El
Mundo | 28 de marzo de 2015
Querido
J:
Un
hombre echa un avión al suelo y mata a 149 personas que no conoce y con las que
no guarda, por lo tanto, ninguna relación de animosidad. El detalle es
importante. Al fin y al cabo el asesino de Relatos salvajes elige un espectro
de víctimas que va desde su psicoanalista hasta sus culposos papás. La ausencia
de relación con las víctimas es la que lleva a los investigadores a especular
con el móvil terrorista. Es decir a que el copiloto alemán asesinara a sus
víctimas como un medio de propaganda e intimidación política. Pero hasta el
momento los investigadores no encuentran la matriz política de la conducta.
Deciden, por lo tanto, que la acción del piloto es la propia de un enfermo
mental, sin más. Como comprenderás, querido amigo, aquí empieza a
desencadenarse un alud de problemas. Trataré de ordenarlos. El primero afecta a
la culpabilidad. Sabes bien que no podemos vivir sin culpables. Y un loco
dificulta mucho la atribución de culpables. Se echan las manos a la cabeza.
¿Cómo es posible que un loco de tal magnitud superara los tests psicológicos de
la compañía? La falacia retrospectiva es de tal obviedad que duele mirarla.
Pero habrá que explicarles a los niños que el hombre que pasó los tests de
conducta aún no había echado abajo ningún avión. Que se sepa. La estupidez
esencial de esta afanosa búsqueda de responsabilidades debe observarse a la luz
de un suceso raro, pero que se da a veces: el deportista de élite que cae
fulminado en medio de la cancha. Él también había pasado todos los controles. Y
cayó. Si el corazón padece infartos, no habría de padecerlos también la
conciencia. ¿Es acaso la conciencia algo menos físico que el corazón? ¿Es que
la interrupción de la conciencia exige siempre preámbulos? ¿Es que todas las
advertencias de la enfermedad mental son siempre visibles? Y hablando de
enfermedades, me disculparás mi querido amigo que no pierda la oportunidad… Hoy
los veo muy drásticos exigiendo tests de conducta, trazando una nítida y vigorosa
línea recta entre la salud y la enfermedad… Sí, muy drásticos, amigo, y son los
mismos que hace unos días reivindicaban que la enfermedad fuera considerada
otra manera de ser. ¡Hasta sacarla del diccionario querían! Los mismos, sí, que
exigen hoy irrevocable despotismo matemático al test psicológico y dicen que
Lufthansa es poco menos que la nave de los locos. Sobre las señales previas
bastaría una leve reflexión, también en forma de pregunta: ¿Qué señales previas
habría de dar un hombre capaz de estrellar en los Alpes un avión rebosante de
vidas ajenas? ¿Qué mosaico monstruoso de señales que no fueran capaces de
percibir psicólogos, familia, amigos, compañeros de trabajo? Tal derrumbe
habría de venir anunciado por innumerables corrimientos de tierra. Y sin
embargo. Lo que le están diciendo a Lufthansa, en el fondo séptico, es que era
previsible que el copiloto echara el avión al suelo.
Descartado
el móvil terrorista, emerge el móvil por amor. Lo había dejado la novia. Me
atrevería a decir, y es que soy realmente atrevido, que el 99,9 % de personas
que sufren depresiones y el 99,99 % de personas que padecen penas de amor no
estarían demasiado interesadas en estrellar un avión en los Alpes o de entrar
en una escuela y ametrallar al alumnado. Francamente, creo que para recorrer el
camino que va de una depresión al asesinato colectivo hace falta un plus. Pero
lo que resulta estupefaciente es el prestigio exculpatorio que adquiere siempre
la política. Basta con comparar dos nombres. Uno el de Taj Muhammad, 27 años,
terrorista del TTP (Tehrik-e Taliban Pakistan). Dirigió los dos grupos que
entraron el 17 de diciembre del año pasado en la escuela del Ejército de
Peshawar y mataron a 148 personas, en su mayoría niños. Otro el de Adam Lanza, de
20 años. Fusiló a 26 personas en la escuela Sandy Hook de Newton y después se
suicidó. Un enfermo mental, obviamente. Aún no he visto en parte alguna que se
especule con la salud mental del terrorista paquistaní. Ni con la del noruego
Breivik, al que bastó no sé qué relato racista para que el mundo proclamara que
estaba en sus cabales, elhijodeputa. Y, desde luego, tampoco se habría
especulado con la salud del copiloto Andreas Lubitz si, con independencia de
sus bajas médicas por depresión, las paredes de su casa de Dusseldorf hubieran
exhibido proclamas islamistas, en vez de fotografías y motivos vinculados con
la aviación y con la compañía Lufthansa para la que trabajaba. La opinión
generalizada habla siempre con gran desparpajo de «locuras por amor». Pero las
locuras por política no existen en los diccionarios. Lo que quiere decir que la
política goza de la insondable capacidad de convertir cualquier locura en una
prestigiosa motivación cuerda.
Los
periódicos andan llenos de porqués, como pasa cada vez que un suceso nos
interroga en el filo más sombrío de la condición humana. Pero respecto a la
tragedia de los Alpes no hay respuesta. El conocimiento humano es incapaz, hoy
por hoy, de responder a la pregunta de por qué el copiloto Lubitz asesinó a 150
personas, incluyéndose. Como hizo el fiscal de Marsella, de un modo ejemplar y
tan inusual en fondo y forma al de nuestras autoridades, lo máximo que puede
hacerse es ir reuniendo pedacitos de cómo junto a la pared. El piloto se
levanta. Al baño, probablemente. El copiloto pone el avión en modo descenso. Su
respiración acompasada. Los golpes. Los gritos. El silencio. El papel de una
baja médica roto a pedazos en la papelera. Unas paredes de aviones. Una novia
difícil. Una escuela de pilotos en Fénix.
Solo
el lento y minucioso despiece del cómo frente al rápido y abrasivo alcohol del
porqué permite a la humanidad aprender. Algo infinitamente más práctico que
entender.
Sigue
con salud
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