Queridos Hermanos en el Episcopado:
Jorge
Mario Bergoglio se reunió la mañana de este miércoles 23 de septiembre con sus
“hermanos en el episcopado” de Estados Unidos. La cita fue en la Catedral de San Mateo
Apóstol, en Washington DC. En EU existe la segunda Conferencia del episcopado más grande del mundo –la primera
es Brasil-; son 457 los obispos que la componen.
El
papa Francisco, que llegó a la Catedral procedente de la Casa Blanca.
Habló
en italiano, en la mañana con el presidente Obama lo hizo en el idioma inglés. Abordó varios temas, como la misión del obispo, la manera en que deben acercarse a los fieles, el cuidado de los más frágiles como los no nacidos y los ancianos; así como el tema de los inmigrantes, las víctimas del terrorismo, de las guerras, de la violencia y del tráfico de drogas.
De
entrada y fuera del discurso se dirigió a la comunidad judía..“Antes que nada -comienza el papa -
quisiera enviar un saludo a la comunidad hebrea, a nuestros hermanos, que hoy
celebran el Yom Kipur, que el Señor
los bendiga con paz y que los haga salir adelante en la vida de la santidad,
según esto que hoy hemos escuchado de Su Palabra. ‘Sean santos, porque yo soy santo’».
Y de inmediato le pidió a los obispos no utilicen un “lenguaje belicoso“y que no se limiten solo a “consignas y anuncios externos“, porque hay que “conquistar espacio en el corazón de los hombres“, y de las mujeres también..
Habla
en un párrafo a la herida todavía abierta de los escándalos de la pederastia. “Estoy
consciente de la valentía con la que han afrontado momentos oscuros de su
recorrido eclesial, sin temer auto-críticas ni evitar humillaciones y
sacrificios, sin ceder al miedo de despojarse de todo lo que es secundario con
tal de volver a adquirir la autoridad y la confianza exigida “a los sacerdotes.
Concluye
su discurso con un consejo y con una palabra de aliento en relación con la
acogida de los migrantes: “ acójanlos sin miedo. Ofrézcanles el calor del amor de Cristo y descifrarán el misterio de su corazón. Estoy seguro de que, una vez más, esta gente enriquecerá a su País y a su Iglesia“
Un discurso largo..
El
discurso completo...
Queridos
Hermanos en el Episcopado:
Viendo
con los ojos y con el corazón sus rostros de Pastores, quisiera saludar también
a las Iglesias que amorosamente llevan sobre sus hombros; y les ruego
encarecidamente que, por medio de ustedes, mi cercanía humana y espiritual
llegue a todo el Pueblo de Dios diseminado en esta vasta tierra.
El
corazón del Papa se dilata para incluir a todos. Ensanchar el corazón para dar
testimonio de que Dios es grande en su amor es la sustancia de la misión del
Sucesor de Pedro, Vicario de Aquel que en la cruz extendió los brazos para
acoger a toda la humanidad. Que ningún miembro del Cuerpo de Cristo y de la
nación americana se sienta excluido del abrazo del Papa. Que, donde se
pronuncie el nombre de Jesús, resuene también la voz del Papa para confirmar:
«¡Es el Salvador!».
Desde
sus grandes metrópolis de la costa oriental hasta las llanuras del midwest,
desde el profundo sur hasta el ilimitado oeste, en cualquier lugar donde su
pueblo se reúna en asamblea eucarística, que el Papa no sea un nombre que se
repite por fuerza de la costumbre, sino una compañía tangible destinada a
sostener la voz que sale del corazón de la Esposa: «¡Ven, Señor!».
Cuando
echan una mano para realizar el bien o llevar al hermano la caridad de Cristo,
para enjugar una lágrima o acompañar a quien está solo, para indicar el camino
a quien se siente perdido o para fortalecer a quien tiene el corazón
destrozado, para socorrer a quien ha caído o enseñar a quien tiene sed de
verdad, para perdonar o llevar a un nuevo encuentro con Dios... sepan que el
Papa los acompaña y los ayuda, pone también él su mano –vieja y arrugada pero,
gracias a Dios, capaz todavía de apoyar y animar– junto a las suyas.
