La presidenta chilena, Michelle Bachelet, dijo que la muerte del ex dictador simboliza la partida "de un referente de divisiones, odio y violencia" y descartó que tras su deceso comience una nueva etapa en Chile.
En una rueda de prensa, se refirió al exabrupto que protagonizó en el funeral de Pinochet uno de los nietos del ex dictador, el capitán Augusto Pinochet Molina, que hizo un discurso político sin autorización ni conocimiento de sus superiores. Consideró inaceptable la actitud "de un oficial en servicio activo" y dijo que el Ejército tiene normas claras al respecto y debe simplemente aplicar el reglamento.
Empero, omitió referirse a la actitud de un nieto del que fuera jefe del Ejército Carlos Prats -antecesor de Pinochet en el cargo- que escupió al féretro del ex dictador durante el velatorio. Prats y su esposa, Sofía Cuthbert, se trasladaron a Buenos Aires tras el golpe militar de 1973 y fueron asesinados en esa capital en septiembre de 1974 por la DINA, la policía secreta de la dictadura de Pinochet (1973-90).
La presidenta destacó que Chile ha consolidado desde 1990 una democracia fuerte, sólida y estable. "Los chilenos hemos logrado reencontrarnos, ha sido nuestro más preciado bien y debemos defenderlo", indicó.
Sin embargo, dijo que "en las últimas horas hemos visto expresiones de división que por momentos nos recordaron los tristes episodios que Chile superó. Aprovechó para solidarizarse con los corresponsales que fueron agredidos durante el velatorio y las exequias mientras hacían sus despachos desde los alrededores de la Escuela militar. "Lamento profundamente el maltrato recibido por la prensa nacional e internacional, especialmente a la prensa internacional".
Precisó que "esto no demuestra, no expresa, la manera ni los sentimientos como el pueblo chileno funciona". "Pido excusas (...), eso no representa a Chile y lamento mucho tanto por los periodistas nacionales como extranjeros que han sido víctimas de un trato inadecuado", añadió Bachelet.
Uno de los profesionales que sufrió este hostigamiento fue la corresponsal de Televisión Española, María José Ramudo, sin que intervinieran los agentes de Carabineros que se encontraban en el lugar. En los precisos momentos en que realizaba un despacho en directo, los pinochetistas le arrebataron el micrófono, le arrojaron diversos objetos, algunos de ellos al rostro, y la insultaron, una escena que dio la vuelta al mundo.
También fueron agredidos un equipo de periodistas italianos, argentinos, y la mayoría de los profesionales de la televisión abierta chilena.
Alberto Pando, corresponsal de la CNN relató a la ageecnia EFE, que aún le quedan las huellas en una pierna de los golpes que le dieron los fanáticos de Pinochet "y aunque reclamé a los policías que estaban a mi lado, ni siquiera se inmutaron".
Por su parte, la Asociación de Corresponsales de la Prensa Extranjera en Chile y el Colegio de Periodistas expresó, su más "enérgico" rechazo a las agresiones sufridas por los corresponsales que fueron presa de la ira de los pinochetistas.
- Paradoja chilena/Jorge G. Castañeda
Tomado de Reforma, 13/12/2006
http://www.reforma.com/editoriales/nacional/717727/
La última figura emblemática del autoritarismo latinoamericano ha muerto. Quienes habíamos llegado ya a la edad de razón en 1973 no olvidaremos nunca la foto -famosa e infame- de los cuatro golpistas del 11 de septiembre (herederos de los "cuatro generales" de la Guerra Civil española) y del primus inter pares con sus gafas obscuras y satisfacción inocultable. Es curioso, pero Pinochet perdió la guerra de la vida con quien fuera su Némesis durante 35 años, y que siendo la figura emblemática, a secas, de la segunda mitad del siglo XX latinoamericano, no lo fue del autoritarismo en la región, aunque también hubiera merecido serlo: Fidel Castro.
http://www.reforma.com/editoriales/nacional/717727/
La última figura emblemática del autoritarismo latinoamericano ha muerto. Quienes habíamos llegado ya a la edad de razón en 1973 no olvidaremos nunca la foto -famosa e infame- de los cuatro golpistas del 11 de septiembre (herederos de los "cuatro generales" de la Guerra Civil española) y del primus inter pares con sus gafas obscuras y satisfacción inocultable. Es curioso, pero Pinochet perdió la guerra de la vida con quien fuera su Némesis durante 35 años, y que siendo la figura emblemática, a secas, de la segunda mitad del siglo XX latinoamericano, no lo fue del autoritarismo en la región, aunque también hubiera merecido serlo: Fidel Castro.
