Suave patria/Juan Villoro
Reforma, 17 Sep. 10
En 1919, Ramón López Velarde publicó un libro cuyo título aludía a una condición íntima y además brindaba un diagnóstico de la época: Zozobra. Poco después encontró una personalísima manera de celebrar a México en el más largo de sus poemas, "La suave patria".
Mientras el entorno se convertía en un "edén subvertido" por la metralla, el poeta descubría asombros en la gravedad de lo pequeño. La violencia acechaba en cada esquina, pero las alacenas velaban el sueño elemental de las compotas, el cielo era atravesado por el "relámpago verde de los loros" y el territorio se extendía como una casa demasiado grande donde el tren avanzaba "como aguinaldo de juguetería".
Nacido en Jerez, en 1888, López Velarde reinventó la provincia mexicana, y con ella, la provincia del hombre. Murió a los 33 años, después de haber escrito: "la edad del Cristo azul se me acongoja". Enfermó de pulmonía y no se cuidó; salió a la calle, discutió hasta altas horas de la noche sobre Montaigne, después de haber ido al teatro. Cuando volvió a su cuarto en Avenida Jalisco (hoy Álvaro Obregón), tenía neumonía. Murió en el edificio que ahora alberga la Casa del Poeta.
López Velarde no tuvo casa propia, no usaba reloj ni conoció el mar. Vestía de negro porque guardaba luto por la muerte de su padre. Fue querido y aceptado por las mujeres, pero ninguna se quiso casar con él y varias lo compensaron con la extraña fidelidad de morir solteras. Enamorado profesional, hablaba de sus "funestas dualidades". Católico y pecador, conoció el placer y el arrepentimiento. Viajó mucho, siempre a los mismos sitios: Zacatecas, San Luis Potosí, Aguascalientes, la Ciudad de México. Fue maderista. Creía en la renovación democrática del país, no en la violencia. Como su maestro, Manuel José Othón, combinó la poesía con el derecho y entendió que el cosmopolitismo no es otra cosa que lo regional sin ataduras. Alternó el tono popular con el fogonazo de la invención. Dos versos alejandrinos resumen su estética: "Yo tuve, en tierra adentro, una novia muy pobre/ Ojos inusitados de sulfato de cobre". El primero describe con sencillez su mundo; el segundo revela el carácter prodigioso de esa sencillez.
La geometría del amor determina su poesía, muchas veces bajo la advocación de Fuensanta, su musa providente. En la plaza del pueblo encuentra "el perímetro jovial de las mujeres"; espía a las muchachas pudibundas con "la falda bajada hasta el huesito"; atesora las confesiones dichas junto al brocal de un pozo; contempla con nostalgia anticipada a las posibles solteronas que tejen a la luz de un quinqué; recibe a la prima que llega "con un contradictorio prestigio de almidón"; entra en los tugurios donde moran las "mariposas de sangre"; recorre una espalda exacta y escucha el "monosílabo inmortal" de otro cuerpo.
En "La suave patria" propone un país "fiel a su espejo diario", hecho, no de proclamas ni de fastos, sino de nimias constancias perdurables, como "la picadura del ajonjolí" y "los pájaros de oficio carpintero".Más allá de todo nacionalismo resulta obvio que somos de un sitio. La poesía de López Velarde es una exploración del sentido de pertenencia. Ciertas palabras, algunos sabores, la coloración de la luz, la forma de llover, definen lo que somos. Quien atraviese un pueblo y respire "el santo olor de la panadería" entenderá la entrañable nación del poeta.
Borges admiró y memorizó "La suave patria", pero algunas expresiones lo desconcertaban. Una de ellas era "vendedora de chía". Cuando conoció a Octavio Paz, Borges le preguntó qué era la chía. "Una semilla", respondió Paz. "¿Para qué sirve?". "Para hacer agua". "¿Y a qué sabe?". "Sabe a tierra". El diálogo tiene la despojada profundidad del enigma. La respuesta de Paz es a un tiempo literal y simbólica: la chía tiene un regusto terroso; sabe a lo que somos, la patria diaria. La escena me intrigó en tal forma que dediqué las 500 páginas de mi novela El testigo a tratar de descifrarla.
José Emilio Pacheco se ha preguntado qué hubiera pasado con López Velarde en caso de no morir joven. ¿Se habría transformado en un poeta retórico, un diputado varias veces reelecto, un burócrata de las letras, o habría conservado la contradictoria flama que ardió en sus versos? Imposible decirlo. Lo cierto es que fue, como ha dicho Hugo Gutiérrez Vega, "el padre soltero de la poesía mexicana".
A pesar de ofrecer un mundo muy reconocible, una patria ya sucedida, López Velarde no es folklórico ni pintoresco. Sus tradiciones son misterios. Esto refrenda su condición de clásico. Como observó Gabriel Zaid, en su poesía y en su vida "todo está por aclararse". Y siempre será así. Como la patria a la que concedió permanente novedad, su escritura cambia con sus lectores.
Querer a un país puede ser una abstracción cívica o un despropósito metafísico. López Velarde entendió que no se ama lo que se tiene sino lo que se desea. Escogió una patria sin récords ni estadísticas, de sabrosas "pechugas al vapor".
El poeta no tuvo casa: tuvo un país que cumple 200 años. Felicidades.
Ego sum qui sum; analista político, un soñador enamorado de la vida y aficionado a la poesía.
17 sept 2010
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