La homilía del Papa en la misa de canonización de fray Junípero
Serra
Francisco
elogió las virtudes del nuevo santo. Durante su labor evangelizadora, el
misionero de origen español "buscó defender la dignidad de la comunidad
nativa" de California
El
papa Francisco elevó a los altares a fray Junípero Serra, el primer santo
hispano en EU, en una ceremonia que ha tenido lugar este miércoles 23 de septiembre en el Santuario Nacional de la Inmaculada Concepción.
Es la primera vez que un Papa preside una canonización en Estados Unidos, y es la primera vez en su vida que el Santo Padre visita el país norteamericano.
La ceremonia comenzó hacia las 16:30 horas, previamente, Francisco había recorrido el interior del templo repleto de feligreses, rezó ante el Sagrario y dejó flores al pie de la imagen de la Virgen María.
En su homilía, el Santo Padre recordó que Fray Junípero Serra “tuvo un lema que inspiró sus pasos y plasmó su vida: supo decir, pero especialmente supo vivir diciendo: ‘siempre adelante’”.
Texto íntegro de la homilía del Santo Padre en la
misa de canonización:
«Alégrense
siempre en el Señor. Repito: Alégrense» (Flp 4,4). Una invitación que golpea
fuerte nuestra vida. «Alégrense» nos dice Pablo con una fuerza casi imperativa.
Una invitación que se hace eco del deseo que todos experimentamos de una vida
plena, una vida con sentido, una vida con alegría. Es como si Pablo tuviera la
capacidad de escuchar cada uno de nuestros corazones y pusiera voz a lo que
sentimos y vivimos. Hay algo dentro de nosotros que nos invita a la alegría y a
no conformarnos con placebos que siempre quieren contentarnos.
Pero
a su vez, vivimos las tensiones de la vida cotidiana. Son muchas las
situaciones que parecen poner en duda esta invitación. La propia dinámica a la
que muchas veces nos vemos sometidos parece conducirnos a una resignación
triste que poco a poco se va transformando en acostumbramiento, con una
consecuencia letal: anestesiarnos el corazón.
No
queremos que la resignación sea el motor de nuestra vida, ¿o lo queremos?; no
queremos que el acostumbramiento se apodere de nuestros días, ¿o sí?. Por eso
podemos preguntarnos, ¿cómo hacer para que no se nos anestesie el corazón?
¿Cómo profundizar la alegría del Evangelio en las diferentes situaciones de
nuestra vida?
Jesús
lo dijo a los discípulos de ayer y nos lo dice a nosotros: ¡vayan!, ¡anuncien!
La alegría del evangelio se experimenta, se conoce y se vive solamente dándola,
dándose.
El
espíritu del mundo nos invita al conformismo, a la comodidad; frente a este
espíritu humano «hace falta volver a sentir que nos necesitamos unos a otros,
que tenemos una responsabilidad por los demás y por el mundo» (Laudato si’,
229). Tenemos la responsabilidad de anunciar el mensaje de Jesús. Porque la
fuente de nuestra alegría «nace de ese deseo inagotable de brindar
misericordia, fruto de haber experimentado la infinita misericordia del Padre y
su fuerza difusiva» (Evangelii gaudium, 24). Vayan todos a anunciar ungiendo y
a ungir anunciando.
A
esto el Señor nos invita hoy y nos dice: La alegría el cristiano la experimenta
en la misión: «Vayan a las gentes de todas las naciones» (Mt 28,19).
La
alegría el cristiano la encuentra en una invitación: Vayan y anuncien.
La
alegría el cristiano la renueva, la actualiza con una llamada: Vayan y unjan.
Jesús
los envía a todas las naciones. A todas las gentes. Y en ese «todos» de hace
dos mil años estábamos también nosotros. Jesús no da una lista selectiva de
quién sí y quién no, de quiénes son dignos o no de recibir su mensaje, y su
presencia. Por el contrario, abrazó siempre la vida tal cual se le presentaba.
Con rostro de dolor, hambre, enfermedad, pecado. Con rostro de heridas, de sed,
de cansancio. Con rostro de dudas y de piedad. Lejos de esperar una vida
maquillada, decorada, trucada, la abrazó como venía a su encuentro. Aunque
fuera una vida que muchas veces se presenta derrotada, sucia, destruida. A
«todos» dijo Jesús, a todos vayan y anuncien; a toda esa vida como es y no como
nos gustaría que fuese, vayan y abracen en mi nombre. Vayan al cruce de los
caminos, vayan... a anunciar sin miedo, sin prejuicios, sin superioridad, sin
purismos a todo aquel que ha perdido la alegría de vivir, vayan a anunciar el
abrazo misericordioso del Padre. Vayan a aquellos que viven con el peso del
dolor, del fracaso, del sentir una vida truncada y anuncien la locura de un
Padre que busca ungirlos con el óleo de la esperanza, de la salvación. Vayan a
anunciar que el error, las ilusiones engañosas, las equivocaciones, no tienen
la última palabra en la vida de una persona. Vayan con el óleo que calma las
heridas y restaura el corazón.
La
misión no nace nunca de un proyecto perfectamente elaborado o de un manual muy
bien estructurado y planificado; la misión siempre nace de una vida que se
sintió buscada y sanada, encontrada y perdonada. La misión nace de experimentar
una y otra vez la unción misericordiosa de Dios.
La
Iglesia, el Pueblo santo de Dios, sabe transitar los caminos polvorientos de la
historia atravesados tantas veces por conflictos, injusticias y violencia para
ir a encontrar a sus hijos y hermanos. El santo Pueblo fiel de Dios, no teme al
error; teme al encierro, a la cristalización en elites, al aferrarse a las
propias seguridades. Sabe que el encierro en sus múltiples formas es la causa
de tantas resignaciones.