El dictador chileno, recordado por sus frases -"tengo los pantalones amarrados con alambre de púas"-; por los muertos a su cargo; por las desapariciones que produjo; por el exilio que provocó y por las torturas -ésas sí masivas- que permitió, fomentó y justificó, ganó la batalla de Santiago, pero perdió la de la simultaneidad o de la longevidad: "el que muere al último muere mejor", estarán pensando algunos.Pinochet murió sin haber sido definitivamente juzgado por sus infinitas violaciones a los derechos humanos, por el dinero que robó y por la destrucción que llevó a cabo de vidas, instituciones y tradiciones de una de las pocas democracias duraderas de América Latina. Ojalá hubiera podido sobrevivir hasta el final del proceso judicial en curso en su país -y fuera de Chile- para que sus víctimas tuvieran por lo menos la satisfacción de atestiguar la consecución de la justicia. El verdugo se burló de los chilenos hasta en la muerte.Pero por desgracia deja una herencia compleja, contradictoria, y hasta ahora inmanejable. Es un legado que la corrección política -la nefasta- y la moral no han podido desmantelar ni refutar, y que Chile carga como una lápida mortuoria con jeroglíficos indescifrables.
Es la respuesta al acertijo del éxito chileno, respuesta que es inconfesable y que quien se atreva a intentarlo corre el riesgo de ser señalado y maldecido por las buenas conciencias.Todos sabemos que el desempeño político, económico, social e internacional de Chile a lo largo de los últimos 17 años, es decir, desde la salida de Pinochet y la llegada al poder de la Concertación, ha sido el mejor, con mucho, de toda América Latina.
Nadie ha crecido tanto, nadie ha reducido tanto la pobreza, nadie ha celebrado elecciones tan reñidas y tan poco cuestionadas, nadie ha sido tan responsable y a la vez congruente en política exterior, como los gobiernos sucesivos de Aylwin, Frei, Lagos y Bachelet. Cualquier comparación durante el mismo lapso es demoledora: con Cuba, ni se diga, pero también con Venezuela, hacia la izquierda, o con Argentina y México hacia la derecha.Es cierto que la marcha chilena hacia la modernidad no ha sido completa ni desprovista de rezagos: persiste la enorme desigualdad heredada de Pinochet, la educación contiene deficiencias innegables y el crecimiento comenzó a reducirse desde 1999 y no ha recuperado de manera sostenida las tasas de antaño. Pero de todas maneras el saldo es envidiable para todos los demás países latinoamericanos.
Sin embargo, uno de los retos que el camino chileno no ha podido superar es la venta de su éxito como ejemplo a seguir, su transformación como un modelo a emular. Nadie canta loas al éxito chileno; no existen círculos laguistas en las universidades; Bachelet no congrega a multitudes cuando viaja; Chile no seduce. Y, sobre todo, nadie se atreve a la extrapolación: a tratar de replicar el modelo chileno en casa propia, aunque quizás por eso nadie ha logrado los resultados impresionantes que Chile ha acumulado. Basta especular que con cinco a 10 años más de un desempeño así, Chile podrá convertirse en el primer país de la región que se graduó de país subdesarrollado en crecimiento, a país desarrollado aún pobre -como Portugal o Grecia- pero perteneciente ya a una categoría superior en el ranking mundial.Hay varias razones que explican la paradoja del éxito chileno pero sin "sex appeal" -como muchos sí se lo asignan, por ejemplo, a la también autoritaria China.
Una, sin embargo, puede tener que ver con el secreto oscuro pinochetista que todos preferimos callar, a saber: los éxitos de la Concertación no serían posibles sin la pesadilla de tumba y quema de los 17 años anteriores, es decir de Pinochet. Sin la aplicación a sangre y fuego de las recetas extremistas extraídas de las tesis de Friedman y Harberger; sin la puesta en práctica de esquemas económicos radicales, factibles únicamente en condiciones de dictadura; sin la destrucción de sindicatos, partidos, movimientos populares, medios de comunicación e instituciones legislativas y judiciales.
