10 mar 2008

Las dos sicilias

Viaje tardío a las dos Sicilias (I)/Gregorio Morán
Publicado en LA VANGUARDIA, 01/03/2008;
Este sí que es un país para viejos. Sicilia. Son viejas las tierras, las gentes, las costumbres, las muertes, las escrituras. También los monumentos, y hasta los niños. Lo más nuevo y luminoso en Sicilia es lo que queda por nacer. Y lo que está ahí desde hace mucho tiempo. Por eso recomiendo ir muy joven. Cuanto más joven se viaje a Sicilia, mejor. Los países buenos para viejos deben contemplarse con otra mirada. La gente mayor tiene una tendencia biológica a la complicidad y el acomodamiento; basta que les faciliten los transportes y que los camareros los llamen por su nombre de pila.
¿Por qué creen ustedes que Goethe dijo que aquí había empezado todo? Porque tenía 37 años cuando llegó a Palermo el lunes 2 de abril de 1787, y a esa gozosa edad uno puede hablarle de tú al pasado. No es imprescindible ser Goethe, pero conviene ser joven.
Cuando descubrí que Sicilia era otra asignatura pendiente, ya habían cerrado el plazo de matrículas por razones de edad. Se me permitía, eso sí, asistir a los cursos, como oyente, una fórmula antigua que no sé yo si aún se mantiene oficialmente y si tiene algún valor. Las enseñanzas viejas exigen oídos jóvenes. Fíjense sino en la gran literatura siciliana. Un festival.
Es imposible encontrar otro lugar donde haya tanto en tan poco espacio. Pero todo es espléndidamente viejo. ¿Qué es El Gatopardo de Lampedusa sino una demoledora visión derrotista de la vida? ¿De la siciliana? ¿Acaso hay otras?, preguntaría el príncipe de Salina. Mucha gente cree haber leído esa novela, triste como una balada para derrotados, simplemente por el hecho de haber visto la película de Visconti. Fuera del argumento, no hay nada entre ambas. Visconti era un aristócrata tronado que se preparaba para seguir siéndolo en la nueva clase emergente del proletariado ilustrado por el Partido Comunista Italiano. Bastaría leer su breve intercambio de cartas con Palmiro Togliatti, el legendario líder del PCI, para captar la complicidad entre ambos comentando algo tan aparentemente banal como la duración del baile palaciego y el vals entre Burt Lancaster y Claudia Cardinale. La novela de Lampedusa no deja resquicio al optimismo, ni siquiera el autor tiene la posibilidad de seducir a Alain Delon, como hizo inútilmente el viejo maricón que era Visconti. Giuseppe de Lampedusa era impotente, sin más, y había logrado un matrimonio blanco con una hermosa dama, algo fondona, pero exótica y culta, y con algún numerario para sumar a las menguadas rentas familiares. ¡Qué viejo es el príncipe de Salina lampedusiano!
No es extraño que los editores de los años cincuenta rechazaran el manuscrito sobre la vieja Sicilia de Lampedusa. Sólo un raro como Giorgio Bassani, boloñés, formado en la cálida y vieja burguesía de Ferrara, podía apreciar la esplendidez de ese texto que rezuma moho palermitano. Se le reprocha a otro grande de la literatura italiana, siciliano militante, Elio Vittorini, que su neorrealismo no le permitiera apoyar la edición de El Gatopardo.Una frivolidad. En Vittorini está parte de la mejor literatura italiana de posguerra, más brillante, en mi opinión, que Pavese y con mejor sentido de la narración; una prosa rica, por más pegada al terreno que estuviera. El problema es otro, no apto para diletantes, porque en el tema se iba la vida. La Sicilia de El Gatopardo,que nos emociona, nos conmueve, nos hace pensar, nos envejece, era un disparo por la espalda a las gentes como Vittorini, primero, y Sciascia y Bufalino luego, y hasta para el creador del chulo aburrido de El bello Antonio,de Brancati, profesor de instituto en Catalnissetta, el culo del mundo de no ser porque tenía de alumno a Leonardo Sciascia. Un magistral disparo por la espalda, irrepetible en su diana perfecta. Y lo sabía, vaya si lo sabía el amable y distante Lampedusa. Lo dijo sin decirlo, a la manera siciliana, ese modo que describía el gran Verga, un siciliano forzado, que los sufría en cada línea. Se desesperaba Verga, el gran autor de Los Malavoglia,que tradujo en España por Los Malasangre Cipriano Rivas Cherif, cuñado de Manuel Azaña. Contaba Verga que las clases aristocráticas sicilianas, las de Catania que eran las que mejor conocía, constituían una tortura para un escritor: “Nunca dicen lo que quieren decir, y si lo dicen es de una manera diferente; si están arruinados, afirmarán que les duele la cabeza. Pero ellos no podrán decir que les duele la cabeza, sino que tienen migrañas”. ¡Migrañas! La larga evolución del retorcimiento semántico desde la ruina económica a la jaqueca.
