Discurso
histórico ante decenas de líderes del mundo que participan de la 70° Asamblea
General de la ONU.
Fue ovacionado varias veces.
Es
la quinta ocasión en la que un líder religioso católico nterviene en las
Naciones Unidas: “Lo hicieron mis
predecesores Pablo VI en 1965, Juan Pablo II en 1979 y 1995 y, mi más reciente
predecesor, hoy el Papa Emérito Benedicto XVI, en 2008“
Nueva
York, a 25 de septiembre de 2015...
Señor
Presidente,
Señoras
y Señores,
Buenos
días,
Una
vez más, siguiendo una tradición de la que me siento honrado, el Secretario
General de las Naciones Unidas ha invitado al Papa a dirigirse a esta honorable
Asamblea de las Naciones. En nombre propio y en el de toda la comunidad
católica, Señor Ban Ki-moon, quiero
expresarle el más sincero y cordial agradecimiento. Agradezco también sus
amables palabras.
Saludo
asimismo a los Jefes de Estado y de Gobierno aquí presentes, a los Embajadores,
diplomáticos y funcionarios políticos y técnicos que los acompañan, al personal
de las Naciones Unidas empeñado en esta 70 Sesión de la Asamblea General, al
personal de todos los programas y agencias de la familia de la ONU, y a todos
los que de un modo u otro participan de esta reunión. Por medio de ustedes
saludo también a los ciudadanos de todas las naciones representadas en este
encuentro. Gracias por los esfuerzos de todos y de cada uno en bien de la
humanidad.
Esta
es la quinta vez que un Papa visita las Naciones Unidas. Lo hicieron mis predecesores Pablo VI en 1965, Juan Pablo II en 1979 y
1995 y, mi más reciente predecesor, hoy el Papa Emérito Benedicto XVI, en 2008.
Todos ellos no ahorraron expresiones de reconocimiento para la
Organización, considerándola la respuesta jurídica y política adecuada al
momento histórico, caracterizado por la superación tecnológica de las
distancias y fronteras y, aparentemente, de cualquier límite natural a la
afirmación del poder. Una respuesta imprescindible ya que el poder tecnológico,
en manos de ideologías nacionalistas o falsamente universalistas, es capaz de
producir tremendas atrocidades. No puedo por menos que asociarme al aprecio de
mis predecesores, reafirmando la importancia que la Iglesia Católica concede a
esta institución y las esperanzas que pone en sus actividades.
Esta
necesidad de una mayor equidad, vale especialmente para los cuerpos con
efectiva capacidad ejecutiva, como es el caso del Consejo de Seguridad, los
organismos financieros y los grupos o mecanismos especialmente creados para
afrontar las crisis económicas. Esto ayudará a limitar todo tipo de abuso o
usura sobre todo con los países en vías de desarrollo. Los organismos
financieros internacionales han de velar por el desarrollo sostenible de los
países y la no sumisión asfixiante de éstos a sistemas crediticios que, lejos de
promover el progreso, someten a las poblaciones a mecanismos de mayor pobreza,
exclusión y dependencia.
La
labor de las Naciones Unidas, a partir de los postulados del Preámbulo y de los
primeros artículos de su Carta Constitucional, puede ser vista como el
desarrollo y la promoción de la soberanía del derecho, sabiendo que la justicia
es requisito indispensable para obtener el ideal de la fraternidad universal.
En este contexto, cabe recordar que la limitación del poder es una idea
implícita en el concepto de derecho. Dar a cada uno lo suyo, siguiendo la
definición clásica de justicia, significa que ningún individuo o grupo humano
se puede considerar omnipotente, autorizado a pasar por encima de la dignidad y
de los derechos de las otras personas singulares o de sus agrupaciones
sociales. La distribución fáctica del poder (político, económico, de defensa,
tecnológico, etc.) entre una pluralidad de sujetos y la creación de un sistema
jurídico de regulación de las pretensiones e intereses, concreta la limitación
del poder. El panorama mundial hoy nos presenta, sin embargo, muchos falsos
derechos, y –a la vez– grandes sectores indefensos, víctimas más bien de un mal
ejercicio del poder: el ambiente natural y el vasto mundo de mujeres y hombres
excluidos. Dos sectores íntimamente unidos entre sí, que las relaciones
políticas y económicas preponderantes han convertido en partes frágiles de la
realidad. Por eso hay que afirmar con fuerza sus derechos, consolidando la
protección del ambiente y acabando con la exclusión.
