Trilogía de la ocupación/ Gregorio
Morán
Publicado
en LA VANGUARDIA, 25/02/12).
Cuando un
país tiene un jefe de policía que define como “el enemigo” a los estudiantes
que protestan, eso tiene un valor, no es ninguna excentricidad y exige un
análisis. El cese que se merece ese energúmeno es algo tan obvio que me da
igual a dónde le envíen, siempre que sean oficinas. Ahora que se ha puesto de
moda el policía obsesivo, al tiempo delincuente y justiciero, deberíamos
dedicarles una reflexión: están llamados a ser mucho más importantes que
nuestros políticos. Lo están siendo ya. Si somos una sociedad democrática, cosa
de la que tengo muy serias dudas, me es indiferente a dónde le manden, si la
patada se la dan hacia arriba o hacia abajo, pero hombres así son un peligro.
Son de esos que jamás utilizarían el término “enemigo” para designar a la
mafia. Se limitarían a definirla como “delincuencia internacional”. Si me
inquieta desde siempre el mundo policial es por una evidencia: no hay
ciudadanos de uniforme. Siervos o verdugos.
Pero
además existe un problema de lenguaje. No acertamos a definir las cosas; se nos
escapan en una terminología torpe, rotunda pero imprecisa, sin matices. Y eso
abarca incluso nuestra literatura. La ambigüedad de todo ejercicio literario se
nos ha escapado y sucede que te basta apenas con leer las veinte primeras
páginas de una novela para saber dónde está situado el autor, qué me vende.
Tenemos la literatura más efímera, me temo, que conocieron los tiempos.
Quizá se
deba a que esquivamos la tradición –es una hipótesis– y que la Guerra Civil
quebró ese entramado sutil que consiente que cada generación de escritores
pueda romper con sus maestros al tiempo que los hacen suyos, y los superan, o
lo intentan. Lo pensaba mientras leía ese ejercicio de talento literario que es
la Trilogía de la ocupación de Patrick Modiano. Obra de un veinteañero que abre
un pasadizo insólito, de apariencia nada rupturista, ejerciendo la singularidad
de un escritura ambigua y luminosa; personajes en el límite, enmarcados en una
época tan poco dada a la evocación y la nostalgia como la ocupación nazi de
Francia. Son tres novelas: El lugar de la estrella, La ronda nocturna y Los
paseos de circunvalación. En ninguna recuerdo haber encontrado las palabras de
la evidencia; ni nazi, ni fascista. Y sin embargo están presentes, con un
protagonismo absoluto.
No soy un
“modiniano”, que es como se dice de los apasionados de ese escritor francés,
discreto de modales y poco inclinado a la exhibición; algo de agradecer en un
mundo donde lo dominante es el espectáculo del autor y donde la obra hay que
contemplarla tras la decisión chismorrera de si te cae bien o mal ese fantasma
que habla con desparpajo de sí mismo. Soy sencillamente un lector capaz de
disfrutar de un libro inusual, como esta Trilogía de la ocupación (Anagrama),
recién reaparecida, vieja ya de cuarenta años, pero que se lee con la fruición
de una novedad.
Quizá
debería reconocer que no me entusiasma Modiano pero que disfruto al leerle.
Hijo de un judío, estafador de poca monta, y una actriz belga de menor cuantía,
huérfano de familia por trayectoria, nacido ya cuando la guerra en Francia
había terminado, reconstruye, no un período siniestro de la historia sino un
ambiente, la inclasificable atmósfera de la ocupación nazi de París y la fauna
arriscada que surge con ella. La luz. Los franceses tienen muchas palabras para
expresar la luminosidad. Bastaría la legendaria referencia a París y su luz. Me
impresionó saber de la obsesión de Modiano por un filme de iluminaciones
inquietantes, El tercer hombre.
Una de
esas películas que uno no se cansa de ver. La interpretación histriónica de
Orson Welles, la mirada de Marina Vladi, el candor de Joseph Cotten, incluso la
gracia instrumental de Anton Karas transformado en músico de angustias. Y el
guión de ese Graham Greene pasadas las tortuosas inquietudes de sus libros
primeros, que leímos y sufrimos hace ya tanto tiempo. (Intenten leer de nuevo
El poder y la gloria y sabrán lo que vale un peine). Pero por encima de todo
está la luz. Se podría hacer un trabajo precioso sobre la iluminación de El
tercer hombre; el éxito del fotógrafo Krasler y la gloria del director Carol
Reed.
