Reforma,
5 de octubre de 2015..
El
presidente Peña Nieto tiene una palabra en la boca: populismo. Es el ogro que
quiere descabezar y al que dedica todas las municiones disponibles. Se monta en
cualquier oportunidad para lanzarse en su contra. Ha aprovechado los
compromisos más importantes para denunciar el mal: el populismo es
irresponsabilidad, es polarización, es retraso, es devastación institucional.
La preocupación empieza a parecer obsesiva. Más que su legado, lo que desvela
al Presidente es, al parecer, su sucesor.
Hay
una forma concreta de combatir ese mal: honrar los principios de la democracia
liberal. Cuidar el delicado equilibrio de sus piezas es la mejor manera de
conjurar el peligro. Si Enrique Peña Nieto quiere exorcizar al maligno tiene el
deber de velar por la neutralidad efectiva de las instituciones del Estado. Es
que el populismo se alimenta de ese argumento: el poder público no lo es. Se
presenta como nuestro pero está al servicio de pocos. La convicción central del
populista es, en efecto, que las instituciones son de ellos, no nuestras. Por
eso, si el Presidente quiere desarmar a su enemigo debe cuidar lo que lo
trasciende: los órganos de la imparcialidad. Hoy tiene sobre la mesa una decisión crucial: proponer dos candidatos a
la Suprema Corte de Justicia. Convertir a la Corte en refugio de políticos es
regalarle el mejor argumento al populismo. Es alimentarlo con las razones
que lo encumbran. Ya lo hizo Peña Nieto con su primer nombramiento. Llevó hasta
ese tribunal a un político sin carrera como abogado postulante, sin experiencia
judicial ni trayectoria académica. Fue un golpe a la autoridad de una
institución donde reside el aplomo constitucional. Las primeras intervenciones
del policía-diplomático convertido en juez del supremo han puesto en evidencia
no solamente el arcaísmo de sus convicciones sino, lo que es en realidad más
preocupante, la ligereza jurídica de sus argumentos. Sumar otros dos
nombramientos políticos destruiría no solamente la reputación sino la solvencia
de un órgano crucial para la frágil democracia mexicana.
El
tribunal supremo ha de hablar con una voz, con un lenguaje, con una lógica
propia. El cuidador de la Constitución ha de precisar el idioma de las normas y
ubicar el contorno de los poderes. No es ése un vocabulario que el político de
partido pueda improvisar, no es una lógica que un diputado o un senador pueda
asumir tras vestirse de negro. Si puede aportar equilibrio es precisamente
porque se separa del tráfico de la política ordinaria y del pleito cotidiano de
los partidos. Tan importante es cuidar la integridad técnica del Banco de
México como la autonomía política de la Suprema Corte de Justicia. Si se pide
respeto por el ámbito de la judicatura es porque su función democrática debe
escapar de las rutinarias compensaciones de la clase política.
Nombrar
a un senador (así tenga licencia) como ministro de la Suprema Corte de Justicia
sería otro gravísimo golpe a la última institución del Estado mexicano.
Compensar la aberración con un político del otro partido necesario para sumar
los votos de la ratificación sería confirmar la componenda. Tendrán razón
entonces quienes dicen que las instituciones no son nuestras, son de ellos.
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