Proust y su abuela: una llamada perdida/Vicente Molina Foix.
Publicado en EL PAÍS (www.elpais.com), 29/04/2008;
Una mañana de verano, el marqués Robert de Saint-Loup le propone un experimento a Proust (o cuando menos al narrador de En busca del tiempo perdido que esporádicamente es identificado como Marcel). Saint-Loup, que hace su milicia en la guarnición de Doncières, ha sabido del establecimiento de una línea telefónica entre esa imaginaria ciudad costera y París, y conociendo el gran amor que su joven amigo siente por su abuela, ha previsto que ésta telefonee a una hora fijada de la tarde al nieto, quien para responder a la llamada deberá esperar en la oficina de correos donde se halla el único aparato de Doncières. La conversación anhelada no se produce a la hora convenida, por distintos fallos humanos y técnicos en un servicio aún entonces, la última década del siglo XIX, tentativo y rudimentario.
Pero “como la costumbre tarda tan poco en despojar de su misterio las formas sagradas con que estamos en contacto”, el narrador y protagonista del episodio se incomoda, se decepciona, se indigna, añadiendo a su enfado esta reflexión: “Como todos ahora, no encontraba suficientemente rápida para mi gusto, en sus bruscos cambios, la admirable maravilla (féerie) a que bastan unos instantes para que aparezca a nuestro lado, invisible pero presente, el ser a quien querríamos hablar en el momento en que nuestro capricho lo ha ordenado” (cito por la traducción de Pedro Salinas).
Los caprichos que nos permite la telefonía contemporánea han evolucionado hasta un punto que ni siquiera el clarividente y ansioso Proust imaginó, aunque es de suponer que no todos ellos le habrían satisfecho. ¿Es una paradoja que la ominosa medida recientemente anunciada por Air France, permitiendo el uso del móvil dentro de sus aviones, proceda de la patria del escritor más celoso de la palabra articulada y menos vociferante del mundo?
A mí no me sorprende nada de esa compañía aérea desde que leí Lâcheté d’Air France (Cobardía de Air France), el hilarante pero demoledor panfleto del novelista y redactor de Libération Mathieu Lindon. Los abusos que denunciaba Lindon no tenían que ver con el teléfono sino con el racismo y el atropello de los derechos del usuario por él sufridos, si bien yo mismo podría aportar una pequeña lista, no tan grave, de disgustos en mis contactos con esa firma de bandera francesa que ahora se presenta como la abanderada de un acontecimiento o prodigio feérico. Nadie en Air France, ni en Emirates, Qantas o Ryanair, también a punto de introducir el móvil en el interior de sus ingenios volantes, nos habla sin embargo -como tampoco la Renfe, otra que tal- de lo que hay detrás de ese supuesto gran avance en el tejido de las comunicaciones interpersonales: la codicia avasalladora de las telefónicas que, pagando de su bolsillo (llevan en ello no menos de tres años) las investigaciones tecnológicas pertinentes, buscan, con el acuerdo tácito y tal vez comprado de las compañías aéreas y ferroviarias, lo que casi toda empresa persigue, enriquecerse sin mirar a quién, o mirando sólo a su propio provecho.
En este caso, y salvando las distancias que llevan de lo contingente a lo trascendente, yo hablaría de una invasión (como la de Irak) motivada por los intereses comerciales de unos pocos, la complicidad de los muchos y el daño colateral de unas víctimas sacrificadas en el cruce de fuego entre el lucro y la grosería.
Porque, naturalmente, el dicho inglés, como casi todos los dichos, lleva razón: “It takes two to tango”, el tango no se baila sin el otro, del mismo modo que no hay invasora conversación telefónica sin la persona, hombre o mujer, dispuesta a ponerse a hablar por el móvil en cualquier lugar donde le dejen. Así que, podrían argüir Air France, la Renfe y todas las demás empresas que se apresuran a ofrecernos esta comodidad en sus aviones y trenes, ellos sólo facilitan un servicio, recayendo la culpa en quien hace uso indebido de la misma.
El argumento es falaz, y se estrella contra la evidencia más palmaria de la realidad cotidiana, en la que la inmensa mayoría de viajeros con posibilidad de hacerlo habla constantemente a voz en grito y recibe llamadas timbradísimas sin moverse de su asiento, situado junto al de quienes no hemos comprado, con el precio del billete, la obligación de dejarnos atronar por una melopea (o melonada) telefónica a menudo convertida en el disco rayado de un dignatario mandón o una señora recién enviudada que recibe condolencias. Y digo posibilidad porque hasta hace no mucho en los trenes españoles se aconsejaba hablar sólo en las plataformas, e incluso llegó el AVE a no dar “permiso” para hacerlo en el interior de los convoyes; muy pocos hacían caso de esas normas anunciadas por altavoz al iniciarse el viaje, algún damnificado protestó, y ahora, para evitar el derramamiento de sangre, se ha establecido la permisividad desenfrenada.
