No se quedaría callado, desde
luego/ Ignacio García de Leániz Caprile, profesor de
Recursos Humanos de la Universidad de Alcalá de Henares
Publicado
en EL MUNDO, 07/02/12.
Hace hoy
200 años que el más leído de los novelistas ingleses, Charles Dickens, nacía en Portsmouth para llevar una vida tan
dickensiana como sus obras, plena de sinsabores y felicidades, con infancias
robadas e inocencias incólumes y un cáustico escepticismo inseparable de una
ilusión sonriente, como leemos en la más autobiográfica de sus obras: David Copperfield. Todo ello hilvanado
por una virtud que me temo hace mucho que perdimos: una inmensa ternura por el
desdichado. Por eso a su muerte, alguien pudo escribir anónimamente como
epitafio sucinto: «Amó al pobre, miserable y oprimido».
Y su vida
y obra no fueron en absoluto estériles: gracias a sus novelas por entregas que
iba publicando semanalmente en periódicos como Household Words y All the Year Round con sus miles de lectores
londinenses, Inglaterra fue tomando en sus diversos estamentos conciencia
crítica de los graves excesos de la Primera Industrialización en el plano
social, laboral y medioambiental. Y los mecanismos correctores que los dramas
tragicómicos de Dickens solicitaban, hicieron que a la postre fallara la
profecía de Marx sobre que Inglaterra sería la pionera y adalid de la
revolución proletaria. Pocas veces una literatura tan llena de buenos
sentimientos como conocedora del mal en todas sus formas y siempre ligada a la
realidad, ha tenido tanta dimensión política y transformadora. Y ello a través
de un periodismo que le daba eco y que se iba convirtiendo en un cuarto poder
sin el cual no se puede comprender el gran secreto social y político de
Inglaterra. Para Dickens, en cierta manera, la buena literatura era la política
por otros medios, esta vez impresos.
Así las
cosas, cabe preguntarnos en este bicentenario que cae en tiempos poco vivideros
qué podría enseñarnos el autor de Grandes esperanzas, a sabiendas de
que ente él y nosotros media una diferencia difícilmente salvable: la que hay
entre un autor medularmente cristiano y un mundo nuestro tan secularizado. No
obstante ello, creo que nuestro común amigo nos diría, ante nuestro Desastre
del 12, algunas cosas muy necesarias sobre las nuevas formas de desdicha
laboral y la podredumbre de nuestro sistema financiero, por ejemplo. Al fin y
al cabo, como escribió en La pequeña Dorrit: «Cada fracaso le enseña al hombre
algo que necesitaba aprender».
Sobre la
desdicha en el mundo del trabajo, que aparece encarnada en su inocencia y
desamparo en Stephen Blackpool y Rachael, la pareja de operarios en los telares
de Coketown en Tiempos difíciles, o en Lizzie Hexam, la hija del pescador de
cadáveres del Támesis en Nuestro común amigo, Dickens se quedaría estupefacto
ante nuestra calamidad laboral. Y lo primero que nos plantearía a la vista de
nuestra tasa de desempleo y ese fatídico horizonte de seis millones de
desempleados, es si realmente nos percatamos de que el número de desempleados
en la Alemania de Weimar de 1932 era de cinco millones de alemanes sobre una
población estimada de 67 millones de habitantes. Sería uno de esos golpes de
realidad implacables tan dickensianos que nuestro autor nos espetaría como
aviso a los navegantes y uno de esos hechos («facts, facts») incontestables que
quería el ideal empírico de la escuela de Mr. Gradgrind según el memorable
comienzo de Tiempos difíciles. No fuera a ser que nos estuviéramos
acostumbrando a no querer ver la verdadera dimensión -y amenazas larvadas- de
la tragedia de nuestro mercado de trabajo (?), que coincide, además, con una
grave crisis institucional.
También
nos destacaría cómo el fenómeno de la desdicha -«siempre pagamos los mismos»,
exclamará resignado el viejo Stephen al ser despedido- se traslada ahora desde
el puesto de trabajo a la ausencia del mismo, de la fábrica al domicilio del
desempleado. En la desintegración y atomización del parado, desgajado de los
arraigos sociales que confieren los grupos de trabajo y que hacían la vida
mínimamente vivible incluso en los arrabales de Coketown, vería nuestro autor
una cristalización del nuevo perfil del desdichado. El cual resulta invisible
para nosotros -seres con trabajo- pues está donde no esta nadie, retraído de la
esfera pública laboral. De ahí que nos resulte bien difícil tomar conciencia de
la «desdicha desempleada» y poder seguir así el postulado de Simone Weil -tan
dickensiana ella- cuando escribe: «Aquellos que son desgraciados no necesitan
nada en este mundo salvo gente capaz de darles su atención». Y el trabajo es
una forma específica y eminente de atención: justo lo que se le niega.
