Nueva York, 24 de septiembre de 2015.
Homilía del papa Francisco en Vísperas con sacerdotes y religiosas en la Catedral de San Patricio, en Nueva
York.
Antes de su homilía, dio su pésame a los musulmanes por la tragedia en la Meca en Arabia
Saudita en donde murieron más de 700 personas.
Dos
sentimientos tengo hoy para con nuestros hermanos islámicos. Primero, mi saludo
por celebrarse hoy el Día del Sacrificio. Hubiera querido que mi saludo fuera
más caluroso según los sentimientos, que
es mi cercanía, mi cercanía ante la tragedia que su pueblo ha sufrido hoy en la
Meca.
En este momento de oración, me
uno, nos unimos en la plegaria a Dios nuestro Padre Todopoderoso y
misericordioso.
El texto completo de las palabras del Santo Padre:
Muchos
lo hicieron a costa de grandes sacrificios y con una caridad heroica. Pienso,
por ejemplo, en Santa Isabel Ana Seton, cofundadora de la primera escuela
católica gratuita para niñas en los Estados Unidos, o en San Juan Neumann,
fundador del primer sistema de educación católica en este País.
Esta
tarde, queridos hermanos y hermanas, he venido a rezar con ustedes, sacerdotes,
consagrados, consagradas, para que nuestra vocación siga construyendo el gran
edificio del Reino de Dios en este País. Sé que ustedes, como cuerpo
presbiteral, junto con el Pueblo de Dios, recientemente han sufrido mucho a
causa de la vergüenza provocada por tantos hermanos que han herido y
escandalizado a la Iglesia en sus hijos más indefensos.
Con
las palabras del Apocalipsis, les digo que ustedes «vienen de la gran
tribulación» (7,13). Los acompaño en este tiempo de dolor y dificultad, así
como agradezco a Dios el servicio que realizan acompañando al Pueblo de Dios.
Con el propósito de ayudarles a seguir en el camino de la fidelidad a
Jesucristo, y me permito hacer dos breves reflexiones.
La
primera se refiere al espíritu de gratitud. La alegría de los hombres y mujeres
que aman a Dios atrae a otros; los sacerdotes y los consagrados están llamados
a descubrir y manifestar un gozo permanente por su vocación. La alegría brota
de un corazón agradecido. Verdaderamente, hemos recibido mucho, tantas gracias,
tantas bendiciones, y nos alegramos. Nos hará bien volver sobre nuestra vida
con la gracia de la memoria. Memoria de aquel primer llamado, memoria del
camino recorrido, memoria de tantas gracias recibidas y sobre todo memoria del
encuentro con Jesucristo en tantos momentos a lo largo del camino. Memoria del
asombro que produce en nuestro corazón el encuentro con Jesucristo. Hermanas y
hermanos, consagradas y sacerdotes. Pedid la gracia de la memoria para hacer
crecer el espíritu de gratitud. Preguntémonos: ¿Somos capaces de enumerar las
bendiciones recibidas? ¿O me las he olvidado?.
Un
segundo aspecto es el espíritu de laboriosidad. Un corazón agradecido busca
espontáneamente servir al Señor y llevar un estilo de vida de trabajo intenso.
El recuerdo de lo mucho que Dios nos ha dado nos ayuda a entender que la
renuncia a nosotros mismos para trabajar por Él y por los demás es el camino
privilegiado para responder a su gran amor.
Sin
embargo, y para ser honestos, tenemos que reconocer con qué facilidad se puede
apagar este espíritu de generoso sacrificio personal. Esto puede suceder de dos
maneras, y las dos maneras son ejemplo de la «espiritualidad mundana», que nos
debilita en nuestro camino de mujeres y hombres consagrados y consagradas, de
servicio y oscurece la fascinación, el estupor del primer encuentro con
Jesucristo.
Podemos
caer en la trampa de medir el valor de nuestros esfuerzos apostólicos con los
criterios de la eficiencia, de la funcionalidad y del éxito externo, que rige
el mundo de los negocios. Ciertamente, estas cosas son importantes. Se nos ha
confiado una gran responsabilidad y justamente por ello el Pueblo de Dios espera
de nosotros una correspondencia. Pero el verdadero valor de nuestro apostolado
se mide por el que tiene a los ojos de Dios. Ver y valorar las cosas desde la
perspectiva de Dios exige que volvamos constantemente al comienzo de nuestra
vocación y –no hace falta decirlo– exige una gran humildad. La cruz nos indica
una forma distinta de medir el éxito: a nosotros nos corresponde sembrar, y
Dios ve los frutos de nuestras fatigas. Si alguna vez nos pareciera que
nuestros esfuerzos y trabajos se desmoronan y no dan fruto, tenemos que
recordar que nosotros seguimos a Jesucristo, cuya vida, humanamente hablando,
acabó en un fracaso: en el fracaso de la cruz.
El
otro peligro surge cuando somos celosos de nuestro tiempo libre. Cuando
pensamos que las comodidades mundanas nos ayudarán a servir mejor. El problema
de este modo de razonar es que se puede ahogar la fuerza de la continua llamada
de Dios a la conversión, al encuentro con Él. Poco a poco, pero de forma
inexorable, disminuye nuestro espíritu de sacrificio, nuestro espíritu de
renuncia y de trabajo. Y además nos aleja de las personas que sufren la pobreza
material y se ven obligadas a hacer sacrificios más grandes que los nuestros,
sin ser consagrados.
El
descanso es necesario, así como un tiempo para el ocio y el enriquecimiento
personal, pero debemos aprender a descansar de manera que aumente nuestro deseo
de servir generosamente. La cercanía a los pobres, a los refugiados, a los
inmigrantes, a los enfermos, a los explotados, a los ancianos que sufren la
soledad, a los encarcelados y a tantos otros pobres de Dios nos enseñará otro
tipo de descanso, más cristiano y generoso.
Gratitud
y laboriosidad: estos son los dos pilares de la vida espiritual que deseaba
compartir con ustedes sacerdotes, religiosas y religiosos esta tarde. Les doy
las gracias por sus oraciones y su trabajo, así como por los sacrificios
cotidianos que realizan en los diversos campos de apostolado. Muchos de ellos
sólo los conoce Dios, pero dan mucho fruto a la vida de la Iglesia.
Quisiera,
de modo especial, expresar mi admiración y mi gratitud a las religiosas de los
Estados Unidos. ¿Qué sería de la Iglesia sin ustedes? Mujeres fuertes,
luchadoras; con ese espíritu de coraje que las pone en la primera línea del
anuncio del Evangelio. A ustedes, religiosas, hermanas y madres de este pueblo,
quiero decirles «gracias», un «gracias» muy grande y decirles también que las
quiero mucho.
Sé
que muchos de ustedes están afrontando el reto que supone la adaptación a un
panorama pastoral en evolución. Al igual que San Pedro, les pido que, ante
cualquier prueba que deban enfrentar, no pierdan la paz y respondan como hizo
Cristo: dio gracias al Padre, tomó su cruz y miró hacia delante.
Queridos
hermanos y hermanas, dentro de poco, en unos minutos, cantaremos el Magníficat.
Pongamos en las manos de la Virgen María la obra que se nos ha confiado;
unámonos a su acción de gracias al Señor por las grandes cosas que ha hecho y
que seguirá haciendo en nosotros y en quienes tenemos el privilegio de servir.
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