El
País |4 de octubre de 2015
Cuando
la conocí, en los años sesenta, en un vuelo de Londres a Barcelona, Carmen
Balcells llevaba un extraño rodete en la cabeza y una camisola que parecía de
abadesa. Muchas veces le tomaría luego el pelo recordando ese atuendo. Nunca
sospeché en aquel viaje que ella sería en el futuro, además de mi agente
literaria, mi amiga más íntima y querida.
Con
la franqueza que siempre la caracterizó me dijo en aquella ocasión que había
cometido un error aceptando la oferta de Carlos Barral de ser la agente
literaria de la editorial Seix Barral, porque la razón de ser de este oficio
era defender a los autores frente a los editores y no al revés. La segunda vez
que nos vimos, no mucho después, ya había convencido a Carlos que la dejara
partir y comenzaba a operar de manera independiente como agente literaria.
Consiguió, por lo pronto, que Seix Barral anulara el leonino contrato que yo
había firmado (sin leerlo, claro está) por mi primera novela, La ciudad y los
perros, cediendo aquellos derechos por toda la eternidad y concediendo a la
editorial una comisión del 50% sobre todas las traducciones. Había comenzado ya
ese largo combate que ella ganaría al cabo de los años en toda la línea y
cambiaría para siempre la relación entre escritores y editores en todo el
ámbito de nuestra lengua. E, incluso, más allá: recuerdo muy bien el día que me
llamó para contarme que, por primera vez en su historia, la editorial
Gallimard, de Francia, había aceptado firmar el contrato de un libro por sólo
10 años de duración.
Los
editores, al principio, la odiaban y querían acabar con esa intrusa que se
enfrentaba con ellos de igual a igual y los obligaba a competir para poder
hacerse de un inédito. Algunos ofrecían a los autores pagarles mejores
anticipos a condición de que prescindieran de esa intermediaria temible.
Llegaron a ponerle un juicio, que, afortunadamente, perdieron. Ella, en las
negociaciones, “derramaba vivas lágrimas” (como la princesa Carmesina del
Tirant lo Blanc), pero no daba su brazo a torcer y, a menudo, como dicen en
España, los ponía a parir. Poco a poco, los editores fueron comprendiendo que
lo que Carmen hacía era algo más trascendente que defender los derechos de sus
pobres escribidores, es decir, sacar de las cavernas a la edición española,
modernizarla, incitándola a ser ambiciosa y proyectarse por todo el vasto
territorio de la lengua. Muchas veces, en ese surtidor permanente de ideas que
era Carmen, ellos encontraron iniciativas fecundas para lanzar nuevas
colecciones, hacer lanzamientos de libros, mejorar sus formatos y conquistar
nuevos públicos para la lectura. Sin “la muchacha de Santa Fe”, como se
autodefinía a veces, el llamado boom de la literatura latinoamericana
simplemente no hubiera existido y sus autores habrían pasado desapercibidos del
gran público.
Ser
representado por Carmen Balcells —algo que llegó a ser el sueño de todos los
jóvenes que comenzaban a escribir, en España y América Latina— constituía un verdadero
privilegio, pero significaba, también, aceptar su matriarcado y, en todas las
decisiones importantes, obedecerle sin chistar. Mil veces discutí con ella y
siempre perdí la discusión. Gritaba, lloraba, insultaba, volaban libros y otros
objetos por el aire, y siempre terminaba ganando ella, porque, además, casi
siempre tenía la razón. Dudo que alguien, en su tiempo, haya conocido mejor, en
sus detalles más secretos, la industria editorial y utilizado mejor, siempre en
beneficio de autores y lectores, el mercado del libro.
Nunca
conocí una persona tan generosa como Carmen. Con su tiempo, con su afecto, con
su inteligencia y, claro está, con su dinero. Algunos de los escribidores a los
que —literalmente— mantuvo, porque creía en su talento aunque sus libros
tuvieran sólo un puñado de lectores, la traicionaron, y esas decepciones las
encajaba con enorme elegancia, pero la hacían sufrir mucho. Se metía en la vida
privada de sus autores sin el menor escrúpulo, y siempre para bien. Consolaba a
viudos y viudas y, si hacía falta, les buscaba cónyuges de reemplazo; componía
matrimonios y parejas, o, si era necesario, los liquidaba. Una vez se pasó toda
una noche —sí, toda una noche— tratando de disuadir por teléfono a un editor
neoyorquino que la llamó desde Manhattan para decirle que iba a suicidarse
(fracasó en su empeño, porque ese mismo amanecer, después de colgar, éste se
ahorcó en un poste del alumbrado eléctrico).
La
tragedia de su vida fue la gordura. Hizo dietas, frecuentó clínicas —ella me
llevó por primera vez a la Clínica Buchinger—, visitó a médicos de medio mundo,
y varias veces llegó a bajar de peso. Pero nunca le duraba, porque, tarde o
temprano, el apetito, esa tenia insaciable, la vencía, y volvía a engordar. Una
noche hizo que se me helara la columna vertebral por la respuesta inesperada
que me dio, cuando le conté que, no sé con qué motivo, me llevaron a La
Zarzuela y me presentaron al rey Juan Carlos. Su Majestad, lo primero que me
preguntó fue: “¿Cómo es esa famosa Carmen Balcells que, según dicen, recorre el
mundo vendiendo a los autores españoles?”. “Ya ves, Carmen, te has vuelto
famosísima”. Recuerdo su extraña mirada, la mueca de su cara, y la increíble
frase, mascullada en voz muy baja: “¿Quieres que te confiese una cosa? Hubiera
dado todo lo que he hecho y alcanzado por ser bonita, aunque fuera un solo
día”. “¿Estás hablando en serio o me tomas el pelo?”. Entonces, aparentó que se
reía: “Sí, sí, te lo juro, mi sueño fue siempre ser una mujer-objeto”.
Hace
ya un buen número de años que toda clase de males se abatían sobre su cuerpo.
Ella los combatía, con la pugnacidad y constancia con que seguía negociando los
contratos. Conservaba la mente lúcida y la misma capacidad de trabajo de
siempre; ya no podía caminar y tenía que meterse a clínicas y pasarse horas y
días entre médicos. Pero todas las otras horas seguía manteniendo activa y
pujante, con horarios enloquecidos que duraban a veces hasta el alba, esa
oficina de la Diagonal de Barcelona, a la que tantos escribidores y editores y
lectores debemos tanto.
El
último día que la vi, la antevíspera de su muerte, estaba eufórica, llena de
proyectos y de bromas. Pero —la visitaba luego de dos y medio o acaso tres
meses— nunca la había visto tan acabada físicamente, con tanta dificultad para
acomodarse en la sillita de ruedas, con esos súbitos ataques de tos, esa piel
lívida, esas ojeras violáceas y el fruncimiento constante de la boca. Tuve
entonces la seguridad de que era la última vez que la veía. Murió en su ley,
resistiendo, combatiendo, sola en aquel dormitorio repleto de manuscritos que
se había propuesto leer hasta el final. Nadie llenará nunca el vacío que deja
en el oficio que inventó y llevó a unas alturas desconocidas hasta entonces. Y
nadie podrá consolarnos nunca de la tristeza en que nos deja a los que la
conocimos y quisimos.
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