Estos desgañitados del tren (y pronto del avión) son, sin embargo, no me cabe duda, personas honradas, honestos padres de familia, ejecutivas competentes, abuelas compasivas que llaman a sus nietecitos igualmente dotados del aparato para desearles suerte en el examen de Lengua. Pero también eran buena gente los que, cuando no había prohibición y, sobre todo, no había castigo, se tomaban unas copas antes de conducir su coche, o se fumaban un puro (en España se sigue haciendo con bastante facilidad) encima del chuletón del vecino de mesa, o, amantes del mar sin aglomeraciones, edificaban en una pequeña cala protegida o, románticos de la picaresca, se saltaban la entrada al metro sin pagar el billete o compraban, compran, la versión pirata fraudulenta de una película en cartel no sólo porque cuesta menos sino “por joder a las multinacionales”.
Únicamente las medidas coactivas podrán, como en esos ilegales casos citados, impedir la proliferación de la que para mí, y ojalá que para muchos más (e interprétese esto, por favor, como una llamada de alistamiento a la resistencia pasiva y, si se hace preciso, a las barricadas), constituye una de las prácticas más desvergonzadas, odiosas y agresivas de la vida social, en breve extensible al reducto aéreo que quedaba libre del telefonazo del telefonino.
La Comunidad Europea, que inspecciona con su aparatosa burocracia las minucias del envasado de la horchata valenciana y el delicioso aguardiente producido por los alambiques caseros de Extremadura o Galicia, ya ha dado a conocer que en el asunto de esta violación acústica del espacio común no va a intervenir, dejándolo al arbitrio, sabidamente interesado, de las compinchadas compañías aéreas y telefónicas. Como pudo verse en asuntos de mucha mayor gravedad, por ejemplo la vigilancia marítima del tráfico criminal de pateras entre África y Europa, la lacheté de Air France se queda corta al lado de la cobarde ineficiencia de Bruselas.
Me temo que Gran Bretaña, tan desconfiada de sus socios comunitarios, es en este caso de un rigor ejemplar, llevándonos una gran ventaja civil: en sus ferrocarriles ya existe la discriminación positiva, gracias a lo que, en un eufemismo de fino humor británico, denominan entertainment-free carriage, es decir, vagones desprovistos del pelmazo entretenimiento que a la fuerza imponen los esclavos del Wi-Fi, los jueguecitos electrónicos y las llamadas de móvil. En estas quiet zones (algún otro país nórdico las tiene instauradas) uno puede pensar, dormitar, leer incluso a Proust sin las interferencias del griterío (”¡abuela, abuela!”, “¡escucho!”, “¡háblame!”) que el Marcel muchacho tuvo que proferir en aquella llamada perdida de Doncières. El día de verano en que, víctima de las Furias del teléfono o Danaides de lo invisible que “se transmiten las urnas de los sonidos”, cuelga al fin -elevando el tono de heroica guasa de su relato- el aparato receptor jocosamente calificado de tronçon sonore: el tarugo sonoro.
Pero “como la costumbre tarda tan poco en despojar de su misterio las formas sagradas con que estamos en contacto”, el narrador y protagonista del episodio se incomoda, se decepciona, se indigna, añadiendo a su enfado esta reflexión: “Como todos ahora, no encontraba suficientemente rápida para mi gusto, en sus bruscos cambios, la admirable maravilla (féerie) a que bastan unos instantes para que aparezca a nuestro lado, invisible pero presente, el ser a quien querríamos hablar en el momento en que nuestro capricho lo ha ordenado” (cito por la traducción de Pedro Salinas).
Los caprichos que nos permite la telefonía contemporánea han evolucionado hasta un punto que ni siquiera el clarividente y ansioso Proust imaginó, aunque es de suponer que no todos ellos le habrían satisfecho. ¿Es una paradoja que la ominosa medida recientemente anunciada por Air France, permitiendo el uso del móvil dentro de sus aviones, proceda de la patria del escritor más celoso de la palabra articulada y menos vociferante del mundo?
A mí no me sorprende nada de esa compañía aérea desde que leí Lâcheté d’Air France (Cobardía de Air France), el hilarante pero demoledor panfleto del novelista y redactor de Libération Mathieu Lindon. Los abusos que denunciaba Lindon no tenían que ver con el teléfono sino con el racismo y el atropello de los derechos del usuario por él sufridos, si bien yo mismo podría aportar una pequeña lista, no tan grave, de disgustos en mis contactos con esa firma de bandera francesa que ahora se presenta como la abanderada de un acontecimiento o prodigio feérico. Nadie en Air France, ni en Emirates, Qantas o Ryanair, también a punto de introducir el móvil en el interior de sus ingenios volantes, nos habla sin embargo -como tampoco la Renfe, otra que tal- de lo que hay detrás de ese supuesto gran avance en el tejido de las comunicaciones interpersonales: la codicia avasalladora de las telefónicas que, pagando de su bolsillo (llevan en ello no menos de tres años) las investigaciones tecnológicas pertinentes, buscan, con el acuerdo tácito y tal vez comprado de las compañías aéreas y ferroviarias, lo que casi toda empresa persigue, enriquecerse sin mirar a quién, o mirando sólo a su propio provecho.