Bien, pues eso lo resumía sin apenas darse cuenta Lampedusa ante una novela trascendental de la literatura siciliana, Los Virreyes,de Federico De Roberto - hay traducción española de este monumento gracias a Mario Muchnick; quizá esté hoy descatalogado, como casi todo-, la crónica de los Uzeda, señores de Sicilia, desde los Borbones a la monarquía parlamentaria, pasando por Garibaldi. ¿Saben cómo la resumió ese canallita de palabra afilada, que parecía no matar una mosca, en Sicilia, donde las moscas debe ser el único animal protegido? “Es la crónica de unos señores, contada por el criado”. Entiendan entonces que se dieran por aludidos todos aquellos sicilianos que sentían en su cogote el aliento fétido de esa alta burguesía palermitana, de raíz española, que fotografió con la precisión de un buril Letizia Battaglia, la fotógrafa de la mafia aristocrática del sarao y del crimen.
Las dos Sicilias. No aquellas que decían los reyes y nobles españoles para referirse al reino, que sumaba también Nápoles, y definían con grandilocuente pereza De las Dos Sicilias, sino las dos Sicilias reales, vivas, contrarias, volcánicas. No creo que haya otro lugar del planeta donde haya tal cantidad de magníficos escritores - si fuera sólo de escritores, sin adjetivar, yo propondría Catalunya- que cubren toda la gama, distintos e imposibles de amalgamar. Aquí, que somos tan dados a la taxonomía generacional, los catedráticos de universidad tendrían que trabajar mucho, porque lo gregario alivia y lo individual excita. Cada siciliano es una isla, escribió Sciascia. La Sicilia creadora y la Sicilia atávica, la del talento y la del asesinato. La de la belleza y la de la sangre. Todos los reclutas de la identidad están obligados a visitar Sicilia, la única literatura que conozco que tiene el secreto del prodigio, la mezcla alquimística de escribir desde lo suyo hacia todo lo demás; con dos premios Nobel tan dispares y sicilianos como Pirandello y Salvatore Quasimodo. Dos Sicilias que viven encontradas, desgarradas también. Por eso he decidido empezar por la literatura, porque todo está en la literatura y lo que no está es quizá porque no merezca la pena.
Dos Sicilias. Me reconozco apasionado de Pirandello. Su lectura enladrilló mi adolescencia hasta el punto de que hay personajes que aún pienso si los leí en él o eran de la familia buscando aún al autor. Entre los sueños de mi vida estuvo preparar una versión de los Seis personajes… que probablemente no tendré oportunidad de hacer nunca y que quedará ahí como otra invención pirandelliana. Pero voy a otra cosa. Fue ahora, preparando y asimilando este viaje tardío a las dos Sicilias, cuando gracias a Andrea Camilleri, otro siciliano, me enteré de que el maestro Pirandello se había casado en 1894 con una mujer a la que apenas conocía - “en mes y medio me han dejado ver a la prometida dos veces”-. Un matrimonio pactado, por dinero, entre don Stefano Pirandello y don Calogero Portolano, padres de los cónyuges. En él, el más internacional de los dramaturgos, estaban las dos Sicilias, la de la creación y la atávica.
Gesualdo Bufalino, un tipo raro que llegó tarde a todo, incluida la literatura, en la que alcanzó el magisterio casi póstumo, dejó escrito: “Es cierto que la Sicilia son muchas y que nunca acabaré de contarlas todas”. Murió sin terminar de numerarlas, en un accidente de automóvil. Como conductor también era tardío.
