La novela en los tiempos líquidos/
Ricardo Cano Gaviria, escritor colombiano, residente en España.
La puerta del infierno (Igitur) es su última novela
Publicado
en EL PAÍS, 28/01/12):
Parece una
exageración, pero por desgracia no lo es: actualmente, cualquier contenido que
aspire al gran público difícilmente puede sustraerse a la tentación de la
novela. Y es que uno tiene la impresión de que hoy, para ser novelista, ni
siquiera se precisa ser un buen lector de novelas: no en vano, son cada vez más
abundantes los abogados, políticos, músicos, etcétera, que deciden probar
suerte con el género, sin ninguna ceremonia previa en relación con la
Literatura, esa criatura extraña a cuyo paso nos quitábamos antes el sombrero.
La literatura, ¿pero qué diablos es la Literatura? Una convención surgida a
comienzos del siglo XVIII, diría Foucault con frialdad de arqueólogo, mientras
que Conrad invocaría presumiblemente, como ya hizo en su introducción a El Negro del Narciso, la capacidad de
interpelar el sentido del misterio que envuelve nuestras vidas, considerada por
él una de las cualidades menos obvias y superficiales del lector.
En el
ámbito de la novela española se tuvo prueba de dicha capacidad en el caso de
Tiempo de silencio del psiquiatra Martín Santos, un clásico de la novela
española que sirvió también de clave interpretativa de la España de Franco, a
juzgar por el contenido del artículo de José María Castellet “Tiempo de
destrucción para la literatura española”. Aunque el título aludía a una obra
póstuma del novelista muerto prematuramente, transmitía también la imagen del
obligado silencio de los españoles durante el franquismo que acabaría
rubricando la obra de Martín Santos, de Sánchez Ferlosio, de García Hortelano,
de Juan y Luis Goytisolo, de Marsé; luego serviría también de matizada
transición hacia la obra literaria de un ingeniero de puentes, compañero de
aventuras literarias de Martín Santos y uno de los novelistas más originales de
la moderna literatura española: Juan Benet. Pues bien: actualmente la capacidad
de estremecimiento de la literatura que animó a Martín Santos y Benet brilla
por su ausencia en los que, venidos de otras profesiones, echan mano del género
novela, y empieza incluso a escasear en los propios novelistas profesionales.
¿Acaso porque el asalto a la novela desde otras profesiones es tan solo el
síntoma de algo cuya raíz parece más fácil de describir que de esclarecer?
Resulta
muy sensato pensar que, siendo ciertamente la novela el espejo que recorre un
camino, no pudiese menos que reflejar las turbulencias de los tiempos que
corren, sometidos a una creciente sensación de inseguridad, transitoriedad y
desarraigo institucional, en fin, de liquidez, según la pertinente metáfora de
Zygmunt Bauman. Y ciertamente podría afirmarse que, mientras en muchos
novelistas se detecta una creciente contaminación del género por la marea de la
vida líquida que, lejos de hacerlos creadores de novelas iceberg, como hubiera
querido Hemingway, los convierte en simples portadores de contenidos
culturales, una minoría ha logrado oponer una resistencia sorprendente; así, el
norteamericano Philip Roth, cuyo doble Nathan Zuckerman, en una de las últimas
novelas del autor, sale lanza en ristre en defensa de la Literatura, o el
español Vila-Matas, un novelista crecido a la sombra de Borges, príncipe de los
narradores metaliterarios, especie protegida si las hay en la era de la
narrativa “cultural”…
En efecto,
puesta en circulación en EE UU en los ochenta del siglo pasado, poco antes de
que Alvin Kernan anunciara la muerte de la Literatura y la desaparición de las
Humanidades en la Universidad, una nueva noción de cultura, ya no concebida
como una escala de valores, eliminó de la novela el reclamo de la estética.
