Revista
Proceso
# 2018, 4 de julio de 2015
La
vida que desprecio/JULIO SCHERER GARCÍA
A
Jacobo Zabludovsky lo llevaba conmigo como una pesadilla. En cualquier momento
se me aparecía. Seguidores entusiastas en todo el país hablaban de él, de la
penetración de su trabajo, de su información privilegiada, de su porte, de su
elegancia, de su corbata negra, de su fina ironía, de su lenguaje impecable, de
su dicción sin error.
Los
secretarios de Estado se exhibían a su disposición, orgullosos de comunicarse
con el número uno de las noticias. Y así los gobernadores de los estados y así
las señoras de fama y así los diplomáticos y así los generales. No obstante el
coro que le cantaba, Zabludovsky centralizaba uno de los vicios mayores de las
dictaduras: la libertad de expresión dictada desde el poder.
El
1 de septiembre de cada año era el día del presidente, el día de su informe al
Congreso de la Unión. Con el micrófono en la mano, Zabludovsky y Lolita Ayala a
su lado, tan femenina, tan bien vestida, tan dueña de su carácter de
informadora, observaba embebida la manera con la que Jacobo desplegaba su
talento.
A
las 10 de la mañana en punto, una hora antes de que el Ejecutivo se presentara
ante el Congreso, la pareja animaba el ambiente para una recepción masiva y
clamorosa. Cuatro horas después, hacia las tres de la tarde, todo eran
alabanzas para el jefe de la nación, el país en marcha y en paz. El 1 de
septiembre era el día del presidente de la República pero también el día de su
propagandista. La política y los intereses los igualaban.
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Apartado
de 24 Horas, ya en la época del presidente Vicente Fox, Zabludovsky se explicó
en relación con su época de oro.
–Eran
los tiempos –dijo.
Eran,
efectivamente, los tiempos de la información unificada, pero eran también los
tiempos de la riqueza a manos llenas para algunos informadores. Si Emilio
Azcárraga Milmo se había declarado soldado del presidente, no hacía falta que
Zabludovsky se declarara soldado de Azcárraga Milmo. Inacabable su fortuna, el
dueño de Televisa la mostraba en vivo y la repartía.
Reunido
con Bernardo Garza Sada, Fernando Senderos, Eloy Vallina, Carlos Slim,
convocados a una cena por el licenciado Antonio Ortiz Mena, exsecretario de
Hacienda, para colectar dinero destinado a la campaña presidencial, Azcárraga
miró a todos de arriba abajo. Él daría más dinero, mucho más que la cuota que
se les había asignado a los hombres más ricos de México.
Zabludovsky no
podía estar al margen de los millones generosos que se acumulaban en la cuenta
bancaria de Azcárraga.
Enrique
Krauze me contó de una conversación con el creador de 24 Horas y su estilo novedoso
en la televisión. Le dijo Krauze a Zabludovsky que hay perros que ladran y
amenazan, y cuando ladran y amagan actuando con la acometida, no representan
riesgo alguno. Hay otros perros, subrayó el historiador, que en el ladrido y el
embate se la juegan completos.
Hoy Zabludovsky
ladra y muy de vez en cuando enseña sus dientes sin filo.
En
el libro La terca memoria, Scherer narra:
Nos
veíamos los viernes en el Camino Real y algunos amigos de Juan (Sánchez
Navarro) se unían a nuestra mesa. Pronto fuimos seis y el espacio resultó
incómodo. Nos trasladamos al comedor del Club de Industriales y de ahí a la
biblioteca del suntuoso centro de reunión de los magnates. El grupo crecía.
Pronto fue insuficiente la biblioteca y en un salón terminamos 20, 30, 40
comensales.
Aparecieron
algunas señoras y Juan se solazaba. A su izquierda y a su derecha no había
sitio para varón alguno. El buen humor predominaba en los prolongados desayunos
y la concordia era manifiesta. Juan y yo nos sentábamos frente a frente, amistosos.
El afecto entre nosotros fue creciendo. Ante un grupo, públicamente, alguna vez
Sánchez Navarro dijo que, a la distancia, le parecía aberrante el boicot
publicitario que había encabezado contra Excélsior, como aberrantes le parecían
las consecuencias posteriores. Echeverría había jugado con todos el juego del
que era maestro, la traición.