En este caso, y salvando las distancias que llevan de lo contingente a lo trascendente, yo hablaría de una invasión (como la de Irak) motivada por los intereses comerciales de unos pocos, la complicidad de los muchos y el daño colateral de unas víctimas sacrificadas en el cruce de fuego entre el lucro y la grosería.
Porque, naturalmente, el dicho inglés, como casi todos los dichos, lleva razón: “It takes two to tango”, el tango no se baila sin el otro, del mismo modo que no hay invasora conversación telefónica sin la persona, hombre o mujer, dispuesta a ponerse a hablar por el móvil en cualquier lugar donde le dejen. Así que, podrían argüir Air France, la Renfe y todas las demás empresas que se apresuran a ofrecernos esta comodidad en sus aviones y trenes, ellos sólo facilitan un servicio, recayendo la culpa en quien hace uso indebido de la misma.
El argumento es falaz, y se estrella contra la evidencia más palmaria de la realidad cotidiana, en la que la inmensa mayoría de viajeros con posibilidad de hacerlo habla constantemente a voz en grito y recibe llamadas timbradísimas sin moverse de su asiento, situado junto al de quienes no hemos comprado, con el precio del billete, la obligación de dejarnos atronar por una melopea (o melonada) telefónica a menudo convertida en el disco rayado de un dignatario mandón o una señora recién enviudada que recibe condolencias. Y digo posibilidad porque hasta hace no mucho en los trenes españoles se aconsejaba hablar sólo en las plataformas, e incluso llegó el AVE a no dar “permiso” para hacerlo en el interior de los convoyes; muy pocos hacían caso de esas normas anunciadas por altavoz al iniciarse el viaje, algún damnificado protestó, y ahora, para evitar el derramamiento de sangre, se ha establecido la permisividad desenfrenada.
Estos desgañitados del tren (y pronto del avión) son, sin embargo, no me cabe duda, personas honradas, honestos padres de familia, ejecutivas competentes, abuelas compasivas que llaman a sus nietecitos igualmente dotados del aparato para desearles suerte en el examen de Lengua. Pero también eran buena gente los que, cuando no había prohibición y, sobre todo, no había castigo, se tomaban unas copas antes de conducir su coche, o se fumaban un puro (en España se sigue haciendo con bastante facilidad) encima del chuletón del vecino de mesa, o, amantes del mar sin aglomeraciones, edificaban en una pequeña cala protegida o, románticos de la picaresca, se saltaban la entrada al metro sin pagar el billete o compraban, compran, la versión pirata fraudulenta de una película en cartel no sólo porque cuesta menos sino “por joder a las multinacionales”.
Únicamente las medidas coactivas podrán, como en esos ilegales casos citados, impedir la proliferación de la que para mí, y ojalá que para muchos más (e interprétese esto, por favor, como una llamada de alistamiento a la resistencia pasiva y, si se hace preciso, a las barricadas), constituye una de las prácticas más desvergonzadas, odiosas y agresivas de la vida social, en breve extensible al reducto aéreo que quedaba libre del telefonazo del telefonino.
La Comunidad Europea, que inspecciona con su aparatosa burocracia las minucias del envasado de la horchata valenciana y el delicioso aguardiente producido por los alambiques caseros de Extremadura o Galicia, ya ha dado a conocer que en el asunto de esta violación acústica del espacio común no va a intervenir, dejándolo al arbitrio, sabidamente interesado, de las compinchadas compañías aéreas y telefónicas. Como pudo verse en asuntos de mucha mayor gravedad, por ejemplo la vigilancia marítima del tráfico criminal de pateras entre África y Europa, la lacheté de Air France se queda corta al lado de la cobarde ineficiencia de Bruselas.
Me temo que Gran Bretaña, tan desconfiada de sus socios comunitarios, es en este caso de un rigor ejemplar, llevándonos una gran ventaja civil: en sus ferrocarriles ya existe la discriminación positiva, gracias a lo que, en un eufemismo de fino humor británico, denominan entertainment-free carriage, es decir, vagones desprovistos del pelmazo entretenimiento que a la fuerza imponen los esclavos del Wi-Fi, los jueguecitos electrónicos y las llamadas de móvil. En estas quiet zones (algún otro país nórdico las tiene instauradas) uno puede pensar, dormitar, leer incluso a Proust sin las interferencias del griterío (”¡abuela, abuela!”, “¡escucho!”, “¡háblame!”) que el Marcel muchacho tuvo que proferir en aquella llamada perdida de Doncières. El día de verano en que, víctima de las Furias del teléfono o Danaides de lo invisible que “se transmiten las urnas de los sonidos”, cuelga al fin -elevando el tono de heroica guasa de su relato- el aparato receptor jocosamente calificado de tronçon sonore: el tarugo sonoro.
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