En pocas palabras: sin la larga noche pinochetista, no habría amanecer concertacionista.Y nadie, con toda razón, pagaría de manera voluntaria y gozosa un costo tan alto: simplemente insinuarlo es un insulto al más elemental sentido de humanidad. De allí la contradicción: el modelo chileno no es vendible -hasta ahora- porque nace de un gran pecado original: Pinochet, el máximo símbolo del mal en América Latina en la segunda mitad del siglo XX. Parecería que en la región nadie alcanza los logros chilenos, porque puede no haber otro camino -a juzgar por tantos intentos fallidos en tantos países- para llegar a ese destino y el camino de Pinochet es simplemente inaceptable.
Hay en la historia de las sociedades problemas sin soluciones. Éste podría ser uno de ellos. En estos días de obituarios, es una lección del pasado que conviene no olvidar.
- La celebridad del déspota/José Zepeda, director del departamento latinoamericano de Radio Nederland Wereldomroep
Tomado de EL CORREO DIGITAL, 1/12/2006):
A comienzos de 1973 Chile era un país polarizado. Las reformas sociales del Gobierno de Salvador Allende, encaminadas a provocar un cambio profundo en la convivencia nacional, son malogradas por la violencia reinante. Nadie pudo oponerse a la nacionalización del cobre en 1971, pero la llamada vía chilena al socialismo generaba escándalo en la derecha y forzaba al centro a perder su eje, cuando el Gobierno buscaba la estatización de muchas empresas, o la aplicación de la reforma agraria no solamente para los grandes latifundios. El centro, dominado por la Democracia Cristiana, se alineaba con los sectores reaccionarios del país. El asesinato cruel del político demócrata cristiano Edmundo Pérez Zujovic apuró a los indecisos. Los partidos de la oficialista Unidad Popular también se tensaban internamente. Fracciones del Partido Socialista se radicalizaban y presionaban para acelerar el proceso de cambios. El Movimiento Revolucionario, MIR, desde fuera del Gobierno, quería profundizar las contradicciones y crear condiciones revolucionarias. Los comunistas llamaban a la razón y al camino de la reforma.
Ante el temor de un golpe de Estado se creaban, de manera rápida y sin recursos, instancias paramilitares en los partidos del Gobierno. El brazo de la extrema derecha, Patria y Libertad, se encargaba de acciones de sabotaje y terrorismo. La escasez de alimentos, fruto del acaparamiento del empresariado, de la ineficacia económica del Ejecutivo y del mercado negro, alimentaba la zozobra popular. Lo paradójico del momento lo reflejó la elección parlamentaria de marzo: la Unidad Popular alcanzó el 43% de los votos, es decir, casi un 7% más de los sufragios que cosechó Allende para ser presidente. Pero el 55% estaba con la oposición de la Confederación por la Democracia, CODE. Unos confabulaban para liquidar al Gobierno, otros pedían medidas extremas. La izquierda deseaba que el presidente cerrara el Congreso. Allende se mantenía en el filo de la legalidad con una convicción democrática irrenunciable.
El 25 de agosto de 1973 Augusto Pinochet Ugarte se transforma en comandante en jefe de las Fuerzas Armadas, en sustitución del general Carlos Prats, amigo personal de Allende, quien sería luego asesinado en Buenos Aires por orden la dictadura militar chilena. El plan del golpe de Estado estaba en marcha, aunque Pinochet dudaba de su propia participación. Allende lo consideraba soldado fiel a la Constitución pero sabía que existía una confabulación. Esa maquinación contaba con el respaldo político y económico del Gobierno de Estados Unidos. La doctrina estadounidense de la seguridad nacional transformaba a los militantes de izquierda en el enemigo interno, a las sociedades que querían cambio social en cómplices, a todos en agentes del comunismo internacional y a los uniformados en sus verdugos. La lógica de la guerra fría propiciaba la eliminación física de estos adversarios transformados en enemigos de la patria. La ex Unión Soviética promovía que los partidos comunistas de la región avanzaran por el camino de reformas y alianzas políticas. Cuba, en cambio, apoyaba a jóvenes revolucionarios dispuestos a jugarse la vida en el monte y en las ciudades.
