Pinches ideas/Ibsen Martínez es escritor.
El País | 1 de julio de 2015
Para irnos entendiendo traeré
una anécdota del cantautor de salsa panameño Rubén Blades.
Es México, DF, son los años
noventa y Blades canta en un gran anfiteatro. El auditorio se divide, a partes
iguales y mutuamente excluyentes, en “güelfos ideológicos” y “gibelinos
bailadores”.
Quienes bailan al son montuno
de Buscando guayaba no están para las consignas antiimperialistas de, por
ejemplo, Tiburón (“Si lo ven que viene, ¡palo al Tiburón! / Pa’ que no se coma
a nuestra hermana El Salvador”). Y viceversa.
De pronto, cesa el baile y se
escuchan los compases iniciales de El padre Antonio y su monaguillo, Andrés,
auténtica elegía a la muerte de Monseñor Óscar Arnulfo Romero, abaleado por
sicarios en San Salvador, en 1980.
En este introito a una de sus
más célebres canciones de protesta, Blades improvisa un discurso político que
inflama a los ideológicos y desinfla a los bailadores. “En América Latina”,
dice Blades, “podrán matar a las personas, pero nunca podrán matar las ideas”.
A lo que un frustrado bailador, con una rezongona copa de más, responde
gritando: “¡Ojalá mataran a todas las pinches ideas y dejaran tranquilas a las
personas, güey!”.
Pues bien, las pinches ideas
son parientes cercanas de las que Paul Krugman, ganador del premio Nobel de
Economía en 2008, llama “ideas zombis”.
Según Krugman, una idea zombi
es toda proposición económica “tan concienzudamente refutada, tanto por el
análisis como por una masa de evidencia, que debería estar muerta, pero no lo
está porque sirve a propósitos políticos, apela a los prejuicios, o ambas
cosas”.
La diferencia específica
entre las ideas zombis y muchas pinches ideas progresistas latinoamericanas
radica en que las zombis están bien muertas y solo resta enterrarlas. En
cambio, las pinches ideas están vivas, andan sueltas y en muchas ocasiones
tienden a matar en proporciones genocidas.
Considérese la idea del
delincuente como víctima rebelde, como “bandido social”, para usar la expresión
del historiador británico Eric Hobsbawm. Resulta catastrófica como guía de
políticas públicas que busquen sofocar la violencia criminal en un país de más
de 28 millones que, en los 15 años de régimen chavista, registra ya 225.000
muertes violentas y donde, tan solo el año pasado, ocurrieron 25.000 homicidios
impunes.
Pretender ver en un
niño-sicario del microtráfico a alguien que puede ser persuadido de entregar su
pistola Glock 9 milímetros a cambio de un ejemplar de Las venas abiertas de
América Latina puede parecer ingenuo misticismo moral, pero eso es justamente
lo que proponía Chávez cuando, en su reality show, Aló, presidente, invitaba a
los imberbes y despiadados malandros que siembran la muerte en Venezuela a
convertirse en entrenadores de baloncesto en las barriadas marginadas de
Caracas.
Mézclese semejante ñoñería
con lo que va quedando de cierta marxista teoría del reflejo “¿Somos lo que
vemos en las series gringas de TV?”, y tendremos la ordenanza de Nicolás Maduro
prohibiendo la importación de videojuegos de contenido violento, causantes,
según sus avispados viceministros, de la propensión de nuestros asaltantes a
descerrajar un promedio de 15 disparos en la humanidad de sus víctimas.
¿Quién está matando a los
venezolanos a ritmo de vértigo? ¿Quiénes son verdaderamente sus implacables,
sañudos asesinos? Obviamente, aunque las cifras de muerte nos pongan detrás de
Honduras en cuanto a número de homicidios por cada 100.000 habitantes, no hay
en mi país un conflicto armado abierto semejante al de Colombia, con ejércitos
claramente antagonistas. Tampoco es asimilable nuestra violencia a los patrones
asociados al narcotráfico que imperan en México o Centroamérica.
¿Qué distingue, pues, la violencia
criminal venezolana de las demás matanzas que ocurren en otras comarcas de
nuestro sanguinario continente?
Las respuestas son complejas,
provienen de distintos submundos, con dinámicas muy dispares que confluyen
todas en el demencial matadero que es hoy mi país. Una de esas dinámicas
responde a otra pinche idea: la del “pueblo en armas” como disuasivo de cualquier
golpe de Estado contra la revolución bolivariana.
A comienzos del año pasado,
grupos paramilitares de despliegue rápido, desplazándose por las ciudades en
motocicletas de gran cilindrada, causaron la muerte de más de 40 manifestantes
de oposición. Apoyados con dinero y material bélico por el Gobierno, han sido
valorados desde siempre, primero por Chávez, y luego por sus actuales herederos
políticos, como “garantes de la paz”.
La conformación de estos
grupos trasluce una intensa polinización cruzada entre un Gobierno
ostensiblemente militar, la fuerza de choque paramilitar ¿irregulares llamados
“colectivos”?, el nutrido lumpen del “micronarco” y, last but not least, un
dantesco inframundo penitenciario, regido desde las cárceles por temidos capos
que ordenan secuestros, asaltos, motines carcelarios y, desde luego, la
contrata de sicarios. En un mismo colectivo pueden convivir todas estas
categorías.
Añadamos demografía y escala
a lo arriba dicho: en Venezuela actúan cerca de 12.000 bandas y circulan entre 7
y 12 millones de armas cortas y de guerra.
La idea del “pueblo en armas”
ha alentado un descomunal gasto militar, incontrolado y corrupto, que
desembozadamente surte de sofisticadas armas de guerra al hampa común. La
corrupción de las policías, tanto nacionales como provinciales, y la perversión
de la rama judicial, fomentan la universal impunidad de los delitos de sangre,
al punto de que menos del 1% del cuarto de millón de homicidios registrados
desde 1999 han sido policialmente resueltos, mucho menos desembocado en
detenciones, imputaciones, juicios ni sentencias firmes.
Resultado de todo esto es que
el hampa disputa ya a los cuerpos policiales, desmoralizados cuando no
corruptos, no solo el control de populosas favelas y extensas zonas suburbanas,
sino también potestades tributarias.
Es en medio de esta anómica
efusión de sangre que transcurre la degradante crisis de abastecimiento, la
desenfrenada espiral de hiperinflación y el implacable acoso a toda forma de
protesta, por pacífica que ella sea. Mientras tanto, los legatarios de Chávez,
calibanes convertidos en talibanes, perseveran ofuscadamente en prolongar la
crisis terminal una pinche idea: el socialismo del siglo XXI.
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