Honestidad intelectual y conflicto de intereses/Elisa de la Nuez es abogada del Estado, fundadora de Iclaves y editora del blog ¿Hay derecho?.
El
Mundo |21 de agosto de 2015..
Recordaba
Jefferson que el arte de gobernar consiste en el arte de ser honesto. Pero
parece que es un arte que no está al alcance de todo el mundo, y menos en una
democracia de baja calidad, sin contrapesos importantes y sin rendición de
cuentas. En todo caso, lo primero que se echa en falta en el debate público en
estos días es la honestidad intelectual, dada la tendencia a encubrir los
intereses de quien sostiene determinados argumentos bajo unos ropajes más
presentables de cara a la opinión pública. Si no somos demasiado inocentes
debemos entender que cuando alguien defiende una determinada postura sobre un
asunto de interés público lo puede hacer por convicción pero también por puro y
simple interés, ya se trate del interés del partido, del grupo social,
económico o profesional al que se pertenece o del interés particular (muchas
veces crematístico). Lógicamente la ciudadanía considera que mantener una
postura públicamente en base a convicciones o principios -léase ideología-
resulta más admisible que hacerlo por un interés egoísta y/o material. Pero no
siempre es fácil distinguir un caso de otro, especialmente cuando los
intervinientes no tienen demasiado interés, como suele suceder, en proporcionar
la información que podría permitirlo.
La
cuestión es especialmente relevante cuando hablamos de decisiones que tienen un
marcado carácter técnico. Por ejemplo, si un Comité de expertos aconseja al
Ministerio de Sanidad la prescripción de un determinado medicamento tendrán más
credibilidad si no trabajan para la empresa farmacéutica que los fabrica. El caso,
por cierto, no es inventado. Recientemente se ha hablado de los posibles
conflictos de interés en que incurrirían algunos de los expertos nombrados por
el Ministerio de Sanidad para elaborar el Plan Nacional contra la Hepatitis C.
El problema de fondo -según la información disponible- es que en el Ministerio
nadie se había molestado mucho por comprobar si los nombrados incurrían o no en
un conflicto de interés. Ya saben, hay que fiarse de la gente. Por lo que se
ve, los interesados tampoco se habían preocupado por proporcionar una
información que podría ser bastante relevante a los efectos de valorar sus
recomendaciones.
En
definitiva, ni el Ministerio ni los expertos habían considerado la posibilidad
de la existencia de un posible conflicto de interés digno de tal nombre. Suele
ocurrir: es muy complicado que quien puede incurrir en un conflicto de interés
sea capaz de detectarlo por sí mismo. Por eso precisamente se requiere el
juicio ajeno, juicio que debe fundamentarse en los datos objetivos y no en el
carácter moral de los intervinientes. Afortunadamente, el Consejo de
Transparencia y Buen Gobierno ha resuelto en sentido favorable la petición de
un ciudadano de que se hagan públicas las declaraciones de interés de los
expertos: en este ámbito, como en tantos otros, la transparencia es esencial
dado que es la única herramienta de que disponemos para desvelar los posibles
intereses particulares que se esconden -a veces inconscientemente- detrás de
las manifestaciones o las declaraciones en un debate público.
Efectivamente,
muchas personas pueden no llegar a ser conscientes de hasta qué punto son sus
intereses particulares los que determinan sus argumentos a favor o en contra de
una determinada decisión o política pública, aunque por supuesto nunca faltan los
cínicos que lo saben perfectamente. En todo caso, parafraseando la famosa frase
atribuida a un senador norteamericano, es propio del ser humano no reparar en
los conflictos de interés en que incurre cuando el hacerlo perjudicaría
gravemente sus ingresos. Por eso es tan frecuente que se detecten con toda
precisión las contradicciones, los errores y los conflictos que subyacen en los
argumentos y posturas de los contrarios mientras que rara vez se observan en
los propios. De ahí que la transparencia y los contrapesos institucionales sean
esenciales y no sea suficiente con apelar a la confianza en las personas,
incluso en aquellos casos en que su honorabilidad parece fuera de duda.