Ante
todo, hay que afirmar que existe un verdadero «derecho del ambiente» por un
doble motivo. Primero, porque los seres humanos somos parte del ambiente.
Vivimos en comunión con él, porque el mismo ambiente comporta límites éticos
que la acción humana debe reconocer y respetar. El hombre, aun cuando está
dotado de «capacidades inéditas» que «muestran una singularidad que trasciende
el ámbito físico y biológico» (Laudato si’, 81), es al mismo tiempo una porción
de ese ambiente. Tiene un cuerpo formado por elementos físicos, químicos y
biológicos, y solo puede sobrevivir y desarrollarse si el ambiente ecológico le
es favorable. Cualquier daño al ambiente, por tanto, es un daño a la humanidad.
Segundo, porque cada una de las creaturas, especialmente las vivientes, tiene
un valor en sí misma, de existencia, de vida, de belleza y de interdependencia
con las demás creaturas. Los cristianos, junto a otras religiones monoteístas,
creemos que el universo proviene de una decisión de amor del Creador, que
permite al hombre servirse respetuosamente de la creación para el bien de sus
semejantes y para gloria del Creador, pero que no puede abusar de ella y mucho
menos está autorizado a destruirla. Para todas las creencias religiosas, el
ambiente es un bien fundamental (cf. ibíd., 81).
No hay que perder
de vista, en ningún momento, que la acción política y económica, solo es eficaz
cuando se la entiende como una actividad prudencial, guiada por un concepto
perenne de justicia y que no pierde de vista en ningún momento que, antes y más
allá de los planes y programas, hay mujeres y hombres concretos, iguales a los
gobernantes, que viven, luchan, sufren, y que muchas veces se ven obligados a
vivir miserablemente, privados de cualquier derecho.
Para
que estos hombres y mujeres concretos puedan escapar de la pobreza extrema, hay
que permitirles ser dignos actores de su propio destino. El desarrollo humano
integral y el pleno ejercicio de la dignidad humana no pueden ser impuestos.
Deben ser edificados y desplegados por cada uno, por cada familia, en comunión
con los demás hombres y en una justa relación con todos los círculos en los que
se desarrolla la socialidad humana –amigos, comunidades, aldeas y municipios,
escuelas, empresas y sindicatos, provincias, naciones–. Esto supone y exige el
derecho a la educación –también para las niñas, excluidas en algunas partes–,
derecho a la educación que se asegura en primer lugar respetando y reforzando
el derecho primario de las familias a educar, y el derecho de las Iglesias y de
las agrupaciones sociales a sostener y colaborar con las familias en la
formación de sus hijas e hijos. La educación, así concebida, es la base para la
realización de la Agenda 2030 y para recuperar el ambiente.
Al
mismo tiempo, los gobernantes han de hacer todo lo posible a fin de que todos
puedan tener la mínima base material y espiritual para ejercer su dignidad y
para formar y mantener una familia, que es la célula primaria de cualquier
desarrollo social. Este mínimo absoluto tiene en lo material tres nombres:
techo, trabajo y tierra; y un nombre en lo espiritual: libertad de espíritu,
que comprende la libertad religiosa, el derecho a la educación y todos los otros derechos cívicos.
Por
todo esto, la medida y el indicador más simple y adecuado del cumplimiento de
la nueva Agenda para el desarrollo será el acceso efectivo, práctico e
inmediato, para todos, a los bienes materiales y espirituales indispensables:
vivienda propia, trabajo digno y debidamente remunerado, alimentación adecuada
y agua potable; libertad religiosa, y más en general libertad de espíritu y
educación. Al mismo tiempo, estos pilares del desarrollo humano integral tienen
un fundamento común, que es el derecho a la vida y, más en general, el que
podríamos llamar el derecho a la existencia de la misma naturaleza humana.