Hubo presión política sobre los uniformados para que dieran el golpe. Ninguna dictadura se sostiene sin apoyo político y social. Cuando ha surgido esta discusión en Chile todo el mundo se apresura a silenciarla, pero hubo mayoría política y social dispuesta a respaldar la liquidación de la democracia, la masacre de los partidarios de Allende, la persecución, la tortura y el exilio. Fueron muchos los que acudieron a los cuarteles a lanzar maíz a los pies de los uniformados para gritarles que eran unos cobardes que no se atrevían a salvar la patria de la afrenta comunista.
Fue inmensa la cantidad de chilenos que se regocijó en los primeros días con la derrota de la Unidad Popular. ‘Los upelientos’, como los llamaban despectivamente, adquirieron la condición de parias, y alguna gente prefería cruzar la calle para evitar un saludo inconveniente o por el miedo a ser confundida con ellos. La forma habitual de explicar las detenciones políticas fueron aquellas frases elocuentes: ‘Algo habrán hecho’ o ‘En algo estarían metidos’. El consentimiento ahogado del horror.
Pese a esa polarización extrema del país, el golpe de Estado sorprendió a la mayoría de una población acostumbrada a la convivencia democrática, pocas veces alterada en su historia. Salvo los enterados nadie esperaba un golpe militar. Allende mismo sabía que su Gobierno había entrado en una crisis profunda y decide convocar a un plebiscito para evitar un golpe de Estado. El sector ultraizquierdista del Gobierno reacciona con encono. Allende llama al ministro de Defensa, Orlando Letelier, para que convenza al Partido Socialista, lo que finalmente logra la noche del 10 de septiembre de 1973. A partir del 11 de septiembre los optimistas pensaban que al cabo de algunos meses, de unos cuantos exilios interiores, unos pocos muertos, todo volvería a la normalidad. Los pesimistas sabían que eran tiempos de tiranías. Los militares habían llegado para quedarse.
Pinochet organizó la represión a lo grande. En la capital la mayoría de los allendistas fue llevada al estadio nacional de fútbol, transformado en inmensa sala de tortura, y donde terminaron asesinados y desaparecidos. En cada ciudad, en cada pueblo se crearon centros de tortura. En esos días surgió la mentira más grande de la dictadura: «Estamos en guerra». Nada más alejado de la realidad: salvo la defensa de La Moneda y algunos enfrentamientos insignificantes, los golpistas no encontraron resistencia en ninguna parte. Las armas que habían entrado clandestinamente al país fueron requisadas. El resto fue estrategia de inteligencia militar para atemorizar a la población.
Carlos Prats, por ejemplo, no estaba en guerra cuando fue asesinado, junto a su esposa, por el agente de la DINA, el servicio secreto de Pinochet, Michael Townley en Buenos Aires, el 30 de septiembre de 1974; Orlando Letelier no estaba en guerra cuando lo mataron en Washington junto a su asistente estadounidense, Ron Moffit, el 21 de septiembre de 1976; Bernardo Leighton no estaba en guerra cuando atentó contra él, en Italia, un grupo de neofascistas que trabajaba para la DINA, el 5 de octubre de 1975. Eduardo Frei Montalva no estaba en guerra cuando, presumiblemente, fue asesinado mediante una sustancia química, con la probable participación del agente Eugenio Berríos. Tampoco estaban en guerra los españoles Carmelo Soria y Antoni Llidó, el primero asesinado, el segundo desaparecido. Los cadáveres flotando en el río Mapocho obedecían a la lógica del terror. Igual que la Caravana de la Muerte, un helicóptero con oficiales del ejército que recorrió parte del país durante septiembre y octubre, ordenando asesinar cada día a un grupo de opositores. En total, la Caravana asesinó a 75 dirigentes de la Unidad Popular, pero principalmente se trataba del pacto de sangre necesario para consolidar el compromiso de todas las Fuerzas Armadas en la represión.
El talante de Pinochet se conoció en las primeras horas del 11 de septiembre de 1973. Quedan para la historia los diálogos captados de las comunicaciones militares, en los que se refiere a Allende diciendo que «si se mata la perra, se acaba la leva», o menciona a los miembros del Gobierno que estaban en La Moneda en estos términos: «Que los metan en un avión y los van tirando por el camino». El 7 de septiembre de 1986 el grupo Frente Patriótico Manuel Rodríguez realiza un atentado en contra del general, quien salva milagrosamente la vida. Como represalia el régimen asesina brutalmente a cuatro militantes comunistas.
