Más
dóciles y más cobardes/ Jordi Soler
El
País |29 de marzo de 2015
El
filósofo italiano Giorgio Agamben, en su inquietante ensayo titulado ¿Qué es un
dispositivo?, llega a la conclusión de que hoy tenemos “el cuerpo social más dócil
y cobarde que se haya dado jamás en la historia de la humanidad”. Esa docilidad
y esa cobardía que Agamben percibe esta relacionada con los teléfonos móviles y
con las tabletas a las que vive conectado un habitante común del siglo XXI.
Pero
estos aparatos electrónicos, que son el punto en el que termina el ensayo, no
son más que la evolución de los dispositivos que han modelado el comportamiento
y los destinos de la humanidad desde hace siglos. ¿Qué es un dispositivo?
Agamben echa mano de las ideas de Michel Foucault, de Jean Hyppolite y de Hegel
para establecer que el dispositivo es eso que tiene “la capacidad de capturar,
orientar, determinar, interceptar, modelar, controlar y asegurar los gestos,
las conductas, las opiniones y los discursos de los seres vivientes”, y esto
incluye no solo las instituciones como la escuela, las fábricas, la religión,
la constitución y el manicomio. También son dispositivos “la pluma, la
escritura, la literatura, la filosofía, la agricultura, el cigarrillo, la
navegación, los ordenadores, los teléfonos
móviles y —por qué no— el lenguaje
mismo, que quizás es el más antiguo de los dispositivos”.
En suma, Agamben
divide al mundo en dos grandes clases: los seres vivientes y los dispositivos,
que forman una intricada red que, inevitablemente, nos condiciona, nos hace
pensar, reaccionar y conducirnos de una manera determinada, aun cuando nosotros
estemos muy convencidos de nuestra originalidad.
Pero
el filósofo italiano termina su ensayo precisamente en cuanto aparecen el
smartphone y la tableta, que han venido a revolucionar, y a multiplicar de
manera masiva, esos dispositivos que nos han acompañado desde el principio de
los tiempos, pues ninguno de estos, ni las fábricas ni los manicomios ni el cigarrillo
ni la agricultura, han sido tan invasivos, ni han gozado de tanta impunidad
como las tabletas y los teléfonos móviles, que son también, a su vez,
dispositivos, y que invaden absolutamente todas las esferas que conforman la
vida cotidiana de un individuo. Además, invaden, a diferencia de aquellos
dispositivos altamente invasivos como la religión, o las dictaduras, o el
capitalismo rampante, de manera rigurosamente personal, más bien de forma
personalizada, en un permanente y muy íntimo tête à tête con el usuario de la
tableta o el teléfono. Y no hay que dejar de lado otra diferencia con los
dispositivos invasivos, la de que el usuario tiene en alta estima a su aparato
electrónico, lo lleva a todos lados, no puede vivir sin él, lo ama y le
preocupa que su aparato envejezca y caiga en desuso, le preocupa no estar al
día, le agobia que su dispositivo no sea ventana suficiente para mirar, y
empaparse, de todos esos millones de dispositivos que son las páginas web, las
redes sociales, las aplicaciones que sistematizan y propagan los millones y
millones de dispositivos que están ahí palpitando, a un solo clic de distancia,
listos para que el usuario voraz los consuma, los digiera y, a la postre, se
deje conformar por estos. Antes de los teléfonos móviles, y de los ordenadores,
el individuo gobernaba mejor su relación con los dispositivos, tenía espacio
para reflexionar, la información se administraba con una velocidad de escala
humana; hoy la escala es la velocidad de la luz y en ese batiburrillo de pronto
el planeta entero, como sucedió hace unos días, debate si el vestido que
llevaba una señora a una boda era blanco y dorado, o azul y negro. ¿La
discusión sobre el color del vestido era importante?, seguramente no, pero era
la que con más fuerza entraba por los aparatos electrónicos y esto nos da una
idea de la nueva jerarquía que establece el siglo XXI.