Mi
primera palabra es de agradecimiento a Dios por el dinamismo del Evangelio que
ha hecho que la Iglesia de Cristo crezca con fuerza en estas tierras y le ha
permitido ofrecer su aportación generosa, en el pasado y en la actualidad, a la
sociedad estadounidense y al mundo.
Aprecio
vivamente y agradezco conmovido su generosidad y solidaridad con la Sede
Apostólica y con la evangelización en tantas sufridas partes del mundo. Me
alegro del firme compromiso de su Iglesia a favor de la vida y de la familia,
motivo principal de mi visita. Sigo con atención el enorme esfuerzo que
realizan para acoger e integrar a los inmigrantes que siguen llegando a Estados
Unidos con la mirada de los peregrinos que se embarcan en busca de sus
prometedores recursos de libertad y prosperidad. Admiro los esfuerzos que
dedican a la misión educativa en sus escuelas a todos los niveles y a la
caridad en sus numerosas instituciones. Son actividades llevadas a cabo muchas
veces sin que se reconozca su valor y sin apoyo y, en todo caso, heroicamente
sostenidas con la aportación de los pobres, porque esas iniciativas brotan de
un mandato sobrenatural que no es lícito desobedecer.
Conozco
bien la valentía con que han afrontado momentos oscuros en su itinerario
eclesial sin temer a la autocrítica ni evitar humillaciones y sacrificios, sin
ceder al miedo de despojarse de cuanto es secundario con tal de recobrar la
credibilidad y la confianza propia de los Ministros de Cristo, como desea el
alma de su pueblo. Sé cuánto les ha hecho sufrir la herida de los últimos años,
y he seguido de cerca su generoso esfuerzo por curar a las víctimas, consciente
de que, cuando curamos, también somos curados, y por seguir trabajando para que
esos crímenes no se repitan nunca más.
Les
hablo como Obispo de Roma, llamado por Dios –siendo ya mayor– desde una tierra también
americana, para custodiar la unidad de la Iglesia universal y para animar en la
caridad el camino de todas las Iglesias particulares, para que progresen en el
conocimiento, en la fe y en el amor a Cristo. Leyendo sus nombres y apellidos,
viendo sus rostros, consciente de su alto sentido de la responsabilidad
eclesial y de la devoción que han profesado siempre al Sucesor de Pedro, tengo
que decirles que no me siento forastero entre ustedes.
También
yo vengo de una tierra vasta, inmensa y no pocas veces informe, que como la de
ustedes, ha recibido la fe del bagaje de los misioneros. Conozco bien el reto
de sembrar el Evangelio en el corazón de hombres procedentes de mundos
diversos, a menudo endurecidos por el arduo camino recorrido antes de llegar. No
me es ajeno el cansancio de establecer la Iglesia entre llanuras, montañas,
ciudades y suburbios de un territorio a menudo inhóspito, en el que las
fronteras siempre son provisionales, las respuestas obvias no perduran y la
llave de entrada requiere conjugar el esfuerzo épico de los pioneros
exploradores con la sabiduría prosaica y la resistencia de los sedentarios que
controlan el territorio alcanzado. Como cantaba uno de sus poetas: «Alas
fuertes e incansables», pero también la sabiduría de quien «conoce las
montañas».
No
les hablo sólo yo. Mi voz está en continuidad con la de mis Predecesores. Desde
los albores de la «nación americana», cuando apenas acabada la revolución fue
erigida la primera diócesis en Baltimore, la Iglesia de Roma los ha acompañado
y nunca les ha faltado su constante asistencia y su aliento. En los últimos
decenios, tres de mis venerados Predecesores les han visitado, entregándoles un
notable patrimonio de magisterio todavía actual, que ustedes han utilizado para
orientar programas pastorales con visión de futuro, para guiar a esta querida
Iglesia.
No
es mi intención trazar un programa o delinear una estrategia. No he venido para
juzgarles o para impartir lecciones. Confío plenamente en la voz de Aquel que
«enseña todas las cosas» (cf. Jn 14,26). Permítanme tan sólo, con la libertad
del amor, que les hable como un hermano entre hermanos. No pretendo decirles lo
que hay que hacer, porque todos sabemos lo que el Señor nos pide. Prefiero más
bien realizar de nuevo ese esfuerzo –antiguo y siempre nuevo– de preguntarnos
por los caminos a seguir, los sentimientos que hemos de conservar mientras
trabajamos, el espíritu con que tenemos que actuar. Sin ánimo de ser
exhaustivo, comparto con ustedes algunas reflexiones que considero oportunas
para nuestra misión.
