La
industria criminal en México/ Guillermo Trejo es profesor asociado de Ciencia Política en la Universidad de Notre Dame y fellow del Kellogg Institute for International Studies.
El
País |15 de octubre de 2014
Todo
parece indicar que el Gobierno municipal y el crimen organizado actuaron de
manera coordinada en el artero asesinato de seis estudiantes normalistas y la
desaparición forzada de 43 de sus compañeros en la ciudad de Iguala, en el
sureño Estado mexicano de Guerrero. En medio del duelo, la indignación y la
movilización nacional el país se pregunta sobre las razones que llevaron a un Gobierno
local dominado por el crimen organizado a ordenar una masacre de estudiantes
pertenecientes a uno de los colectivos sociales más antiguos y combativos del
país.
Si
el principal negocio del crimen organizado en México es el tráfico de drogas
hacia los Estados Unidos, ¿por qué asesinar estudiantes que no tienen ninguna
relación con el negocio?
Para
entender los motivos represores del crimen organizado hay que empezar por
reconocer uno de los cambios más importantes en la industria criminal de los
últimos años: en Estados como Guerrero, Michoacán y Tamaulipas, el crimen
organizado ya no solo intenta monopolizar el trasiego de la droga sino que
ahora ha pasado a una nueva fase en la que uno de sus grandes objetivos es la
toma del poder local, apoderarse de los municipios y sus recursos y extraer la
riqueza local a través de la tributación forzada.
En
zonas del país donde diferentes grupos criminales se disputan el control del
tráfico de droga, para sufragar estos conflictos el crimen organizado fue
paulatinamente expandiendo su acción a industrias extractivas de recursos
naturales —la toma clandestina de gasolina, petróleo y gas— y de riqueza humana
—la extorsión y el secuestro—. En esta nueva estrategia los grupos criminales encontraron
un nuevo y valioso botín: el municipio y sus contribuyentes. Como lo demuestra
la terrible experiencia de Michoacán, el crimen organizado se apropiaba del 30%
del presupuesto anual de obra pública de los municipios; exigía que los
contratos de obra pública se otorgaran a constructoras bajo su control; y
cobraba el 20% de la nómina salarial de la burocracia local. Pero la
infiltración del municipio fue más allá: los grupos criminales se apoderaron de
los catastros públicos municipales donde obtenían información fidedigna que les
permitiera extorsionar con mayor eficacia a los hoteles, restaurantes y
pequeños negocios de las ciudades bajo su dominio.
Para
apoderarse de los municipios y sus contribuyentes, los grupos criminales
empezaron por doblegar a las autoridades locales. Mediante el soborno o la
coerción, fueron subordinando a los presidentes municipales en las zonas de
conflicto. Aunque en el imaginario nacional está más presente el soborno y la
corrupción de los alcaldes, hay también una larga lista de autoridades
municipales, candidatos y activistas políticos locales que han sufrido
atentados o han sido asesinados por el crimen organizado. Con un equipo en la
Universidad de Notre Dame, mi colega Sandra Ley y yo hemos identificado más de
300 atentados y ejecuciones de autoridades locales por parte del crimen
organizado en los últimos seis años. Los Estados vecinos de Michoacán y
Guerrero encabezan la lista con más de un tercio del total de ataques y en
Guerrero las zonas Norte, Tierra Caliente, Costa Grande y Centro son los focos
de la violencia. En estos municipios, donde ser autoridad pública se ha
convertido en un empleo de alto riesgo, el crimen organizado ha empezado a
postular a sus propios candidatos, como parece haber sido el caso del alcalde
de Iguala.
Para
lograr la hegemonía local, los grupos del crimen organizado requieren de una
sociedad desarticulada y aterrorizada, incapaz de cuestionar y desobedecer los
dictados de las autoridades de facto. Por ello los criminales buscan establecerse
en zonas con poca organización social. Pero cuando las zonas estratégicas para
el trasiego y la producción de droga están en lugares donde operan fuertes
movimientos sociales y comunitarios —como Iguala—, los grupos criminales
intentan doblegar a los colectivos sociales mediante la compra de sus líderes o
mediante la represión selectiva y ejecuciones ejemplares.