Por eso
mismo, creo que si Dickens reviviera escribiría con toda su empatía y ternura
la gran novela sobre el desempleo con su nueva forma sutil pero sumamente
doliente de desdicha, en este nuevo «struggle for life» que él tanto temía por
su vivencia en carne propia del darwinismo social londinense. Y desde luego que
se rebelaría contra la reducción a meros números y estadísticas de los
desempleados, tal y cómo hace nuestra burocracia y discurso político dominantes
como si siguieran al pie de la letra la caracterización de Mr. Gradgring,
símbolo del Utilitarismo de Stuart Mills, que se nos muestra al comienzo del
capitulo segundo de Tiempos difíciles: «Soy un hombre de realidades. Un hombre
de hechos y cálculos (…) listo para pesar y medir cualquier parcela humana y de
decirle exactamente hasta dónde llega (…) Es una simple cuestión de cifras, un
caso de pura aritmética». Dickens sabía muy bien que la estadística era una
forma refinada e indolora de borrar la desdicha.
Pero no
menor sería -me temo- su arrebato contra nuestro establishment financiero.
Nunca cejaría de recordarnos, frente a quienes dan la batalla del olvido con la
dormidera de la Liga de Fútbol o de la Fórmula 1, que el origen de nuestra
crisis y de tantos dolores se ha debido en parte sustancial a la catastrófica e
inmoral gestión de nuestro sistema financiero, que se reputaba como sólido y
admirable. Exactamente con la misma respetabilidad y reputación con que se nos
presentaba el banquero Bounderby en la primera parte de Tiempos difíciles,
hasta que el lector descubría capítulos después su verdadera calaña, impericia
y sentido sensual del dinero.
Nuestro
autor se documentaría al respecto de lo sucedido con nuestros bancos y cajas;
esto es, de sus 800.000 millones de euros de deuda, los 120.000 millones
recibidos (12% del PIB en diciembre último), los sueldos y planes de jubilación
de sus directivos, el escándalo cotidiano de las participaciones preferentes,
los Eres previstos, etcétera. Y por supuesto no se quedaría mudo. Y sospecho
que diría exasperado que por aquí todo ha sido un inmenso Lehman Brothers, y
que la actual jactancia y negarse a reconocer los hechos por parte de los
Consejos de Administración no es sino la réplica exacta de su personaje
financiero en Tiempos difíciles, Josiah Bounderby, que no se rendía ni ante la
evidencia: y así le fue. Justo lo que acaba de recordarnos Willem Buiter
-economista jefe de Citigroup- cuando en páginas vecinas (29/01/12) resaltaba
que la verdadera situación y toxicidad de los bancos y cajas han sido «un área
de negación para las autoridades españolas durante años».
Tras lo
cual, escribiría nuestro autor con mucha ironía sobre el espectáculo que han
dado hace bien poco los presidentes de los dos grandes bancos españoles al
presentar sus respectivos balances (que por supuesto ya nadie se cree) y decir
ambos que están sin problemas, mientras el Pepito Grillo de sus cotizaciones
bursátiles les dejaba en pura evidencia. No, desde luego que Dickens no se
callaría.
En un
rincón de la abadía de Westminster, en el Poets’ Corner, se encuentra una
lápida con esta inscripción: «Charles Dickens: Born 7th february 1812. Died 9th
june 1870». Uno añadiría como epitafio de nuestro gran hombre aquel bello final
de Tiempos difíciles, donde, tras enumerar algunas esperanzas muy deseables,
nos interpela cordialmente: «¡Querido lector! Será responsabilidad tuya y mía
si, en nuestros respectivos campos de acción, ocurren o no cosas semejantes.
¡Hagamos que sucedan! Nos sentaremos ante la chimenea de nuestro hogar con el
corazón más ligero, mientras de manera inevitable los rescoldos de nuestro
fuego se convierten en cenizas grises y frías». Para eso me parece que escribía
y sigue escribiendo Dickens: para que nos demos por aludidos.
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