El
País | 2 de agosto de 2015..
La
noticia habla de una biblioteca de Helsinki que a conseguido multiplicar en
poco tiempo el número de sus usuarios. Kari Lämsä, su director, pensó que para
conseguirlo tenía que cambiar el concepto de una biblioteca seria y aburrida,
lo más parecido a un inmenso almacén alejado de la vida, por otra más
participativa y alegre. Su proyecto se ha transformado en un modelo a seguir
por otras bibliotecas estatales de Finlandia. Y es que en esas bibliotecas no
solo se va a leer, se puede bailar, coser a máquina, dormir la siesta y asistir
a conciertos. Nada que ver, sigue contándonos la noticia, con esas bibliotecas
de siempre cuya quietud y solemnidad recuerdan el interior de los conventos y
las iglesias.
¿Tiene
sentido esto o nos estamos volviendo locos? Lämsä afirma que la razón de su
éxito es haber creado una biblioteca refractaria al silencio. Pero ¿se puede
leer sin silencio, sin quietud? Aún más, ¿uno de los problemas más graves de
nuestra época no es nuestra incapacidad creciente para permanecer en silencio?
No digo que esté mal que la gente baile, cosa a máquina, acuda a conciertos o a
clases de cocina, pero ¿una biblioteca es el lugar para hacerlo?
Nadie
duda que el libro esté sufriendo una profunda crisis. Los profesionales del
sector hablan sin cesar sobre qué hacer para resolverla, y nadie ha dado con la
solución a un problema que más que con el libro en sí tiene que ver con el tipo
de sociedad y el mundo que hemos creado. Nadie lee poesía, la novela se ha
transformado, en el mejor de los casos, en un mero vehículo de entretenimiento,
los teatros sobreviven con dificultad, y el cine trata de conjurar el lacerante
espectáculo de sus salas vacías inclinándose cada vez más al espectáculo
audiovisual. Y ¿qué decir de la cultura misma? Ha hecho tabula rasa de todo
aquello que alimentó durante siglos los sueños y los pensamientos de los
hombres. ¿Alguien lee hoy en día la Odisea o la Ilíada, el Amadís de Gaula o
los preciosos sermones de san Bernardo, “Miel en la boca, cántico en el oído,
júbilo en el corazón”, así decía el monje cisterciense que debían ser las
palabras que se elevaban a Dios. ¿Qué ha pasado en nuestro tiempo para que
sintamos un desinterés tan absoluto por lo que hicieron y pensaron los hombres
y mujeres que nos precedieron? No es extraño que seres inquietos como Kari
Lämsä hagan malabarismo para conjurar esta dolorosa desmemoria. Las nuevas
bibliotecas ya no son iglesias, proclaman. Pero ¿es tan malo que se les
parezcan un poco? A los niños y niñas de mi generación se les enseñaba a
respetar el silencio. No podíamos hablar en las capillas, en las salas de
estudio, cuando venían las visitas. El silencio era indisociable de las salas
de cine, de los espacios de lectura, de los juegos solitarios, de la noche. Era
el tiempo de la ensoñación, de la espera de lo inesperado, el tiempo de atender
las otras voces del mundo: las voces de los aventureros, de los locos, las voces
de los héroes y de los perseguidos.
El
personaje de un cuento Heinrich Böll se dedica a coleccionar silencios. Le ha
tocado vivir en una época y en un país terrible, la Alemania de después de la
guerra, y trabaja en la radio. Una de sus tareas es preparar las cintas
grabadas para su emisión. Él debe revisarlas, y hacer cortes, para evitar las
pausas innecesarias. Pero no tira esos trozos, los guarda en una caja con la
intención de volver a unirlos un día y obtener así una cinta en que lo único
que se oiga es el silencio. La hermosa parábola no ha perdido su vigencia, pues
no creo que haya existido un tiempo en que el silencio esté más desvalorizado
que hoy. Los medios de comunicación han transformado al hombre contemporáneo en
un ser cada vez más parlanchín y desinhibido, que no tiene problemas en opinar
sobre lo primero que se le ponga a tiro. ¿Supone esto que hoy día las palabras
estén más valoradas que nunca? Más bien sucede lo contrario, y pocas veces las
palabras y las ideas han valido menos. Puede que el antídoto sea actuar como el
personaje del cuento de Heinrich Böll, y leer es una manera de hacerlo. ¿No
consiste justo en eso la lectura: en coleccionar silencios? El silencio es el
espacio de la reflexión, pero también del pudor. Por eso todos los que guardan
algo valioso hablan en susurros, atentos a esas otras voces que cuentan la
verdadera historia de lo que somos.
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