La
masacre de los estudiantes normalistas de Ayotzinapa fue una acción estratégica
y premeditada para sembrar el terror y doblegar a los grupos de la sociedad
civil que en Iguala y en municipios aledaños participaban en distintos procesos
de articulación social —incluyendo policías comunitarias— para hacerle frente a
las extorsiones, secuestros y asesinatos por parte del crimen organizado y de las
autoridades públicas a su servicio.
La
masacre fue un acto de reconstitución del poder local; una acción barbárica
mediante la cual el grupo criminal Guerreros Unidos quiso dejarle en claro a
los movimientos sociales de la región quién era el mandamás. Fue, también, una
ejecución ejemplar para incentivar a los ciudadanos y a los pequeños y medianos
empresarios y comerciantes de la región a continuar pagando el “derecho de
piso” y con ello consolidar la toma criminal del poder en la zona.
Estos
intentos despóticos de reconstituir el poder local mediante la violencia
barbárica son posibles por la protección informal que los grupos del crimen
organizado han venido tejiendo y retejiendo por décadas en las procuradurías
estatales, en las policías ministeriales, en los ministerios públicos, en las
prisiones y en las delegaciones estatales de la Procuraduría General de la
República (PGR). Aunque en México hoy se vea al municipio como el eslabón más
débil de la gobernanza nacional y se le identifique como la guarida desde donde
opera el crimen organizado con el cobijo de las autoridades locales, en
múltiples entrevistas con exgobernadores de diferentes partidos —incluidos
exmandatarios de Michoacán y Guerrero— insistentemente he escuchado que las
policías ministeriales en los Estados están fuertemente infiltradas por el
crimen organizado. Son ellas las que hacen posible la impunidad criminal en los
municipios y facilitan la reconstitución de facto del poder local.
Estos
actos brutales de reconstitución del poder local en Guerrero son posibles,
también, por la larga historia de impunidad de la que han gozado los
gobernantes del Estado desde los años dorados del autoritarismo priista hasta
nuestros días. La brutalidad de la guerra sucia de los Gobiernos del PRI en contra
de grupos guerrilleros y estudiantiles disidentes de los años setenta alcanzó
en el caso específico de Guerrero niveles equiparables a las guerras sucias de
Chile y Argentina. Pero estos actos quedaron impunes y la misma clase política
que asesinó a disidentes sociales se ha mantenido en el poder bajo el cobijo
del PRI y ahora de la izquierda partidista. Aunque el mundo ha cambiado y
México y Guerrero han cambiado, la impunidad es la constante. Y esa impunidad
hace posible las matanzas de Aguas Blancas y El Charco y ahora la ignominia de
Iguala.
En
Guerrero, gobernantes y criminales, ya sea separados o coludidos, saben que
atacar a la ciudadanía e intentar eliminar a grupos sociales disidentes son
crímenes que no se castigan. Cuando el alcalde de Iguala o su secretario de
Seguridad o el subsecretario ordenaron los disparos en contra de los
estudiantes y entregaron a los detenidos a los sicarios para que dispusieran de
ellos, tenían, tristemente, una larga historia de impunidad de su lado. Cuando
los sicarios de Guerreros Unidos torturaron, desaparecieron o ultimaron a los
estudiantes, se cobijaron tras el manto protector de la impunidad. Es la
impunidad lo que le permite igualmente al gobernante que al criminal asesinar
sin chistar.
En
la masacre de Iguala convergen pasado, presente y futuro. Entender la masacre
solamente como un repudiable acto del crimen organizado es atender al presente
sin entender el pasado. Pero interpretar este abominable hecho solamente como
un crimen de Estado es mirar al presente con ojos del pasado. Para evitar que
la masacre derive en un estallido social, el Gobierno federal y la sociedad
civil tendrán que atender tanto lo criminal —en toda su nueva complejidad ahora
que los grupos criminales quieren reconstituir la política local— como lo
estatal —con la dificultad que conlleva que el Estado se vea en el espejo de la
violencia—. Lo cierto es que un mejor futuro para Guerrero se podrá fincar
solamente cuando le pongamos fin a una larga historia de impunidad política que
alimenta y le da vida a un presente de violencia criminal.
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