¿Cómo se
ilumina una novela? Es algo en lo que nunca había pensado hasta leer la
Trilogía de Modiano. Porque él lo logra y sobradamente en los tres relatos, y
“por de más”, puesto que en el último, Los paseos de circunvalación, alcanza la
excelencia derrochando focos y luces, atenuadas, veladas o circenses. Esos
planos, sin secuencia, de escenas callejeras –otra herencia cinematográfica que
el propio Modiano admite como capital en el proceso de su aprendizaje
literario–, y que consigue la buena literatura y con menos frecuencia el cine.
La diferencia abismal entre una imagen y una frase, entre una secuencia y un
párrafo.
Una
escritura con carácter. Eso que consagra a un escritor y que para nosotros no
es nuevo; los caracteres es una constante de nuestra literatura. Lo insólito es
la luz. Nosotros tenemos una escasa y humilde novelística sobre los tiempos
oscuros, sobre el fascismo y la tiranía. Muchos intentos y pocos logros. Hay
siempre carácter, mucho carácter. Cela y La colmena sigue siendo un referente
obligado. Luego Tiempo de silencio de Martín Santos, una obra maestra, lo sigo
pensando, pero donde hay poca luz. Son novelas grandes, que se manifiestan un
tanto desvaídas de color, quizá porque la luz exija distancia y nosotros, ay,
no la teníamos. Esa expresión de Modiano de que el cine le otorgó “una cierta
manera de iluminar”, para nosotros, me temo, que sea desconocida. Lo más
cercano a la literatura del período más negro del franquismo, aquellos años
cuarenta apenas estudiados, es una cosicosa de Paco Umbral, La leyenda del
césar visionario, descarado plagio de una novela impresionante que se publicó
en los primeros tiempos de la transición y en el mayor de los silencios,
titulada Memorias de un fascista, obra del gallego Fernando González, un
periodista brillante que estuvo en la órbita de Triunfo y que nos dejó muy
pronto por un cáncer fulminante.
Y luego la
ironía de Modiano, esa manera de burlarse de uno mismo bordeando el sarcasmo.
La fineza parisién, que diría un antiguo. “A fuerza de estar abiertos se me han
hecho muy grandes los ojos”. Una lógica casi cartesiana después de ver ese
París de traficantes, mercado negro, prostitutas, confidentes y mamporreros sin
futuro. Sin embargo, es real. Nadie tiene la menor duda de que está inmerso en
una prosa que relata con precisión de entomólogo el mundo sórdido de la
ocupación nazi de Francia, no sólo de París. Esos detritos que suelen flotar en
los tiempos oscuros, de presentes arrogantes y futuros inciertos, mientras
alguien con los ojos muy grandes observa y transcribe.
Modiano
tiene esa densidad de la escritura que convierte lo anodino en algo
significativo, una especie de huella de la época. Su elogio del barman, el
imprescindible hacedor de cócteles, que forma junto al policía y el médico, las
tres profesiones más trascedentes de los tiempos sombríos. El lenguaje, ese
material a veces dúctil y en ocasiones blindado, que hace la literatura y que
consiente escribir de algo que todo el mundo conoce y que de alguna manera
descubre por primera vez. Hay novelas que cuando pasa el tiempo necesitan notas
a pie de página que orienten a los lectores sobre tal o cual guiño o
referencia, pero hay textos que están ahí, que todo lector por poco perspicaz
que sea entenderá de qué va y a qué tiempo se refieren, sin más conocimiento
que una cultura genérica y, eso sí, un cierto gusto por la literatura.
Quizá eso
haga de un texto de Modiano algo atractivo, y de un plúmbeo relato de Muñoz
Molina o de un salpicado de adjetivos ardientes, firmado por Almudena Grandes,
una farfolla para plácidos. Los antiguos, en los años de Valle Inclán, solían
exclamar para irrisión de los suyos, “qué prosa, maestro, qué prosa”. Y el
alabado, bajaba la cabeza aceptando el requiebro, ¡ese chiste!
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