Versión norteamericana de los Cultural studies, desde entonces esta visión ha
venido hipnotizando y sojuzgando de forma progresiva las temáticas de la novela
hispanoamericana (narconovela, inmigración, violencia, apartheid) hasta el
punto de que hoy podría pensarse que, antes que los premios a la calidad
estética, serían más apropiados para ella, como ya ocurre en el cine -así y
todo más capaz que la novela de sobreponerse a los lastres temáticos-, los
premios a la diversidad cultural. Más o menos camuflados en ese carrusel
multiculturalista cabalgarían la conciencia ecológica y el pensamiento
políticamente correcto que inspiran lo que hoy podría llamarse novela
comprometida de evasión, mientras que la simbiosis nacida a ambos lados del
océano entre novela policiaca y denuncia política, pero sobre todo la novela
que en España se inspira en la memoria histórica heredera de la Guerra Civil,
no participarían por suerte en tales festejos. Celebrados en los extramuros de
la Literatura, bajo la tutela prioritaria de un pragmatismo cada vez más embriagado
por las cifras de ventas, cumplen gustosos con la función que les encomienda la
invisible y astuta racionalidad cultural de los tiempos líquidos: no defraudar
el “horizonte de expectativas del lector” (en el lenguaje de los teóricos de la
recepción) como base de cualquier éxito literario.
Tal noción
de cultura justifica la alusión de Bauman en su Vida líquida a una afirmación
de Hannah Arendt sobre la palabra belleza (la belleza como meta de la cultura),
elegida por ella por ser el epítome mismo que desafía toda explicación
racional/causal. Que un sociólogo invoque de tal forma la estética arrojada por
la borda por los propios estudiosos de la novela, adquiere relevancia especial
en un momento en que, por otro lado, el silencio de la crítica (véase la muy
oportuna “radiografía” de la misma publicada recientemente en Babelia), no
revela sino que también ella forma parte del problema. Bien porque tiene miedo
de redefinir su papel en un sistema que en el fondo querría suprimirla -lo que
la condena a la mala fe-, bien porque no hace nada ante la agonía del lector
sólido, aquel que necesitaba sentir bajo sus pies la tierra de esa “condición
humana” cuya palpitación sentíamos hasta hace poco entre nosotros, se tiene la
impresión de que ni siquiera quiere salir en apoyo del novelista cuando, como
en el caso de Eduardo Mendoza, este se decide a dar la voz de alarma: “La
novela no ha muerto, sino el lector de novelas” (declaración del escritor
catalán que Vargas Llosa glosó afirmando su inquebrantable fe en la supervivencia
del género, expresada ya en 1972 a quien esto escribe en El Buitre y el ave
Fénix). ¿Ahora bien, si se acepta que en efecto hay una crisis del lector de
novelas, motivada por la entronización de un lector lobotomizado, incapaz ya de
detectar valores literarios, qué se puede hacer?
En última
instancia, solo caben dos posturas: una, la del laissez faire que hace tabla
rasa de la teoría literaria, la estética y la propia tradición humanística que
las inspira, a favor de esa especie de “mano invisible” que regularía la
industria cultural de la novela, para decirlo en sintonía con los propios
valores de la trituradora o, mejor, licuadora neoliberal. Otra, la de los que,
como los llamados teóricos de la recepción, saben que entre la masa de los
lectores siempre hay, desde que existe la novela, un lector especial, que está
en el origen de todo novelista; y que si se anula la diferencia básica para la
supervivencia de la Literatura entre el lector que solo será receptor y el
lector “indignado” que más tarde será también productor, no habrá para la
novela una segunda oportunidad sobre la tierra. Lectores presentes, leed como
si os fuerais a convertir en novelistas, futuros novelistas, empezad por ser
buenos lectores, como lo fue siempre el indignado Gustave Flaubert, que una vez
le recomendó a una de sus amigas lo siguiente: “Pero no lea como leen los
niños, para divertirse, ni como lo hacen los ambiciosos, para instruirse. No,
lea para vivir. Bríndele a su alma una atmósfera intelectual compuesta por la
emanación de todos los grandes espíritus”.
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