La
crisis ecológica, junto con la destrucción de buena parte de la biodiversidad,
puede poner en peligro la existencia misma de la especie humana. Las nefastas
consecuencias de un irresponsable desgobierno de la economía mundial, guiado
solo por la ambición de lucro y del poder, deben ser un llamado a una severa
reflexión sobre el hombre: «El hombre no es solamente una libertad que él se
crea por sí solo. El hombre no se crea a sí mismo. Es espíritu y voluntad, pero
también naturaleza» (Benedicto XVI, Discurso al Parlamento Federal de Alemania,
22 septiembre 2011; citado en Laudato si’, 6). La creación se ve perjudicada
«donde nosotros mismos somos las últimas instancias [...] El derroche de la
creación comienza donde no reconocemos ya ninguna instancia por encima de
nosotros, sino que solo nos vemos a nosotros mismos» (Id., Discurso al Clero de
la Diócesis de Bolzano-Bressanone, 6 agosto 2008; citado ibíd.). Por eso, la
defensa del ambiente y la lucha contra la exclusión exigen el reconocimiento de
una ley moral inscrita en la propia naturaleza humana, que comprende la
distinción natural entre hombre y mujer (cf. Laudato si’, 155), y el absoluto
respeto de la vida en todas sus etapas y dimensiones (cf. ibíd., 123; 136).
Sin
el reconocimiento de unos límites éticos naturales insalvables y sin la
actuación inmediata de aquellos pilares del desarrollo humano integral, el
ideal de «salvar las futuras generaciones del flagelo de la guerra» (Carta de
las Naciones Unidas, Preámbulo) y de «promover el progreso social y un más
elevado nivel de vida en una más amplia libertad» (ibíd.) corre el riesgo de
convertirse en un espejismo inalcanzable o, peor aún, en palabras vacías que
sirven de excusa para cualquier abuso y corrupción, o para promover una
colonización ideológica a través de la imposición de modelos y estilos de vida
anómalos, extraños a la identidad de los pueblos y, en último término,
irresponsables. La guerra es la negación de todos los derechos y una dramática
agresión al ambiente. Si se quiere un verdadero desarrollo humano integral para
todos, se debe continuar incansablemente con la tarea de evitar la guerra entre
las naciones y entre los pueblos.
Para
tal fin hay que asegurar el imperio incontestado del derecho y el infatigable
recurso a la negociación, a los buenos oficios y al arbitraje, como propone la
Carta de las Naciones Unidas, verdadera norma jurídica fundamental. La
experiencia de los 70 años de existencia de las Naciones Unidas, en general, y
en particular la experiencia de los primeros 15 años del tercer milenio,
muestran tanto la eficacia de la plena aplicación de las normas internacionales
como la ineficacia de su incumplimiento. Si se respeta y aplica la Carta de las
Naciones Unidas con transparencia y sinceridad, sin segundas intenciones, como
un punto de referencia obligatorio de justicia y no como un instrumento para
disfrazar intenciones espurias, se alcanzan resultados de paz. Cuando, en
cambio, se confunde la norma con un simple instrumento, para utilizar cuando
resulta favorable y para eludir cuando no lo es, se abre una verdadera caja de
Pandora de fuerzas incontrolables, que dañan gravemente las poblaciones
inermes, el ambiente cultural e incluso el ambiente biológico.
El
Preámbulo y el primer artículo de la Carta de las Naciones Unidas indican los
cimientos de la construcción jurídica internacional: la paz, la solución
pacífica de las controversias y el desarrollo de relaciones de amistad entre
las naciones. Contrasta fuertemente con estas afirmaciones, y las niega en la
práctica, la tendencia siempre presente a la proliferación de las armas,
especialmente las de destrucción masiva como pueden ser las nucleares. Una
ética y un derecho basados en la amenaza de destrucción mutua –y posiblemente
de toda la humanidad– son contradictorios y constituyen un fraude a toda la
construcción de las Naciones Unidas, que pasarían a ser «Naciones unidas por el
miedo y la desconfianza». Hay que empeñarse por un mundo sin armas nucleares,
aplicando plenamente el Tratado de no proliferación, en la letra y en el
espíritu, hacia una total prohibición de estos instrumentos.
