme edificio blanco coronado por una
cruz. Hay cámaras de seguridad en el exterior y el interior tiene cocina, aire
acondicionado y asientos de piel. “Se preocupó por darle una buena educación a
sus hijos”, cuenta un conocido de la familia.
Dámaso
López, El Lic
El
Lic estudió con las monjas carmelitas y después Derecho en la Universidad de
Occidente. Su primer trabajo -en 1991- fue como policía de la fiscalía de Sinaloa.
Llegó a dirigir, según el periódico El Universal, un programa de detección de
prófugos de la justicia. En el turbio ambiente de las comisarías corruptas fue
ascendiendo hasta que ingresó en el aparato federal de prisiones. Ostentó
varios cargos secundarios, con sueldos de 600 dólares, hasta ocupar un puesto
directivo en la prisión de Puente Grande. Uno de los internos de este penal de
máxima seguridad era el Chapo, detenido en Guatemala en 1993. El viagra, el
alcohol y las prostitutas inundaron las celdas. El Chapo se fugó de la cárcel
en 2001 con ayuda de El Lic, y este, que había renunciado al trabajo porque no
le satisfacían las vacaciones y el salario, según su carta de despido, ingresó
de lleno en el negocio de la droga.
La
única fotografía pública de El Lic es la imagen borrosa de un hombre de ojos
pequeños, frente despejada y perilla. Es de hace una década. Tiene un hijo, el
Mini-lic, todo un narcojunior. En redes sociales hace gala de una vida de lujos
y excesos: leopardos, armas y jóvenes con su apodo escrito en los pechos. Su
nombre circuló como uno de los posibles sucesores del Chapo, su padrino. “Es un
morro (joven) solo preocupado por la farándula, no está metido en el negocio.
Ni remotamente es un líder”, analiza un experto en crimen organizado. Los
narcocorridos lo ensalzan pero en Sinaloa casi nada es lo que parece. Tras la
caída del Chapo, los capos vanidosos que antes querían ser protagonistas de
canciones que agrandaran su mito piden ahora a los compositores que escriban
sobre sus rivales para que las autoridades se les echen encima.
En
la camino que conecta Culiacán y Eldorado se suceden cruces en memoria de los
muertos en carretera. Una de estas estructuras de cemento recuerda la desgracia
de un hijo del Lic que se estrelló contra un rancho. El chico llevaba un
crucifijo, un regalo familiar que alguien le arrancó del cuello tras el
accidente. Lo tuvo que hacer algún ladrón convencido de que el oro no sirve de
nada al otro lado del espejo. Al día siguiente, de una casa a otra de Eldorado,
amaneció colgada una pancarta. El padre del muchacho reclamaba a la vista de
todos la devolución de la cruz. Primero con palabras, más tarde con plomo.
Desde entonces, dice la gente del pueblo, ni los buitres se atreven a husmear
en los bolsillos de los cadáveres.
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