Somos
obispos de la Iglesia, pastores constituidos por Dios para apacentar su grey.
Nuestra mayor alegría es ser pastores, y nada más que pastores, con un corazón
indiviso y una entrega personal irreversible. Es preciso custodiar esta alegría
sin dejar que nos la roben. El maligno ruge como un león tratando de devorarla,
arruinando todo lo que estamos llamados a ser, no por nosotros mismos, sino por
el don y al servicio del «Pastor y guardián de nuestras almas» (1 P 2,25).
La
esencia de nuestra identidad se ha de buscar en la oración asidua, en la
predicación (cf. Hch 6,4) y el apacentar (cf. Jn 21,15-17; Hch 20,28-31).
No
una oración cualquiera, sino la unión familiar con Cristo, donde poder
encontrar cotidianamente su mirada y escuchar la pregunta que nos dirige a
todos: «¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?» (Mc 3,32). Y poderle
responder serenamente: «Señor, aquí está tu madre, aquí están tus hermanos. Te
los encomiendo, son aquellos que tú me has confiado». La vida del pastor se
alimenta de esa intimidad con Cristo.
No
una predicación de doctrinas complejas, sino el anuncio gozoso de Cristo,
muerto y resucitado por nosotros. Que el estilo de nuestra misión suscite en
cuantos nos escuchan la experiencia del «por nosotros» de este anuncio: que la
Palabra dé sentido y plenitud a cada fragmento de su vida, que los sacramentos
los alimenten con ese sustento que no se pueden proporcionar a sí mismos, que
la cercanía del Pastor despierte en ellos la nostalgia del abrazo del Padre.
Estén
atentos a que la grey encuentre siempre en el corazón del Pastor esa reserva de
eternidad que ansiosamente se busca en vano en las cosas del mundo. Que
encuentren siempre en sus labios el reconocimiento de su capacidad de hacer y
construir, en la libertad y la justicia, la prosperidad de la que esta tierra
es pródiga. Pero que no falte sereno valor de confesar que es necesario buscar
no «el alimento que perece, sino el que perdura para la vida eterna» (Jn 6,27).
No
apacentarse a sí mismos, sino saber retroceder, abajarse, descentrarse, para
alimentar con Cristo a la familia de Dios. Vigilar sin descanso, elevándose
para abarcar con la mirada de Dios a la grey que sólo a él pertenece. Elevarse
hasta la altura de la Cruz de su Hijo, el único punto de vista que abre al
pastor el corazón de su rebaño.
No
mirar hacia abajo, a la propia autoreferencialidad, sino siempre hacia el
horizonte de Dios, que va más allá de lo que somos capaces de prever o
planificar. Vigilar también sobre nosotros mismos, para alejar la tentación del
narcisismo, que ciega los ojos del pastor, hace irreconocible su voz y su gesto
estéril. En las muchas posibilidades que se abren en su solicitud pastoral, no
olviden mantener indeleble el núcleo que unifica todas las cosas: «Lo hicieron
conmigo» (Mt 25,31.45).
Ciertamente
es útil al obispo tener la prudencia del líder y la astucia del administrador,
pero nos perdemos inexorablemente cuando confundimos el poder de la fuerza con
la fuerza de la impotencia, a través de la cual Dios nos ha redimido. Es necesario
que el obispo perciba lúcidamente la batalla entre la luz y la oscuridad que se
combate en este mundo. Pero, ay de nosotros si convertimos la cruz en bandera
de luchas mundanas, olvidando que la condición de la victoria duradera es
dejarse despojarse y vaciarse de sí mismo (cf. Flp 2,1-11).
No
nos resulta ajena la angustia de los primeros Once, encerrados entre cuatro
paredes, asediados y consternados, llenos del pavor de las ovejas dispersas
porque el pastor ha sido abatido. Pero sabemos que se nos ha dado un espíritu
de valentía y no de timidez. Por tanto, no es lícito dejarnos paralizar por el
miedo.