La próstata de Bernardo Provenzano/
Gregorio Morán
LA VANGUARDIA, 08/03/2008;
Para averiguar la trascendencia de una próstata mafiosa es menester un viaje tortuoso. Empezar, apenas se aterriza en Sicilia, enfilando la autovía que lleva a Palermo. En el lateral de entrada encontrará una especie de monolito alado que recuerda una voladura histórica. Es el lugar donde asesinaron, el 23 de mayo de 1992, con suficiente explosivo como para mover una montaña, al juez antimafia Giovanni Falcone, a su esposa y a tres guardaespaldas honorables. Si va usted en taxi le sugiero que pregunte, por más que le harán repetir la pregunta un par de veces como si no le hubieran entendido. Cuando el taxista le responda indicándole el lugar del atentado, ese es el momento en que tiene que insistir para conseguir la respuesta del millón: “¿Y dónde estaba Brusca?”. Porque esta historia, sin Giovanni Brusca, sería imposible. (Guardo diferentes retratos de Brusca, uno de los ejecutores más crueles de la historia de la mafia; hoy convertido en un renegado colaborador de la justicia, pero ayer capaz de disolver en ácido a los parientes de sus adversarios, niños incluidos.) El taxista, impávido, le señalará, con un gesto de distanciamiento, hacia un pequeño edificio de una sola planta recientemente encalado, una especie de depósito donde Brusca, el jefe de sicarios, recibió la señal a partir de la cual los coches del juez Falcone y sus policías acababan de pasar la última curva e iban hacia el cadalso. Y pulsó el mando a distancia.
El mando a distancia. Esa es la razón por la que saltamos de la autovía que lleva a Palermo desde el aeropuerto, hasta Mesina, en el extremo oriental de Sicilia, pero conviene detenerse 30 kilómetros antes, en una población de nombre para nosotros llamativo, Barcellona Pozzo di Gotto. Lo de Barcellona le viene, aseguran, de los catalanes del siglo XVI, y Pozzo di Gotto, de una aldehuela; se juntaron y quedó Barcellona Pozzo di Gotto, una población que cuando tenía 60.000 habitantes, tal que ayer, gozaba de singularidades tan propias como disponer de cien iglesias y seiscientos abogados. Sicilia es uno de los lugares donde menos se respeta la ley pero la paradoja la convierte en un auténtico hormiguero de letrados. Y es que buena parte de ellos están para eso, para garantizar legalmente la vulneración de la ley. La fina ironía siciliana, poco dada al sarcasmo pero muy aguda, concede a Barcellona Pozzo di Gotto tres historias llamativas. La del heladero que ganó un concurso mundial de helados que se celebra en Las Vegas, Estados Unidos; conseguir que una señorita de la ciudad alcanzara el estrellato de Miss Italia, cosa imposible sin la mafia; y, sobre todo, entrar en el cómputo del lugar más discreto y notable de Cosa Nostra cuando se supo que el mando a distancia que manejó Brusca y que voló a Falcone y a los suyos, procedía de la ciudad.
Aquí nació Attilio Manca, protagonista principal, aunque demorado, de nuestra historia. Un muchacho de familia asentada, padres profesores, que se dedicó a la medicina y que se convirtió con veintitantos años en un cirujano urólogo excepcional, por su formación, sus conocimientos y su edad. Estudió en Roma y París, y se instaló en la romana Viterbo. Un siciliano egregio que gustaba de volver a casa con frecuencia; hacia la madre, los amigos y las viejas amistades. Para quienes le trataron fue un tipo de excepción, culto, sensible, atractivo, soltero sin demasiadas ganas de dejar de serlo. Pero la vida es un sorteo y como a casi nadie le toca nada que no sea volver a jugar, los amigos de Attilio Manca, como media Barcellona Pozzo di Gotto, viven colaborando con la mafia. Y la mafia en la época que le tocó vivir a Attilio Manca, tenía un nombre. Bernardo Provenzano.