En 1988 comienza un cambio de rumbo. La dictadura convoca a un referéndum para decidir si Pinochet se va o se queda hasta el año 1997. El 55% de la ciudadanía le dice no al dictador. Chile se encamina hacia la democratización. Hasta 1998 Pinochet se mantiene como general en jefe del Ejército. Posteriormente es designado senador vitalicio y goza de inmunidad política. Pese a ello, durante una visita a Londres, aquel mismo año, y por orden del juez español Baltasar Garzón, es detenido por la desaparición de varios ciudadanos españoles. La primera ministra Margaret Thatcher lo visita durante su arresto domiciliario y hace una declaración entusiasta: «Nosotros somos conscientes que tú has llevado la democracia a Chile». Se le vio detenido en un coche de la policía durante unos instantes, pero en su conciencia y orgullo deben de haber pesado siglos.
El último acto político de Pinochet es una carta pública con motivo de su 91 cumpleaños. En ella dice que asume la responsabilidad de lo hecho, pero esto no significa que reconozca sus crímenes. Por el contrario, reivindica su conducta diciendo que «gracias a su coraje y decisión, Chile pudo transitar entre la amenaza totalitaria y la plena democracia que nosotros restablecimos y de la cual gozan todos nuestros compatriotas». Y agrega: «Si al cabo de 30 años quienes provocaron el caos y el enfrentamiento se han renovado y reinsertado en un Estado de Derecho, no cabe reclamar castigos para los que evitaron que se extendiera y profundizara». Es decir, nada de arrepentimientos.
Los festejos populares en Santiago tras la muerte del ex dictador son la prueba fehaciente de que el pasado aún no ha sido superado. Es comprensible si se tiene en cuenta que aún no se sabe el destino de muchos desaparecidos. Lo paradójico es que no existen muchas razones para el jolgorio, finalmente Pinochet no murió como un salvador de la patria, pero lo hizo en la cama y en la más absoluta impunidad. Es de esperar que la justicia chilena no tenga la ocurrencia de condenarlo en ausencia, sería un acto de cobardía que afectaría a la credibilidad democrática de Chile. La entereza se necesitaba ayer. El telón ha caído, son muchos los defraudados por la justicia chilena, pero no se puede desconocer que bajo los gobiernos democráticos se ha juzgado a cientos de uniformados por graves violaciones a los derechos humanos. Pinochet se va con la carga de muchas causas en su contra y con el último estigma: haberse enriquecido ilícitamente mediante la corrupción. Ni la gloria ni el honor, simplemente la celebridad mezquina del déspota.
La muerte del icono/Carlos Franz, escritor chileno. Su novela El desierto obtuvo el Premio La Nación-Sudamericana 2005, en Buenos Aires
La muerte del icono/Carlos Franz, escritor chileno. Su novela El desierto obtuvo el Premio La Nación-Sudamericana 2005, en Buenos Aires
Tomado de EL PAÍS, 13/12/2006);
Hace unas horas Pinochet recibió sus últimos honores en la Escuela Militar de Santiago. Se paseó un caballo sin jinete, se pronunciaron arengas marciales y se dispararon salvas de fusilería no menos retóricas. Pero en la “capilla ardiente”, entre la guardia de cadetes con sus cascos prusianos, no era sólo el cadáver de un soldado ya medio corrompido en vida lo que se estaba velando. Esos cursis honores militares también fueron -y quizá por eso se sintieron tan apropiados- para un icono de la cultura pop contemporánea.
Me ha pasado en lugares imprevistos, en Bucarest y en Fez, cuando debo pronunciar claramente: “Chile, Sudamérica…”, para que intuyan el lugar remoto del que vengo. Entonces, siempre hay un taxista avisado o un quiosquero lector, que termina por descifrarme y exclama: “Ah, Chile: ¡Pinochet!” Y te lo dicen como una cortesía, felices de conocer algo de tu tierra.
De esa fama mundial disfrutó Pinochet (una que ningún otro chileno alcanzará, espero). El Capitán General -título que robó a los gobernadores de la Colonia- con sus gafas oscuras y su capa de vampiro, se ganó el dudoso honor de encarnar a uno de los “malos” más reconocibles de la incultura política mundial.