Sé
bien que tienen muchos desafíos, que a menudo es hostil el campo donde siembran
y no son pocas las tentaciones de encerrarse en el recinto de los temores, a
lamerse las propias heridas, llorando por un tiempo que no volverá y preparando
respuestas duras a las resistencias ya de por sí ásperas.
Y,
sin embargo, somos artífices de la cultura del encuentro. Somos sacramento
viviente del abrazo entre la riqueza divina y nuestra pobreza. Somos testigos
del abajamiento y la condescendencia de Dios, que precede en el amor incluso
nuestra primera respuesta.
El
diálogo es nuestro método, no por astuta estrategia sino por fidelidad a Aquel
que nunca se cansa de pasar una y otra vez por las plazas de los hombres hasta
la undécima hora para proponer su amorosa invitación (cf. Mt 20,1-16).
Por
tanto, la vía es el diálogo entre ustedes, diálogo en sus Presbiterios, diálogo
con los laicos, diálogo con las familias, diálogo con la sociedad. No me
cansaré de animarlos a dialogar sin miedo. Cuanto más rico sea el patrimonio
que tienen que compartir con parresía, tanto más elocuente ha de ser la
humildad con que lo tienen que ofrecer.
No
tengan miedo de emprender el éxodo necesario en todo diálogo auténtico. De lo
contrario no se puede entender las razones de los demás, ni comprender
plenamente que el hermano al que llegar y rescatar, con la fuerza y la cercanía
del amor, cuenta más que las posiciones que consideramos lejanas de nuestras
certezas, aunque sean auténticas. El lenguaje duro y belicoso de la división no
es propio del Pastor, no tiene derecho de ciudadanía en su corazón y, aunque
parezca por un momento asegurar una hegemonía aparente, sólo el atractivo
duradero de la bondad y del amor es realmente convincente.
Es
preciso dejar que resuene perennemente en nuestro corazón la palabra del Señor:
«Tomen mi yugo sobre ustedes y aprendan de mí, que soy manso y humilde de
corazón, y encontrarán descanso para sus almas» (Mt 11,28-29). El yugo de Jesús
es yugo de amor y, por tanto, garantía de descanso. A veces nos pesa la soledad
de nuestras fatigas, y estamos tan cargados del yugo que ya no nos acordamos de
haberlo recibido del Señor. Nos parece solamente nuestro y, por tanto, nos
arrastramos como bueyes cansados en el campo árido, abrumados por la sensación
de haber trabajado en vano, olvidando la plenitud del descanso vinculado
indisolublemente a Aquel que hizo la promesa.
Aprender
de Jesús; mejor aún, aprender a ser como Jesús, manso y humilde; entrar en su
mansedumbre y su humildad mediante la contemplación de su obrar. Poner nuestras
iglesias y nuestros pueblos, a menudo aplastados por la dura pretensión del
rendimiento bajo el suave yugo del Señor. Recordar que la identidad de la
Iglesia de Jesús no está garantizada por el «fuego del cielo que consume» (cf.
Lc 9,54), sino por el secreto calor del Espíritu que «sana lo que sangra, dobla
lo que es rígido, endereza lo que está torcido».
La
gran misión que el Señor nos confía, la llevamos a cabo en comunión, de modo
colegial.
¡Está
ya tan desgarrado y dividido el mundo! La fragmentación es ya de casa en todas
partes. Por eso, la Iglesia, «túnica inconsútil del Señor», no puede dejarse
dividir, fragmentar o enfrentarse.
Nuestra
misión episcopal consiste en primer lugar en cimentar la unidad, cuyo contenido
está determinado por la Palabra de Dios y por el único Pan del Cielo, con el
que cada una de las Iglesias que se nos ha confiado permanece Católica, porque
está abierta y en comunión con todas las Iglesias particulares y con la de
Roma, que «preside en la caridad». Es imperativo, por tanto, cuidar dicha
unidad, custodiarla, favorecerla, testimoniarla como signo e instrumento que,
más allá de cualquier barrera, une naciones, razas, clases, generaciones.
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