Revista
Proceso
No. 2004, 28 de marzo de 2015
Cuatro
años después/JAVIER SICILIA
Para Carmen Aristegui y
su equipo, solidaria y amorosamente. Para las víctimas que aún no encontramos
justicia.
El
28 de marzo de 2011, una masacre de siete personas, entre las que se encontraba
mi hijo Juan Francisco, creó el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad
(MPJD). Durante dos años recorrimos el país y Estados Unidos visibilizando a
las víctimas que el gobierno de Felipe Calderón criminalizaba. Dialogamos con
todos, propusimos rutas de justicia y de paz, y logramos, junto con muchas
organizaciones de víctimas, la ley que debería atenderlas. Entonces el país
llevaba sobre sus espaldas 40 mil muertos, 10 mil desaparecidos, 150 mil
desplazados.
Tres
años y medio después, el 26 de septiembre de 2014, en medio del silenciamiento
del horror y de la apoteosis electoral que llevó a la Presidencia a Enrique
Peña Nieto y renovó una buena parte de los gobiernos de los estados, otra
masacre, sensiblemente exponencial a la que en 2011 nos movilizó –la
desaparición de 43 estudiantes de la normal de Ayotzinapa y el asesinato de
seis, uno de ellos Julio César Mondragón, mutilado y desollado–, puso de nuevo
en evidencia la única verdad histórica que poseemos y que la ilusión
democrática quiso hacernos olvidar: México vive sometido al embate constante
del crimen organizado y del Estado. El caso de Ayotzinapa mostró que nada había
cambiado, que entre una y otra masacres había sólo tres años de diferencia,
nuevos gobiernos y un aumento de dolor: 160 mil muertos, 30 mil desaparecidos,
casi 500 mil desplazados, decenas de fosas comunes que nadie hasta entonces
había abierto, y el mismo 98% de impunidad que en el régimen anterior.
Cuatro
años más tarde, el 28 de marzo de 2015, que cierra, como un símbolo, los 40
días de la Cuaresma y nos abre al doloroso misterio de la Semana Santa, nadie
que no sea el miedo y la ceguera política puede ya tapar lo que en 2011
mostramos: que el Estado y las partidocracias que lo administran son el origen
y el problema de la violencia y de la delincuencia organizada. Junto a los
muertos, a los desaparecidos, a los desplazados y a la brutalidad que aumenta,
se ha demostrado como nunca la condición delincuencial del Estado y sus
partidocracias: los conflictos de interés de la familia presidencial y del
secretario de Hacienda con el Grupo Higa; la impunidad ante las redes de trata
de Gutiérrez de la Torre y ante las omisiones y complicidades de gobernadores,
diputados, senadores y miembros de partidos con el crimen organizado; el
silenciamiento de las voces críticas, de las que Carmen Aristegui es el
símbolo; la destrucción de tierras, del medio ambiente y de comunidades a
través de las reformas estructurales, y la represión provocada contra la
disidencia.
A
cuatro años de la lucha que desde el MPJD hemos emprendido, es más que claro:
1) Que la política de seguridad basada en la persecución de capos y sicarios, y
en intentos infructuosos por reformar las policías, ha sido un fracaso que ha
potenciado y diversificado el crimen. 2) Que el crimen organizado se ha
convertido en complejas redes que interactúan estrechamente con la política,
los partidos, la economía y las administraciones locales, estatales y
federales, en las que participan algunos empresarios, banqueros, prestanombres,
expertos en operaciones cambiarias, funcionarios públicos y líderes políticos.
3) Que desde el Estado y los partidos se establecen vínculos criminales para
que los recursos del Estado, al igual que la seguridad y las decisiones de la
administración pública, sirvan para obtener contratos públicos a favor de
empresas aparentemente legales, para la protección de criminales y para la
neutralización de adversarios políticos. 4) Que dentro de esas redes los
ciudadanos quedan atrapados por la extorsión, el secuestro, la desaparición
forzada y la trata. 5) Que las reformas estructurales sólo benefician a los
intereses económicos de los grandes consorcios internacionales y, dadas las
circunstancias de corrupción y criminalidad dentro del Estado, al propio crimen
organizado.
Después
de cuatro años, con los estudiantes de Ayotzinapa como rostro de la verdad del
país, hay que decir que los partidos políticos y los gobiernos que emanan de
ellos se convirtieron, como recientemente lo señaló Tomás Calvillo, en todo
menos en representantes de la nación: “empresas de colocación, cautivos y
guardianes del crimen, coyotes con sus respectivos moches en orden ascendente y
descendente, agentes del capitalismo salvaje que reducen a cero las opciones
económicas y de formas de vida y diversidad; esclavos de los recursos para
campañas, donde el dinero y el voto celebraron sus nupcias con promesas de
eternidad”. Los partidos políticos dejaron de representarnos e impiden fundar
un verdadero régimen democrático. Infiltrados por el crimen organizado,
“vandalizaron su función fundamental de representar las aspiraciones
ciudadanas”. Por ello destruyeron el IFE y crearon el INE, que les permite
negociar intercambio de apoyos en un pacto tan ignominioso como las elecciones
a las que nos llaman.
Después
de cuatro años de traiciones, simulaciones y mentiras, el MPJD llama, al lado
de la reserva moral del país cuyo rostro son las víctimas, al boicot electoral
y a la refundación nacional desde el único suelo democrático que tenemos, la
gente y su organización desde abajo.
Además
opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés; detener la guerra;
liberar a José Manuel Mireles, a sus autodefensas, a Nestora Salgado, a Mario
Luna y a todos los presos políticos; hacer justicia a las víctimas de la
violencia; juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, y boicotear las
elecciones.
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