¿Cómo lo hizo este militar mediocre que, como tirano, no fue peor que varios de sus colegas latinoamericanos? Hay variadas explicaciones. Pero una que se ha manoseado menos, creo, tiene que ver con la notable capacidad del sujeto para la simplificación y la caricatura. Si era fácil caricaturizar a Pinochet, fue porque él mismo fue un gran caricaturista de la realidad. (Lo que viene a ser un talento nada despreciable en la mediatizada política contemporánea).
¿Cómo lo hizo este militar mediocre que, como tirano, no fue peor que varios de sus colegas latinoamericanos? Hay variadas explicaciones. Pero una que se ha manoseado menos, creo, tiene que ver con la notable capacidad del sujeto para la simplificación y la caricatura. Si era fácil caricaturizar a Pinochet, fue porque él mismo fue un gran caricaturista de la realidad. (Lo que viene a ser un talento nada despreciable en la mediatizada política contemporánea).
Para Pinochet pocas simplificaciones, retóricas o prácticas, estaban por debajo de su dignidad. Recíprocamente, pocos simplismos fueron demasiado grotescos para colgarlos sobre esa percha de militar pueblerino. Su mediocridad, genuinamente pequeño burguesa, del mismo modo que secretaba clichés, los atraía. Aún más importante para el “éxito pop” de ese icono de la maldad contemporánea, fue que los tópicos propios y ajenos emocionaban al general hasta las lágrimas o la rabia (frecuentemente los dos). En lo íntimo y contra el cliché que lo pinta como un monstruo de frialdad, creo que Pinochet fue sobre todo un sentimental (al modo violento de los toreros, digamos; y que me perdonen los matadores). A falta de una auténtica ideología, Pinochet prohijó una estética cuyo alma fue el sentimentalismo.
Nada demasiado original, tampoco. Como en otras dictaduras, la estética de su régimen consistió en reemplazar, siempre que se pudiera, la razón por la emoción. Para ello, Pinochet no sólo manipulaba la sensiblería popular dividiendo al mundo en buenos y malos -creador de un eje del mal, avant la lettre-, sino que también practicaba aquel sentimentalismo más primitivo y útil: fomentar pasiones rabiosas que nublaran la razón de sus adversarios.
Parte del éxito de un simplista consiste en que lo simplifiquen a él. Como buen estratega militar, Pinochet conseguía, a punta de topicazos, atraer a sus enemigos a su campo de batalla: el de las simplificaciones que engendran confusiones. De muestra este botón. El prestigioso diario inglés The Guardian -mi periódico mientras viví en Londres- me asestó un sábado de hace pocos años la bofetada de publicar una foto de Salvador Allende poniéndole al pie el nombre de Pinochet. “The great dictator: Pinochet”, decía la equivocada lectura. Y sobre ella aparecía Allende, con la mala suerte de haberse puesto ese día unas gafas oscuras.
El valor simbólico de esa confusión, de ese “confundir” los contrarios que se produce de tanto manosearlos y caricaturizarlos, casi no puede exagerarse como indicio de los riesgos que envuelve una política secuestrada por la publicidad. Especialmente cuando ésta juega impunemente a convertir en iconos pop a los protagonistas del drama de un país pequeño y lejano. Esas reducciones contribuyeron, seguramente, a hacer incomprensible, para algunos, que el Gobierno chileno rechazara la extradición de Pinochet desde Londres a España. Y sin embargo, aparte de los sólidos argumentos jurídicos, estaba esta tristeza: preferimos nuestro monstruo a vuestra caricatura.
Aparte de eso, nada grave. Las confusiones de nuestros observadores externos serían graciosas, si no fuera porque las mismas han agregado dificultad a un proceso interno fundamental para la transición chilena: la reconstrucción de nuestra memoria histórica. Comparado con otras transiciones políticas, y enfrentando similares o mayores inconvenientes que España, por ejemplo, Chile ha confrontado su dividida historia con bastante rapidez y ecuanimidad. Esta elaboración de nuestra memoria (aunque incompleta y fragmentaria, pero qué memoria no lo es) ya ha tenido resultados benéficos. Ha sido uno de nuestros escasos “antídotos culturales” contra el materialismo rampante producto del éxito económico; y también contra cierto mareo de grandeza política, que es su frecuente consecuencia.