Por
eso, «salgamos, salgamos a ofrecer a todos la vida de Jesucristo» (Evangelii
gaudium, 49). El Pueblo de Dios sabe involucrarse porque es discípulo de Aquel
que se puso de rodillas ante los suyos para lavarles los pies (cf. ibíd., 24).
Hoy
estamos aquí, podemos estar aquí, porque hubo muchos que se animaron a
responder a esta llamada, muchos que creyeron que «la vida se acrecienta
dándola y se debilita en el aislamiento y la comodidad» (Documento de
Aparecida, 360). Somos hijos de la audacia misionera de tantos que prefirieron
no encerrarse «en las estructuras que nos dan una falsa contención... en las
costumbres donde nos sentimos tranquilos, mientras afuera hay una multitud
hambrienta» (Evangelii gaudium, 49). Somos deudores de una tradición, de una
cadena de testigos que han hecho posible que la Buena Nueva del Evangelio siga
siendo generación tras generación Nueva y Buena.
Y
hoy recordamos a uno de esos testigos que supo testimoniar en estas tierras la
alegría del Evangelio, Fray Junípero Serra. Supo vivir lo que es «la Iglesia en
salida», esta Iglesia que sabe salir e ir por los caminos, para compartir la
ternura reconciliadora de Dios. Supo dejar su tierra, sus costumbres, se animó
a abrir caminos, supo salir al encuentro de tantos aprendiendo a respetar sus
costumbres y peculiaridades. Aprendió a gestar y a acompañar la vida de Dios en
los rostros de los que iba encontrando haciéndolos sus hermanos. Junípero buscó
defender la dignidad de la comunidad nativa, protegiéndola de cuantos la habían
abusado. Abusos que hoy nos siguen provocando desagrado, especialmente por el
dolor que causan en la vida de tantos.
Tuvo
un lema que inspiró sus pasos y plasmó su vida: supo decir, pero sobre todo
supo vivir diciendo: «siempre adelante». Esta fue la forma que Junípero
encontró para vivir la alegría del Evangelio, para que no se le anestesiara el
corazón. Fue siempre adelante, porque el Señor espera; siempre adelante, porque
el hermano espera; siempre adelante, por todo lo que aún le quedaba por vivir;
fue siempre adelante. Que, como él ayer, hoy nosotros podamos decir: «siempre
adelante».
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Al finalizar la ceremonia, el Papa Francisco regaló un cáliz a la Arquidiócesis de Washington y depositó un Rosario a los pies de la imagen de la Virgen María que acompañó la ceremonia.
La fórmula de canonización
El Papa declaró santo a fray Junípero con esta fórmula:
En honor a la Santísima Trinidad,
para exaltación de la fe católica
y crecimiento de la vida cristiana,
con la autoridad de nuestro Señor Jesucristo,
de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo y la Nuestra,
después de haber reflexionado largamente,
invocando muchas veces la ayuda divina
y oído el parecer
de numerosos hermanos en el episcopado,
declaramos y definimos Santo
al Beato Junípero Serra
y lo inscribimos en el Catálogo de los Santos,
y establecemos que en toda la Iglesia
sea devotamente honrado entre los Santos.
En el nombre del Padre y del Hijo Y del Espíritu Santo.
Amén.
¿Quién fue Fray Junípero Serra?
Junípero Serra Ferrer nació el 24 de noviembre de 1713 en Petra, Mallorca (España). A los 16 años se convirtió en fraile.
En 1749 y motivado por su celo evangelizador partió, junto con veinte misioneros franciscanos, hacia el Virreinato de la Nueva España, nombre colonial de México.
Allí impulsó su labor misionera en el Colegio de Misioneros de San Fernando. Luego de seis meses recibió la aprobación del Virrey para iniciar su misión en Sierra Gorda, un territorio montañoso donde ya habían fracasado algunos franciscanos. En este lugar permaneció 9 años.
En 1767, Carlos III decretó la expulsión de todos los miembros jesuitas de los dominios de la corona, lo que incluía al Virreinato de Nueva España. Los jesuitas, que atendían la población indígena y europea de las Californias, fueron sustituidos por 16 misioneros de la orden de los franciscanos encabezados por fray Junípero.
La comitiva salió de la ciudad de México el 14 de julio de 1767 y embarcó por el puerto de San Blas rumbo a la península de Baja California. Tras una corta travesía arribaron a Loreto, sede de la Misión de Nuestra Señora de Loreto, que es considerada la madre de las misiones de la Alta y Baja California.
Una vez que llegó la comitiva a la península, determinaron seguir explorando la Alta California para llevar la luz del Evangelio a la población indígena. El 3 de julio se erigió la Misión de San Carlos de Borromeo.
En julio de 1771 se estableció la Misión de San Antonio de Padua y en agosto la de San Gabriel, que se encuentra en la actual área metropolitana de Los Ángeles.
El 1 de septiembre de 1772 fundó la misión de San Luis Obispo de Tolosa. Los misioneros catequizaban a los indígenas, les enseñaban nociones de agricultura, ganadería y albañilería, les proporcionaban semillas y animales y les asesoraban en el trabajo de la tierra.
Junípero Serra falleció en la Misión de San Carlos Borromeo (Monterrey, California), el 28 de agosto de 1784. Sus restos se encuentran en la Basílica de esta misma misión.
San Juan Pablo II lo beatificó en 1988 y será proclamado Santo hoy 23 de septiembre por el Papa Francisco en Estados Unidos.
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