Hasta su reciente detención, en abril del 2006, Provenzano llevaba viviendo en clandestinidad 43 años. Culturalmente, sabemos que su fundamental fuente de saber era la Biblia; por lo demás, se trataba de un semianalfabeto, capo mafioso, responsable de innumerables crímenes y de todos los tráficos posibles; tráfico de droga, extorsiones y las dos actividades que más fondos reportan a la mafia: las obras públicas y la sanidad. La profesión médica es una fuente hasta ahora inagotable de fondos y colaboraciones mafiosas. (La historia de jefes mafiosos, y al tiempo médicos ejercientes, es amplia en Sicilia.) Pero ya fuera porque desconfiara del ilustre gremio del juramento hipocrático, ya fuera porque prefería las clínicas francesas, Provenzano se hizo operar en Aubagne, cerca de Marsella, población famosa por dos instituciones muy francesas y muy del espectáculo, la Legión y Marcel Pagnol. Gracias a la familia mafiosa que se ocupó del asunto, ahora convertida en colaboradora de la justicia, sabemos casi todo de la enfermedad de Provenzano. La próstata, la maldita próstata.
Esa era la especialidad de Attilio Manca y por más que haya múltiples sospechas y ninguna prueba, debió de ser requerido por alguno de sus amigos de la adolescencia, que incluía parientes cuya colaboración con la mafia está probada. Se tiene constancia de que, coincidiendo con el internamiento clínico del capo Bernardo Provenzano en la clínica La Casamance, Attilio Manca telefoneó a su madre, nervioso, excitadísimo, con toda probabilidad consciente de que debía hacer algo, supervisar quizá la intervención quirúrgica, que le podía costar la vida. Nadie tiene de paciente a un jefe mafioso que no pueda garantizar la fidelidad o la muerte. Lo cierto es que desde aquellas fechas fatídicas, Attilio Manca, que no era más que un cirujano con mucho futuro y escaso presente, se convirtió en un tipo esquivo y críptico en sus frases de doble sentido. Lo encontraron una mañana, en su apartamento de Viterbo, muerto por sobredosis de heroína, y con la evidencia de que la casa había pasado antes por un concienzudo limpiado de armarios y pertenencias. Sólo cometieron un error sustancial. El pinchazo de caballo estaba en el brazo izquierdo, y Attilio era zurdo.
En principio sus padres asumieron la catástrofe con esa resignación de quien no entiende nada pero sabe lo suficiente del destino como para conocer su condición de ciego, pero luego, conforme descubrieron algunos detalles, iniciaron una campaña, que aún prosigue, para saber la verdad sobre el homicidio de su hijo. Y entonces ocurrió algo muy significativo en Barcellona Pozzo di Gotto, y es que mientras había que dar el pésame por un hijo drogadicto, todo el mundo se mostraba amable y comprensivo, pero cuando el fantasma de la mafia apareció en el horizonte todo cambió y los amigos solidarios desaparecieron, por más que aparecieran otros, y las autoridades se mostraron esquivas y los jueces temerosos y nada diligentes. Empezó el aislamiento y las amenazas.
Y aquella ciudad modesta, con una burguesía pródiga en bienes, concentró la atención de muchos que hasta entonces no le habían prestado la suficiente importancia. La muerte de Attilio Manca echó sobre ellos una mirada que siempre había pasado de largo, y descubrió que era uno de los centros más importantes de la Sicilia mafiosa y que la discreción que compartía con el capo di capi Bernardo Provenzano podía consentir esa acumulación sorprendente de capitales, sin producción alguna y con grandes excedentes monetarios. Y todo lo que había empezado por el mando a distancia que había manejado Brusca y que se tradujo en el asesinato del juez Falcone y sus acompañantes, había sido decidido por Provenzano, quién sabe si en la propia Barcellona Pozzo di Gotto. La desasosegante historia del cirujano Attilio Manca y de su muerte, y muchas cosas más, están contadas con algunos pelos y muchas señales en un libro estremecedor que acaba de aparecer en castellano, El enigma siciliano de Attilio Manca (Editorial Cahoba), obra de un gran conocedor de Sicilia y de la mafia, el catalán de Barcelona sin Pozzo di Gotto Joan Queralt. Allí puede leerse esta reflexión de brutal actualidad: “No es fácil ser pariente de una víctima de la mafia, porque el coraje conduce a la soledad”.

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