Luchar
contra la corrupción no acabará con la pobreza/Ricardo
Hausmann
Project
Syndicate | 24 de julio de 2015…
Los
países son pobres porque tienen gobiernos corruptos. Y, a menos de que de que
sean capaces de garantizar que los recursos públicos no van a ser desviados y
de que el poder público no va a ser empleado con fines de lucro personal,
continuarán siendo pobres, ¿no es así?
Ciertamente,
es tentador creer lo anterior. Al fin y al cabo, ésta es una narrativa que
claramente vincula la promesa de la prosperidad con la lucha contra la
injusticia. Según lo expresara el Papa Francisco en su reciente viaje a América
Latina: “la corrupción es la polilla, la gangrena de un pueblo“. Los corruptos
merecen ser “atados a una piedra y arrojados al mar“.
Es
posible que así sea. Pero ello no hará que sus países sean más prósperos.
Consideremos
los datos. Probablemente la mejor forma de medir la corrupción sea a través del
Indicador de Control de Corrupción, publicado por el Banco Mundial desde 1996
para más de 180 países. Este indicador muestra que si bien las naciones ricas
tienden a ser menos corruptas que las más pobres, los países que son
relativamente menos corruptos para su nivel de desarrollo, como Ghana, Costa
Rica o Dinamarca, no crecen más rápidamente que otros.
Y
los países que mejoran su posición en el indicador, como Zambia, Macedonia,
Uruguay o Nueva Zelanda, tampoco crecen más rápido. En contraste, como lo
sugiere el Indicador de Efectividad Gubernamental del Banco Mundial, los países
que, dado su nivel de desarrollo, tienen gobiernos relativamente efectivos o
mejoran sus resultados, de hecho tienden a crecer de manera más rápida.
Por
alguna razón – que probablemente tenga que ver con la naturaleza de lo que
Jonathan Haidt, de New York University, ha llamado nuestras “mentes virtuosas”
– nuestros sentimientos morales están fuertemente relacionados con un sentido
de empatía frente al daño y a la injusticia. Es más fácil movilizarse en contra
de la injusticia que a favor de la justicia. Nos entusiasma más luchar contra
el mal – por ejemplo, el hambre y la pobreza – que a favor del bien, por
ejemplo, el tipo de crecimiento y desarrollo que crea una abundancia de
alimentos y de medios de vida sostenibles.
Algunas
veces, ir del “mal” al “bien” correspondiente, es simplemente cuestión de
semántica: luchar contra el racismo significa luchar por la no discriminación.
Sin embargo, en el caso de la corrupción, que es un mal producido por la falta
de un bien, atacar el mal es muy diferente de crear el bien.
El
bien es un estado capaz: una burocracia que puede proteger al país y a su
pueblo, mantener la paz, hacer cumplir reglas y contratos, proporcionar
infraestructura y servicios sociales, regular la actividad económica,
comprometerse con obligaciones inter-temporales de manera creíble, y crear una
política tributaria que permita financiar todo lo anterior. La falta de un
estado capaz es lo que causa tanto la pobreza y el retraso como la corrupción:
la incapacidad de evitar que los funcionarios públicos, a menudo en colusión
con otros miembros de la sociedad, subviertan la toma de decisiones para
obtener beneficio personal.
Se
podría argumentar que reducir la corrupción conlleva la creación de un estado
capaz; el bien se crearía a partir de la lucha contra el mal. Pero, ¿es así? Es
frecuente que profesores y enfermeras falten a su trabajo, pero esto no
significa que si no lo hicieran, los resultados serían mucho mejores. Es
posible que los policías dejen de exigir sobornos, pero no por ello mejorarían
sus capacidades para atrapar delincuentes y disminuir la criminalidad. La
reducción de las coimas no implica que existe la capacidad para administrar
contratos de concesiones ni recaudar impuestos.
Fuera
de encarcelar a algunos corruptos, las medidas para combatir la corrupción
típicamente comprenden reformas a las normas de adquisiciones, a los sistemas
de gestión de las finanzas públicas, y a la legislación anti corrupción. La
presunción subyacente es que, a diferencia de las antiguas, las nuevas reglas
sí serán cumplidas.
Ésta
no ha sido la experiencia de Uganda. En 2009, bajo presión de los organismos de
cooperación internacional, el gobierno de este país aprobó lo que entonces se
consideró la mejor legislación anti corrupción del mundo; sin embargo, han
continuado decayendo todos sus indicadores de corrupción.
Uganda
no es una excepción. Mi colega de la Universidad de Harvard, Matt Andrews, ha
documentado el fracaso de las reformas a la gestión de las finanzas públicas
diseñadas para evitar el soborno. Pero, las razones a las que obedece este tipo
de fracaso, no son exclusivas de la gestión financiera.
Toda
organización necesita ser percibida como legítima. Se puede crear esta
percepción si la organización logra cumplir las funciones para las que fue
creada, lo que es difícil. Alternativamente, puede recurrir a una estrategia
del mundo natural llamada mimetismo isomorfo: de la misma manera en que una
serpiente no venenosa evoluciona para adquirir un parecido con las especies
venenosas, una organización puede aparentar ser semejante a una institución que
se percibe como legítima en otros ámbitos.
Y
esto es lo que la agenda anti corrupción con frecuencia termina estimulando: la
creación de organizaciones más obsesionadas con cumplir los nuevos y engorrosos
procesos que con lograr las metas para las que fueron concebidas. De acuerdo a
lo que sostienen Lant Pritchett, Michael Woolcock y Matt Andrews, de la
Universidad de Harvard, cuando organizaciones ineptas adoptan “mejores
prácticas”, tales como sistemas de gestión financiera y reglas de
adquisiciones, se distraen demasiado con protocolos que distorsionan las
decisiones como para hacer aquello para lo cual fueron establecidas.
De
acuerdo a lo que ha señalado Francis Fukuyama, uno de los máximos logros de la
civilización humana ha sido el desarrollo de un estado capaz, que rinde cuentas
y se rige por el estado de derecho. Esto supone la creación de un sentido
compartido “del nosotros”, una comunidad imaginada, en cuyo nombre actúa el
estado.
Ésta
no es una tarea fácil cuando las sociedades están profundamente divididas por
cuestiones étnicas, religiosas o de estatus social. En el fondo, ¿para quién es
el estado? ¿Para todos los iraquíes o solamente los chiitas? ¿Para todos los
kenyanos o sólo los kikuyu? ¿Qué puede impedir que el grupo étnico que ejerce
el poder desvíe recursos hacia sí mismo bajo el argumento de que ahora “nos
toca comer“? ¿Por qué aquéllos que están en control del estado no habrían de
transformarlo en su propio patrimonio, como en el caso de Venezuela, donde
después de más de dos años de la muerte del presidente Hugo Chávez, sus hijas
todavía ocupan la residencia presidencial?
La
lucha contra la corrupción nos moviliza a todos porque queremos erradicar el
mal y la injusticia. Pero, debemos recordar que arrojar el mal al mar, no
significa que en nuestras costas vaya a aparecer súbitamente el bien que nos
hace falta.
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