Tiene
razón Giorgio Agamben cuando dice que nunca en la historia de la humanidad la
sociedad ha sido tan dócil y tan cobarde, quizá porque nunca habíamos consumido
tantos dispositivos, estamos permanente distraídos, con la atención puesta en
demasiadas cosas simultáneamente y eso nos hace vulnerables, hemos abierto
demasiadas puertas y la atención que requiere atenderlas a todas nos va
condenando poco a poco a la individualidad, nos va convirtiendo en individuos
que se bastan a sí mismos, que pueden prescindir, cada vez con más confort, de
la vida en comunidad.
Los
teléfonos y las tabletas, además de sus múltiples virtudes, también han
conseguido atomizar a la sociedad y quizá por esto, porque estamos cada vez más
solos somos hoy más dóciles y más cobardes. Y en esa rotunda soledad a la que
nos invita la tableta, estamos expuestos permanentemente al discurso oficial de
este milenio, que es el de la preocupación de los Estados por la salud de sus
ciudadanos, y la preocupación de las familias por la salud de sus individuos;
vivimos bombardeados por millones de dispositivos que nos hacen ver, con una
insistencia francamente sospechosa, lo perjudicial que puede ser fumar, beber
alcohol, consumir grasas saturadas, no hacer ejercicio; una batería de
dispositivos del miedo al envenenamiento corporal, a la decadencia física, al
peligro, que atemorizan al individuo y que, seguramente, tiene que ver con eso
de que somos el grupo humano más dócil y más cobarde que ha producido la
humanidad.
Observemos,
desde nuestra individualidad atómica, lo que ya ha pasado, en este siglo que
apenas comienza, con el acto de sentarse a mirar la televisión, que en el siglo
XX sustituyó al acto colectivo de sentarse alrededor del fuego; el televisor
estaba en el salón y la casa gravitaba entorno a él, como también pasaba con el
tocadiscos: la tele y la música eran dos grandes pretextos para convivir con el
otro. Hoy este paisaje doméstico ha sido erradicado, se ha atomizado, cada
individuo mira lo que quiere en su tableta, en su habitación y en solitario y,
el aparato de televisión, que se parece cada vez más a un monitor de ordenador,
o a una pantalla de cine, subsiste gracias a las películas y a los partidos de
fútbol, los dos espectáculos que son capaces, todavía, de congregar a un grupo
de personas que atiende a una sola propuesta. Desde luego que la tableta tiene
enormes ventajas sobre la televisión, no está sujeta a un horario, se puede hacer
una pausa o repetir una escena, se pueden ver producciones de todo el mundo y
puede evitarse la publicidad; pero estas contundentes ventajas solo lo serán de
verdad si somos conscientes de lo que esa misma tableta nos ha arrebatado.
La
imagen que ilustra de verdad la atomización que producen estos aparatos
electrónicos, es la del individuo que escucha música enchufado a unos cascos.
La calle está llena de gente que lleva cascos, cada vez más ostentosos, y que
con frecuencia van cantando la canción que solo ellos oyen; van atendiendo
parcialmente los accidentes del camino y transmitiendo a los que se topan con
ellos, el mensaje que pretendo atrapar desde que comenzaron estas líneas: aquí
voy, en medio de la multitud, completamente solo.
Pensemos
en lo que era escuchar música en el siglo XX, era el acto colectivo por
excelencia, se ponía un disco que oían los demás y la obra musical generaba una
conversación, un intercambio de ideas, una convivencia, cosa que todavía puede
hacerse hoy pero que ya ha caído en desuso, porque lo de hoy es lo atómico, el
individuo solo con sus cascos. Y como complemento de esta nueva tendencia,
también la música se ha atomizado, ya nadie escucha un disco completo, la
música se vende por canciones, a pedazos. Pensando desde la paranoia, parece
que alguien se ha puesto a aplicar aquella máxima de divide y vencerás, o
mejor: atomiza y tendrás una multitud de individuos solitarios, dóciles y
cobardes.
Jordi
Soler es escritor.
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