Querid@/Juan Cruz
Publicado en EL PAÍS, 09/07/10.
Pedro Salinas, el autor de La voz a ti debida, sintió el
impulso irrefrenable de defender la escritura de cartas (cosa que hace con
reconfortante brillantez en El defensor) cuando leyó, en una oficina de correos
de Nueva York, a principios de la década de los cuarenta del pasado siglo, este
anuncio publicitario: “No escribáis cartas, poned telegramas”.
El poeta afiló el cuchillo y gastó más de 200 páginas de
su inspiración para defender, como una conquista de la civilización, la pausa
que supone la escritura de cartas. Él escribió muchas, y algunas fueron tan
íntimas que no se han podido publicar hasta mucho después de su muerte; y no
soportó que, en la instalación de una nueva manera de comunicarse, los
norteamericanos (y, por tanto, el mundo entero) estuvieran degradando la
nobleza pausada de las cartas frente a la urgencia letal de los telegramas.
A veces pensamos que las polémicas que avivamos nosotros
son polémicas de ahora mismo, cuando todas tienen en realidad un pie en el
pasado. Lo que Salinas sintió ante la lucha del telegrama frente a la carta es
lo mismo que muchos sienten ahora cuando la carta sucumbe ante el poder
espectacular del correo electrónico. Sufren las plumas y los bolígrafos, y sufre,
en general, el papel carta. Pero la batalla está perdida, y no habrá un Salinas
que salga, como don Pedro, a defender lo que ya está casi definitivamente
vencido.
Los mismos argumentos que el altísimo poeta esgrimía para
abrazar su concepto de las cartas como expresión máxima de la cultura del
sentimiento y de la pausa, se han hecho ahora (y se continúan haciendo) para
prevenir del (mal) uso de la forma más moderna de las cartas, los emails. La
gente cree que estos correos electrónicos han desmejorado la comunicación por
carta; estiman que cuando ya no nos comuniquemos como por carta todos saldremos
perdiendo: ya no comunicaremos sentimientos, sino recados.
Bryce Echenique tiene una novela, La amigdalitis de
Tarzán, que transcurre enteramente como una correspondencia amorosa, y a veces
no tan amorosa. En algún momento, Bryce incluye esta traslúcida reflexión:
“Éramos mejores por carta”. Salinas dice lo mismo: las cartas nos hacen
mejores; reflejan un pulso que es imposible hallar en la voz; y cómo vas a hallar
en la voz escrita con la tinta de lo virtual lo mismo que hallarías en la
caligrafía diferente de cada amante, de cada novio, de cada corresponsal cuyo
pulso sea el titubeo que ya sabes que tienen las personas que te escriben de
amor o de despedida.
La disyuntiva a la que se refería don Pedro estaba entre
las cartas y los telegramas; ahora la discusión está entre las cartas ya
languidecientes, los correos electrónicos y los SMS. Es improbable que ahora
haya anuncios (en el supuesto de que existan oficinas de Correos tal como las
conoció Salinas) proponiendo esa alternativa. Es evidente que los correos
electrónicos sirven para una cosa y los SMS tienen su nicho en otro renglón.
Pero no hay tanta diferencia. Los correos electrónicos alcanzan el prestigio de
las explicaciones: te escribo y además te explico, y luego me despido. Los SMS
te dicen, y punto: quedamos, no quedamos, me quieres, no me quieres. En los
correos electrónicos hay una revelación un poco más sentimental, y por tanto
más barroca; la formulación se parece a las cartas antiguas (¡antiguas!), pero
el desarrollo adquiere los ribetes de lo provisional o urgente: buenos días,
soy fulanito, te escribo porque te necesito. Y punto final. Las cartas tal como
las conoció Salinas eran explicaciones en las que se incluían titubeos. Él
decía que con los telegramas parecía que no había tiempo que perder. Pues como
ahora: ahora no hay tiempo que perder. Pero perdemos mucho tiempo queriendo
llegar antes.
Antes había un tiempo de espera, temerosa o ilusionada.
La espera ya no existe: la caricia o el mandoble llegan casi al tiempo que se
escriben, y ese aire de ventolera ha añadido ansiedad a la vida, como si no
hubiera pausa para pensar: ¿qué me dirá?
Salinas decía que lo bueno de la escritura de cartas era la
relación de la mano con el papel, que sustituía la propia mano del otro; era
como una caricia pospuesta, que el otro recibía al encontrarse en su buzón con
el papel que tan amorosamente (o enemistosamente, vete a saber) le había
enviado el otro.
Durante un tiempo de mi vida fui el escritor de cartas de
mi barrio, en Tenerife. Las mujeres cuyos maridos habían emigrado a Venezuela
me iban a dictar sus cartas. Todas dictaban estos renglones al principio: “Me
alegro de que al recibo de esta mi carta te encuentres bien de salud. Nosotros
por aquí muy bien, gracias a Dios”. Después de ese comienzo reglado, aquellas
mujeres a las que la posguerra y su miseria sumieron en una determinada clase
de viudedad pasaban a relatar el índice terrible de sus dramas. No sé cómo
serían ahora esas cartas, pero seguro que ahora los medios nuevos las han hecho
innecesarias.
En fin. A Juan Carlos Onetti le preguntó una vez un
periodista de qué iba su novela Cuando ya no importe, que fue la última. Y
dijo: “Si tuviera que resumirla, en vez de una novela hubiera escrito un
telegrama”. Pues eso, ahora un telegrama o SMS o email vale más que mil
palabras, para cabreo de los que, como a Pedro Salinas, les gustaba oler lo que
venía dentro de los sobres de las cartas.
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