ABC, Lunes, 17/Sep/2018;
Pensar que la Iglesia ha estado durante más de 2.000 años con escamas en sus ojos respecto de la homosexualidad y enviar desde el Vaticano al Encuentro Mundial de las Familias de Dublín al P. James Martin, un reputado jesuita gay, a quitar esas escamas, además de provocador sólo significa la deriva ideológica de reforzar los postulados de la comunidad LGTB, alejada de la castidad y proclive a la promiscuidad. La normalización y vindicación de la homosexualidad activa en la Iglesia nos hablaría de un supuesto escenario de dominación y represión secular que ahora, con un nuevo pontificado, la ideología barrería de un plumazo desde la resistencia de un lobby que quiere transformar ese gobierno despótico y equivocado de la Iglesia. Aunque el Papa Francisco haya denunciado la conexión de los abusos sexuales con el «clericalismo», cualquier viraje secularizador velando la homosexualidad activa, causante de la pederastia en la mayoría de los casos, no hará sino politizar la Iglesia.
La pederastia en la Iglesia es un signo que, interpretado correctamente, estaría anunciando el fin del mundo, es decir, el fin de una era y el inicio de una nueva donde los cambios deberán ser radicales. Es bueno que el mal salga a la luz, no sólo para extirpar, sino para que su autor sea consciente del sufrimiento que es capaz de provocar, anestesiado hasta ahora por la vileza del ocultamiento y el poder ilimitado sin virtud. Es fácil seducir al débil y al inocente. Pero sobre todo es un anuncio para prevenir. La Iglesia está en serio peligro si no encuentra el tertium quid, la importancia de la selección cuidadosa de candidatos al sacerdocio. La presencia omnímoda de homosexuales entre el clero y los obispos formando un Cuerpo que se ayuda y promueve mutuamente es un cáncer evitable, al menos descartando una conferencia donde un jesuita se desmelena ante un público afín y enfervorizado.
La Iglesia es una de las instituciones donde el talento no se corresponde con la ambición. En demasiados casos, los puestos más relevantes suelen ocuparlos trepas mediocres sin ningún escrúpulo ni talento que contribuyen a desacreditar la institución eclesiástica. Ese tipo de clero, en el que el potencial para el mal domina sobre la santidad de vida, y donde se patentiza un notorio fracaso moral, es el causante de la actual catástrofe que devasta a la Iglesia. Saldrán a la luz muchos más casos que pondrán en jaque a la Iglesia. No olvidemos que todavía es una institución muy importante en el mundo y hasta goza de cierta salubridad moral; de ahí que hechos como los abusos de Pensilvania, intrínsecamente perversos y criminales, sean aún más escandalosos.
La credibilidad de la Iglesia pasa por la reparación: el inmenso daño debe ser reparado. No es suficiente la condena y los golpes de pecho. Hay muchas heridas que deben ser cicatrizadas. No vale ya decir que el mundo es hostil a la Iglesia cuando es ella misma quien provoca desde una evidente desviación de la sexualidad un espantoso escenario de sufrimiento. El Papa Francisco se comprometió en su reciente viaje a Dublín a «adoptar normas severas». Sería un buen comienzo. Irlanda es el paradigma de la debacle actual de la Iglesia; una sociedad, como reconocía el primer ministro gay irlandés, Leo Varadkar, donde la religión ya no está en el centro de la vida cultural, política o económica.
Por otro lado, pedir la dimisión del Papa por encubrimiento, según las declaraciones de Carlo María Viganò, acusando a Francisco de cómplice del antiguo cardenal Theodore McCarrick, se antoja una cuestión imprudente y arriesgada. Antes que la renuncia sería el conocimiento de la verdad: ¿o se quiere antes la cabeza del Pontífice que la verdad? Ahora bien, son necesarias las explicaciones del Papa: el silencio pontificio contribuye a la confusión. Se paga un costo moral muy alto cuando el silencio toma carta de naturaleza: la consideración del sufrimiento de las víctimas debe prevalecer sobre cualquier oscurantismo vaticano.
El comunicado de Viganò es una calculada estrategia que sólo busca la renuncia del Papa, algo que produce estupor no sólo por la infidelidad del Nuncio Apostólico hacia Francisco, sino también porque pedir la cabeza de Francisco es tanto como involucrar los anteriores pontificados, cuando fue el mismo Juan Pablo II quien nombró arzobispo de Washington y cardenal a McCarrick. Las voces disidentes reflejan a la perfección el estado permanente de intrigas vaticanas, revelan una secular lucha de poder. La fuerte oposición interna del actual pontificado busca debilitar a un sector de la Iglesia para que otro se refuerce. Entre salvar la Iglesia y destruir a Francisco hay una línea muy delgada que conviene discernir con prudencia.
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