La educación de los niños/ Gustavo
Martín Garzo,
escritor
Publicado
en EL PAÍS, 15/06/08.
En una
ocasión, Fabricio Caivano, el fundador de Cuadernos de Pedagogía, le preguntó a
Gabriel García Márquez acerca de la educación de los niños. “Lo único
importante, le contestó el autor de Cien años de soledad, es encontrar el
juguete que llevan dentro”. Cada niño llevaría uno distinto y todo consistiría
en descubrir cuál era y ponerse a jugar con él. García Márquez había sido un
estudiante bastante desastroso hasta que un maestro se dio cuenta de su amor
por la lectura y, a partir de entonces, todo fue miel sobre hojuelas, pues ese
juguete eran las palabras. Es una idea que vincula la educación con el juego.
Según ella, educar consistiría en encontrar el tipo de juego que debemos jugar
con cada niño, ese juego en que está implicado su propio ser.
Pero
hablar de juego es hablar de disfrute, y una idea así reivindica la felicidad y
el amor como base de la educación. Un niño feliz no sólo es más alegre y
tranquilo, sino que es más susceptible de ser educado, porque la felicidad le
hace creer que el mundo no es un lugar sombrío, hecho sólo para su mal, sino un
lugar en el que merece la pena estar, por extraño que pueda parecer muchas
veces. Y no creo que haya una manera mejor de educar a un niño que hacer que se
sienta querido. Y el amor es básicamente tratar de ponerse en su lugar. Querer
saber lo que los niños son. No es una tarea sencilla, al menos para muchos
adultos. Por eso prefiero a los padres consentidores que a los que se empeñan
en decirles en todo momento a sus hijos lo que deben hacer, o a los que no se
preocupan para nada de ellos. Consentir significa mimar, ser indulgente, pero
también, otorgar, obligarse. Querer para el que amamos el bien. Tiene sus
peligros, pero creo que éstos son menos letales que los peligros del rigor o de
la indiferencia.
Y hay
adultos que tienen el maravilloso don de saber ponerse en el lugar de los
niños. Ese don es un regalo del amor. Basta con amar a alguien para desear
conocerle y querer acercase a su mundo. Y la habilidad en tratar a los niños
sólo puede provenir de haber visitado el lugar en que éstos suelen vivir. Ese
lugar no se parece al nuestro, y por eso tantos adultos se equivocan al pedir a
los pequeños cosas que no están en condiciones de hacer. ¿Pediríamos a un
pájaro que dejara de volar, a un monito que no se subiera a los árboles, a una
abeja que no se fuera en busca de las flores? No, no se lo pediríamos, porque
no está en su naturaleza el obedecernos. Y los niños están locos, como lo están
todos los que viven al comienzo de algo. Una vida tocada por la locura es una
vida abierta a nuevos principios, y por eso debe ser vigilada y querida. Y hay
adultos que no sólo entienden esa locura de los niños, sino quese deleitan con
ella. San Agustín distinguía entre usar y disfrutar. Usábamos de las cosas del
mundo, disfrutábamos de nuestro diálogo con la divinidad. Educar es distinto a
adiestrar. Educar es dar vida, comprender que el dios del santo se esconde en
la realidad, sobre todo en los niños.
En El
guardián entre el centeno, el muchacho protagonista se imagina un campo donde
juegan los niños y dice que es eso lo que le gustaría ser, alguien que
escondido entre el centeno los vigila en sus juegos. El campo está al lado de
un abismo, y su tarea es evitar que los niños puedan acercarse más de la cuenta
y caerse. “En cuanto empiezan a correr sin mirar adónde van, yo salgo de donde
esté y los cojo. Eso es lo que me gustaría hacer todo el tiempo. Vigilarlos”.
El protagonista de la novela de Salinger no les dice que se alejen de allí, no
se opone a que jueguen en el centeno. Entiende que ésa es su naturaleza, y sólo
se ocupa de vigilarlos, y acudir cuando se exponen más de lo tolerable al peligro.
Vigilar no se opone a consentir, sólo consiste en corregir un poco nuestra
locura.
Creo que
los padres que de verdad aman a sus hijos, que están contentos con que hayan
nacido, y que disfrutan con su compañía, lo tienen casi todo hecho. Sólo tienen
que ser un poco precavidos, y combatir los excesos de su amor. No es difícil,
pues los efectos de esos excesos son mucho menos graves que los de la
indiferencia o el desprecio. El niño amado siempre tendrá más recursos para
enfrentarse a los problemas de la vida que el que no lo ha sido nunca.
En su
reciente libro de me-morias, Esther Tusquets nos cuenta que el problema de su
vida fue no sentirse suficientemente amada por su madre. Ella piensa que el
niño que se siente querido de pequeño puede con todo. “Yo no me sentí querida y
me he pasado toda la vida mendigando amor. Una pesadez”. Pero la mejor defensa
de esta educación del amor que he leído en estos últimos tiempos se encuentra
en el libro del colombiano Héctor Abad Faciolince, El olvido que seremos. Es un
libro sobre el misterio de la bondad, en el que puede leerse una frase que
debería aparecer en la puerta de todas las escuelas: “El mejor método de
educación es la felicidad”. “Mi papá siempre pensó -escribe Faciolince-, y yo
le creo y lo imito, que mimar a los hijos es el mejor sistema educativo”. Y
unas líneas más abajo añade: “Ahora pienso que la única receta para poder
soportar lo dura que es la vida al cabo de los años, es haber recibido en la
infancia mucho amor de los padres. Sin ese amor exagerado que me dio mi papá,
yo hubiera sido mucho menos feliz”.
Los
hermanos Grimm son especialistas en buenos comienzos, y el de Caperucita Roja
es uno de los más hermosos de todos. “Érase una vez una pequeña y dulce
muchachita que en cuanto se la veía se la amaba. Pero sobre todo la quería su
abuela, que no sabía qué darle a la niña. Un buen día le regaló una caperucita
de terciopelo rojo, y como le sentaba muy bien y no quería llevar otra cosa, la
llamaron Caperucita Roja”. Una niña a los que todos miman, y a la que su
abuela, que la ama sin medida, regala una caperuza de terciopelo rojo. Una
caperuza que le sentaba tan bien que no quería llevar otra cosa. Siempre que
veo en revistas o reportajes los rostros de tantos niños abandonados o
maltratados, me acuerdo de este cuento y me digo que todos los niños del mundo
deberían llevar una caperuza así, aunque luego algún agua-fiestas pudiera
acusar a sus padres de mimarles en exceso. Esa caperuza es la prueba de su
felicidad, de que son queridos con locura por alguien, y lo verdaderamente
peligroso es que vayan por el mundo sin ella. “Si quieres que tu hijo sea bueno
-escribió Héctor Abad Gómez, el padre tan amado de Faciolince-, hazlo feliz, si
quieres que sea mejor, hazlo más feliz. Los hacemos felices para que sean
buenos y para que luego su bondad aumente su felicidad”.
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