Sin embargo, en esa tarea de elaboración de una memoria histórica, tanto la persona de Pinochet como el icono mundial de la maldad política en que se había convertido, no nos servían de mucho. De ellos no podíamos esperar ningún gesto honrado o siquiera una argumentación interesante. En sus últimos años, el ex dictador hasta tuvo la oportunidad extraordinaria de haber enfrentado los procesos penales que se le incoaron. Haciéndolo, podría haberse convertido, in extremis, en el estadista que vociferaba ser, transformando esos procesos en juicios públicos e históricos a su gestión y sus consecuencias; pero más que nada a sus causas. Prefirió esconderse tras otra máscara del icono: la del chiflado.
No celebro la muerte de Pinochet. Me parece de mal gusto (aunque entiendo la melancólica euforia de sus sobrevivientes). Lo que sí me entusiasma es la posibilidad de que ahora, cremado el decrépito esperpento en el que se había convertido, se nos facilite encontrarnos en una memoria menos emotiva y más objetiva. Para seguir dándole espesor ético a nuestra presente prosperidad y estabilidad política, habrá que profundizar en sus orígenes traumáticos. Hasta escribir una historia incluyente donde quepan los claroscuros de ambos bandos. No sólo las oscuridades mutuas. Sino incluso aquellas luces que heredamos de Pinochet y, en lugar de apagarlas, hasta las usamos para alumbrarnos en este trozo del camino.
çPorque aquella versión sentimental y maniquea de nuestra historia, dividida en buenos y malos, en inocentes absolutos y culpables irredimibles, fue la favorita de Pinochet, nuestra mejor victoria sobre él sería refutarla escribiendo entre todos una historia menos simplista.
En Chile se ha hecho más de lo que se cree, en ese sentido. Pero la caricatura de nuestra transición, y en ella la de Pinochet, no han dejado verlo bien. Por ejemplo, en esa misma Escuela Militar, donde ahora se efectuaron estos cursis funerales del tirano, hace ya un par de años se celebró una ceremonia muy distinta. Esa otra noche, en el Aula Magna de la escuela, ante mil cadetes y oficiales de uniforme, un grupo de los más importantes poetas chilenos actuales recitó sus versos. Fueron los poemas que varios de ellos, antaño encarcelados y torturados, compusieron como protesta durante la dictadura. Toda la Escuela Militar escuchó esa noche, en marcial silencio, la cruda voz de la poesía denunciando el daño cometido…
Ese silencio de los jóvenes cadetes, casi niños de uniforme, mientras caen en sus oídos los versos por dentro de los cuales caen los cuerpos de los desaparecidos al mar y a los cráteres de los volcanes de Chile… Ese silencio poético entremezclado, espeluznante, y complejo… Ese silencio tan poco “pop”, es de esperar que empiece a oírse un poco más, dentro y fuera de Chile, a medida que se apaga el eco de las salvas y retóricas de estos ridículos funerales. Para que, muerto el dictador, no siga vociferando sus simplismos, inadvertido en nuestra bulla, el icono en el cual lo convertimos.
Lo que no muere con Pinochet/Juan Pablo Cárdenas, director de Radio Universidad de Chile y Premio Nacional de Periodismo de Chile de 2005
EL CORREO DIGITAL, 13/12/06):
Augusto Pinochet ya estaba muerto en Chile. Lo que dejaron de latir fueron sus despojos. En sus días finales eran contados con los dedos de la mano los amigos que lo visitaban y asistían en sus avatares con la salud y los tribunales. Hasta para los partidos de la derecha, para sus abogados y su propia familia resultaban incómodos su longevidad y los numerosos delitos que se le seguían imputando judicialmente. Su popularidad se vino definitiva y estrepitosamente al suelo cuando el país se enteró de su millonaria fortuna. Para vergüenza nacional, ciertamente el descubrimiento de sus depósitos en el banco Riggs lo desacreditó mucho más que sus horrendos crímenes.