El
debate sobre la privatización de la gestión de la sanidad, sobre la calidad de
la educación, sobre la gobernanza de la universidad y no digamos ya sobre
reformas que afectan directamente a determinados colectivos profesionales son
otros tantos ejemplos. Sin olvidar que muchas veces los mejores expertos son
también los que más intereses tienen en la cuestión. A veces incluso nos
encontramos con un problema añadido: las personas pueden tener varios gorros y
no siempre es sencillo identificar con cuál defienden una postura. Y no todos
los gorros son iguales: hay algunos -el birrete académico, por ejemplo- que
otorgan una cierta presunción de imparcialidad y una mayor credibilidad, dado
que se supone que un profesor universitario no puede tener más interés
particular en un asunto que el estrictamente académico o teórico. En cambio otros
gorros, como los de empleado por cuenta ajena, no gozan de la misma presunción
de neutralidad. Pero ¿qué ocurre si por ejemplo un catedrático que participa en
una importante reforma sobre la legislación mercantil del gobierno corporativo
de las empresas cotizadas es también socio de un gran despacho que a su vez
asesora a una de ellas que tiene interés directo en evitar la imposición de
determinado tipo de normas? ¿No convendría saberlo? Por no hablar de los casos
un poco más sofisticados donde las relaciones que se entablan no son
profesionales, sino personales y no fácilmente detectables al pertenecer al
ámbito privado.
Evidentemente
esto no sólo ocurre en España; pero como es habitual, aquí el problema se
agrava por la tradicional opacidad y resistencia a facilitar información
personal o profesional que puede resultar muy clarificadora precisamente para
que los ciudadanos podamos conocer algunos datos relevantes de la biografía de
los que intervienen en un debate público: datos que nos ayudarán a valorar no
sólo su formación sino sobre todo su independencia y su credibilidad. Pero
solemos topar con la sacrosanta protección del derecho a la intimidad y a la
protección de datos personales, que tantas veces se usa en España como un
pretexto para ocultar información cuyo conocimiento no favorecería precisamente
a quien la esconde. No nos confundamos: no se trata de cotillear, se trata
sencillamente de conocer cuáles son las trayectorias personales y profesionales
de las personas que adoptan decisiones públicas relevantes o intervienen en un
debate público importante. Es cuestión de honestidad intelectual, sin la cual
-para qué nos vamos a engañar- no es fácil que exista la otra. En este sentido,
resultaría muy de agradecer que los protagonistas de la vida pública faciliten
no sólo sus declaraciones de interés, como los asesores del Ministerio de
Sanidad, sino su curriculum vitae, a ser posible sin adornos, omisiones o
directamente falsificaciones.
Claro
que en una democracia se supone que los políticos deben de anteponer los
intereses generales sobre los suyos particulares, o mejor aún, que sus
intereses coinciden precisamente con los intereses generales y que la única
diferencia entre unos y otros es la forma de interpretarlos, es decir, la
ideología que subyace según que se trate de conservadores, socialdemocrátas,
etc., etc. Pero eso es sólo la teoría. Conviene no pecar de ingenuidad: el
político tiene su propia agenda, y salvo en el caso de personas altruistas y
con auténtica vocación de servicio público -que también existen- puede ocurrir
que esa agenda tenga también algo que ver con los intereses no ya del grupo de
pertenencia, lo que es más comprensible, sino también con los particulares, lo
que es más peligroso. De ahí que la exigencia de transparencia a nuestros
cargos electos -y al resto de la clase política- sea irrenunciable. Actitudes
como la del presidente del Congreso de los Diputados señalando que hay que
creer en la palabra de parlamentarios o ex parlamentarios como Martínez Pujalte
o Trillo cuando afirman no haber incurrido en ninguna incompatibilidad o
ilegalidad después de cobrar grandes cantidades de dinero por “asesoramientos
verbales” a empresas que obtuvieron contratos de administraciones autonómicas
gobernadas por el PP resultan anómalas y preocupantes y como tales deben de ser
denunciadas. Y es que hoy sigue plenamente vigente la observación de Jeremy
Benthan: “Cuando más te observo, mejor te comportas”.
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