La dictadura de los peinadores/Jesús Silva-Herzog Márquez
Mientras el Estado se desmorona, los gobernantes se polvean la frente, se peinan y se miran al espejo. ¿Combina bien la corbata con la camisa? ¿Proyecta el mensaje correcto el traje oscuro? Al tiempo que la delincuencia esparce sangre y espanto, los políticos se encierran en un búnker equipado de cremas, peines y pomadas. La información afuera es gravísima. Los índices de violencia se acercan a las mediciones de los países en guerra. La desconfianza alcanza extremos alarmantes. Se cree que los gobiernos han perdido las riendas y que la batalla la van ganando los delincuentes. No es extraño que así sea. Todos los días nos cala la información de la muerte y todos los días nos salpican las revelaciones de complicidad entre la delincuencia y nuestros guardias. Pero los gobernantes están en el camerino. Se ven al espejo y retocan su peinado. La cosmetología acude al rescate del Estado. Dentro de unos minutos saldrán a dar una conferencia de prensa y revisan las frases del discurso y la carita con la que pronunciarán las frases de la indignación. ¡Cuánta indignación cabe en el poder público en estos días! Los gobernantes aparecen como almacenes de la rabia popular: recogen la indignación de la gente, la comparten, la respaldan, se solidarizan con ella y la apoyan. Secundan la indignación aplicándose una maravillosa crema para reducir las ojeras.
La crisis de Estado es, para la clase política, problema de imagen. Pegada a las encuestas, se percata de que nada hay tan devastador para su popularidad que esta sensación de que las cosas han salido de curso y que el gobierno es incapaz de ofrecer las mínimas condiciones de seguridad. En unos cuantos días sus respaldos se han venido a los suelos y responden aumentando el maquillaje y cortándose el pelo. Ensayan nuevos parlamentos que apelan a una vaga unidad e insisten en el respaldo emocional. Palabras, palabras y muecas. El escape emocional de las autoridades es, desde luego, una artimaña oportunista. El vigilante, lejos de reconocer su distracción, su falla o, incluso, su complicidad, se disfraza como si fuera otra víctima más. Los bomberos que no han sabido apagar el fuego declaran que se sienten ofendidos por el crimen del pirómano. Nos solidarizamos con el dolor de quienes perdieron su casa. No apagamos el incendio pero estamos tan indignados como ustedes.
Hay una novedad en esta emergencia de seguridad: no hay un solo responsable, un actor único que pudiera cargar con la crisis. Nadie tiene el monopolio de la culpa ni el monopolio de la solución. No hay espectadores que puedan sacar ventaja de un problema ajeno. Ésta es, sin lugar a duda, una crisis nacional: todos los partidos, todos los gobiernos son vapuleados por la delincuencia. Habría por ello una cierta ventaja en esta hora dramática. La sensatez más elemental advertiría que es absurdo partidizar la crisis y esperar a que destruya al enemigo. Si el enemigo encalla, encallamos todos. Esta crisis que golpea al gobierno federal y a los gobiernos locales; que azota administraciones panistas, perredistas y priistas; esta crisis enredada por complicidades priistas, panistas y perredistas tiene que ser encarada por todas las fuerzas. Si hay necesidad en el país de una coincidencia de todas las persuasiones políticas es precisamente en este terreno. Todos requerimos la plataforma común del Estado.
La reconstitución del Estado supone tres objetivos indispensables: recuperar el control territorial en el país; garantizar la seguridad de los ciudadanos y cultivar su confianza. Ninguno de estos propósitos puede lograrse en el clima de faccionalismo que vivimos. Si en muchas otras materias puede haber sanas discrepancias, en este ámbito es necesario conseguir la unidad. No creo necesario el consenso en materia energética, ni en asuntos de política económica o en materia internacional, pero la pavimentación del Estado no tolera las hendiduras de la política facciosa. Si la clase política mexicana (subrayo en este terreno su imbricada e involuntaria unidad) resulta finalmente incapaz de poner un alto a la crisis de seguridad pagará en bloque las consecuencias. De ahí que la más elemental pista de sobrevivencia debe apuntar la necesidad de abrir un paréntesis de cohesión política nacional en el reino del faccionalismo.
Pero la clase política no se remanga la camisa para actuar en concierto. Sigue peinándose, ensayando declaraciones, pronunciando discursos y disparando ocurrencias. Un populista declara que hay que aumentar las penas. Cadena perpetua para los criminales desalmados, dice, como si una pena mayor resolviera algo en el paraíso de la impunidad. El clientelista sugiere la formación de cientos de comités de autodefensa: núcleos vecinales encargados de la seguridad pública, diluyendo la intransferible responsabilidad del orden estatal. Todos se disfrazan de generales y de policías, cierran el puño, dicen ya basta, fruncen el ceño y levantan la voz. Cada una de estas reacciones expresa la miopía de una clase política obsesionada por su imagen, incapaz de encarar una verdadera crisis de Estado. Mientras ellos sigan en el camerino, sometidos a la dictadura de sus peinadores, seguiremos en la intemperie. La política de seguridad de los gobiernos mexicanos ha sido dominio de los frívolos asesores de imagen. Es tiempo de que aparezcan gobernantes desmaquillados pero eficaces. Si se percatan de que no es tiempo de cuidar la corbata, si escapan de la inercia partidista, si ponen fin al faccionalismo, podrían colaborar en la reconstitución del Estado.
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