No fueron sus atributos personales los que le llevaron al poder, sino la oportunidad histórica que le brindó Salvador Allende al nombrarlo comandante en jefe del Ejército. Confianza que, luego, traicionaría, como abandonó al final de sus días a su feroz jefe de inteligencia y a sus subordinados, los que hoy pagan con largas condenas las órdenes que cumplieron. Todo en un tiempo en el que, como el mismo se ufanaba en decir, ‘no se movía una hoja de un árbol’ sin su consentimiento.
Más allá de sus despropósitos, Pinochet nos lega una institucionalidad en la que todavía sigue acotada la soberanía popular y continúan restringidos derechos tan esenciales como la libertad de prensa, al mismo tiempo que la política es asunto de un puñado de caudillos que se favorecen de un desprestigiado sistema electoral bipartidista que impone el cogobierno entre la Concertación Democrática oficialista y los ex pinochetistas de la Alianza por Chile. Una de las aparentes contradicciones del dictador fue entregarle la banda presidencial y el Parlamento a la misma ‘clase política’ que fustigó intensamente y que fue, por cierto, la principal responsable de la quiebra constitucional de 1973. Sin embargo, la camisa de fuerza institucional que les impuso es hoy del pleno agrado de unos políticos ávidos de cargos, que ahora se perpetúan en ellos.
A Pinochet se le atribuye haber modernizado el país y su economía. Sin embargo, después de sus 17 años en el poder, la clase media disminuyó drásticamente y la pobreza alcanzó a más del 40% de la población. Las cifras de crecimiento bajo su mandato son muy discretas en relación a las que exhiben los gobiernos precedentes y los posteriores. Asimismo, después del año 90 el país ha debido emprender un costoso programa de obras públicas debido al patético atraso en que quedaron nuestras carreteras, puertos, medios de transporte y otras redes de comunicación interna y exterior. Pese al carácter castrense de su gobierno, las Fuerzas Armadas sólo ahora han renovado un potencial bélico que, como reconocen los militares, quedó completamente obsoleto al término de la dictadura. En lo que toca a nuestra estrategia de desarrollo, nada o muy poco queda de aquel programa de industrialización emprendido a mediados del siglo pasado. Hoy, somos esencialmente un país exportador de recursos naturales sin valor agregado en el que el cobre aporta más del 50% a nuestro producto interior bruto.
La Humanidad es testigo del desgarrador balance en materia de derechos humanos. Recuento fatal que hoy suma la impunidad consagrada por su decreto de auto-amnistía de 1975 y el tutelaje encomendado al Ejército por las leyes pinochetistas que todavía nos rigen. De esta forma, no es extraño que, a la muerte de Pinochet, las Fuerzas Armadas y del orden hayan consumado exequias con honores militares y banderas a media asta en todos los regimientos y cuarteles. Actitud que contrasta con la del Gobierno y los otros poderes del Estado, que tuvieron que desestimar el duelo oficial y abstenerse de asistir a los homenajes circunscritos a la Escuela Militar y a los círculos sociales más pudientes. Con el deceso de Augusto Pinochet y la explosiva reacción de júbilo popular quedan otra vez al descubierto las profundas distancias que separan a los chilenos, por lo que muchos temen ahora que la proclamada reconciliación sólo sea posible cuando no queden sobrevivientes en Chile de lo que fue la más severa tragedia política de su historia.
El emblemático dictador era un cadáver político antes de fallecer, pero es claro que la ideología que le inspiró y que sostuvo a su gobierno gravita todavía en la nación más austral del mundo, especialmente en torno a esa casta de empresarios y políticos que forman parte del 10% que vive en la opulencia de los más ricos del planeta, cuya riqueza marca una cruel distancia con la cotidianeidad de la inmensa mayoría de los chilenos. Hablamos del país que tiene el demérito de ubicarse entre las cinco naciones con peor distribución de ingresos de la Tierra, pese a los buenos índices de su macroeconomía y a los esfuerzos correctivos del modelo neoliberal emprendidos por los gobiernos del postpinochetismo.
El desprestigio del dictador no se contradice con la vigencia que todavía tienen en Chile las ideas, privilegios e intereses que dieron sostén intelectual a su régimen. Lo que prueba que, más allá de su fiero autoritarismo, Pinochet fue sólo el producto de una conspiración dirigida por la extrema derecha chilena y esa doctrina de la seguridad nacional de Estados Unidos que tantos horrores produjo en Latinoamérica y el Caribe.