El
reciente acuerdo sobre la cuestión nuclear en una región sensible de Asia y
Oriente Medio es una prueba de las posibilidades de la buena voluntad política
y del derecho, ejercidos con sinceridad, paciencia y constancia. Hago votos
para que este acuerdo sea duradero y eficaz y dé los frutos deseados con la
colaboración de todas las partes implicadas. En ese sentido, no faltan duras
pruebas de las consecuencias negativas de las intervenciones políticas y
militares no coordinadas entre los miembros de la comunidad internacional. Por
eso, aun deseando no tener la necesidad de hacerlo, no puedo dejar de reiterar
mis repetidos llamamientos en relación con la dolorosa situación de todo el
Oriente Medio, del norte de África y de otros países africanos, donde los
cristianos, junto con otros grupos culturales o étnicos e incluso junto con
aquella parte de los miembros de la religión mayoritaria que no quiere dejarse
envolver por el odio y la locura, han sido obligados a ser testigos de la
destrucción de sus lugares de culto, de su patrimonio cultural y religioso, de
sus casas y haberes y han sido puestos en la disyuntiva de huir o de pagar su
adhesión al bien y a la paz con la propia vida o con la esclavitud.
Estas
realidades deben constituir un serio llamado a un examen de conciencia de los
que están a cargo de la conducción de los asuntos internacionales. No solo en
los casos de persecución religiosa o cultural, sino en cada situación de conflicto,
como en Ucrania, en Siria, en Irak, en Libia, en Sudán del Sur y en la región
de los Grandes Lagos, hay rostros concretos antes que intereses de parte, por
legítimos que sean. En las guerras y conflictos hay seres humanos singulares,
hermanos y hermanas nuestros, hombres y mujeres, jóvenes y ancianos, niños y
niñas, que lloran, sufren y mueren. Seres humanos que se convierten en material
de descarte cuando solo la actividad consiste solo en enumerar problemas,
estrategias y discusiones.
Como
pedía al Secretario General de las Naciones Unidas en mi carta del 9 de agosto
de 2014, «la más elemental comprensión de la dignidad humana obliga a la
comunidad internacional, en particular a través de las normas y los mecanismos
del derecho internacional, a hacer todo lo posible para detener y prevenir
ulteriores violencias sistemáticas contra las minorías étnicas y religiosas» y
para proteger a las poblaciones inocentes.
En
esta misma línea quisiera hacer mención a otro tipo de conflictividad no siempre
tan explicitada pero que silenciosamente viene cobrando la muerte de millones
de personas. Otra clase de guerra que viven muchas de nuestras sociedades con
el fenómeno del narcotráfico. Una guerra «asumida» y pobremente combatida. El
narcotráfico por su propia dinámica va acompañado de la trata de personas, del
lavado de activos, del tráfico de armas, de la explotación infantil y de otras
formas de corrupción. Corrupción que ha penetrado los distintos niveles de la
vida social, política, militar, artística y religiosa, generando, en muchos
casos, una estructura paralela que pone en riesgo la credibilidad de nuestras
instituciones.
Comencé
esta intervención recordando las visitas de mis predecesores.
Quisiera
ahora que mis palabras fueran especialmente como una continuación de las
palabras finales del discurso de Pablo VI, pronunciado hace casi exactamente 50
años, pero de valor perenne, cito: «Ha llegado la hora en que se impone una
pausa, un momento de recogimiento, de reflexión, casi de oración: volver a
pensar en nuestro común origen, en nuestra historia, en nuestro destino común.
Nunca, como hoy, [...] ha sido tan necesaria la conciencia moral del hombre,
porque el peligro no viene ni del progreso ni de la ciencia, que, bien
utilizados, podrán [...] resolver muchos de los graves problemas que afligen a
la humanidad» (Discurso a los Representantes de los Estados, 4 de octubre de
1965).
Entre
otras cosas, sin duda, la genialidad humana, bien aplicada, ayudará a resolver
los graves desafíos de la degradación ecológica y de la exclusión. Continúo con
Pablo VI: «El verdadero peligro está en el hombre, que dispone de instrumentos
cada vez más poderosos, capaces de llevar tanto a la ruina como a las más altas
conquistas» (ibíd.). Hasta aquí Pablo VI.
La
casa común de todos los hombres debe continuar levantándose sobre una recta
comprensión de la fraternidad universal y sobre el respeto de la sacralidad de
cada vida humana, de cada hombre y cada mujer; de los pobres, de los ancianos,
de los niños, de los enfermos, de los no nacidos, de los desocupados, de los
abandonados, de los que se juzgan descartables porque no se los considera más
que números de una u otra estadística. La casa común de todos los hombres debe
también edificarse sobre la comprensión de una cierta sacralidad de la
naturaleza creada.
Que Dios los
bendiga a Todos
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