Más
tarde me contó:
Los
empresarios que pesaban, los del poder económico y la influencia política,
preocupados por el rumbo que tomaba Excélsior, acordaron reunirse en la casa
del fundador de la ICA, Bernardo Quintana. Invitaron al presidente Echeverría,
que concurrió puntual a la cita. Hablaron del periódico. Era peligrosa la
posición que asumía, más y más cargada a la izquierda. El director, Julio
Scherer García, no ocultaba su tendencia política y era verosímil que se
tratara de un sujeto proclive al comunismo. El diario mantenía un ritmo de
crecimiento sostenido, fenómeno que se sumaba a las inquietudes de los
empresarios. El anfitrión tomó la palabra y solicitó el parecer del presidente
de la República.
Echeverría
fue directo. Los hombres de la iniciativa privada rendían su cuota al auge del
periódico, la publicidad era fuente de ingresos para el diario. Así fortalecía
al enemigo común. En manos de los empresarios estaba el remedio a una situación
que ya era crítica.
Los
comensales hicieron suyas las palabras del presidente, pero no entendieron el
significado de los ojos a medio cerrar del maestro de la doble, triple,
cuádruple intriga. Sánchez Navarro encabezó el boicot publicitario y muchos se
sumaron a la campaña. Las 24 Horas de Jacobo Zabludovsky fueron un ariete.
“Eran los tiempos”, diría tiempo después como explicación de su noticiario
plegado al poder, pero esos tiempos hicieron millonarios a algunos.
(…)
A
Díaz Ordaz se le reconocía una inteligencia clara y una voz profunda, de
dicción perfecta. Llamaban la atención sus enormes dientes hacia fuera y sus
ojos redondos, pequeños. En su presencia, nadie se permitía un comentario
irónico o una sonrisa encubierta al mirarlo tan feo, porque feo era.
La
unión entre el gobierno y los medios de comunicación demostraban que existen
los matrimonios perfectos. Jacobo Zabludovsky representaba la verdad oficial
que se admite porque no hay manera de recelar de un hombre con las altas
virtudes inmanentes de nuestros gobernantes.
En
el libro Estos años, revela:
Había
gana de platicar. Dejaría la presidencia a los 46 años, edad inmejorable para
mantener el ímpetu. El país lo calaba. A él dedicaría la vida. Sus palabras me
parecieron piezas de un rompecabezas que encajaban naturalmente unas con otras.
Se expresaba como un estudioso ante un trabajo conocido, ordenados los verbos y
los sujetos, precisos los signos de puntuación. Mostraba la seguridad de un
académico de altos vuelos, pero en su lenguaje no aparecían las ideas del hombre
que ha desgastado los libros para interrogarse acerca del hombre.
Zabludovsky
se comportó como siempre. Experto en su quehacer, asentía, subrayaba, dejaba ir
la pregunta pertinente para el lucimiento de los personajes. No había en su
interrogatorio el escepticismo del que quiere saber, la sutileza de alguna
pregunta envuelta en suave impertinencia. Los presidentes sentaban cátedra,
profesores de economía ante el ilustrado mundo latinoamericano.
En
su turno, Patricio Aylwin dijo que el tratado abría para Chile un mercado
potencial de 80 millones de compradores mexicanos. Entre esos compradores del
vino chileno y el cobre de la mina “El Teniente”, sin duda contó a los indígenas
de Oaxaca, a los campesinos de Chiapas, a los habitantes de las montañas de
Guerrero, a los ixtleros de San Luis Potosí, a los tepehuanes de Durango que
beben el viento y comen todo lo que se mueve.
Zabludovsky
seguía en lo suyo:
–Señor
presidente…
Después
de escucharme con una atención que me pareció expectante, dio sentido al
encuentro de ese día, 6 de noviembre:
–Mi
palabra empeñada, la palabra del presidente de la República, que Proceso no
sufrirá agresión alguna durante mi mandato.
(…)
Compañeros
de trabajo en Excélsior y Proceso y más tarde separados por la política, Miguel
López Azuara y yo nos llamamos “jefe”. Hoy al servicio del gobernador de
Veracruz, Patricio Chirinos, antes ocupó la Subdirección de Prensa de la
Presidencia de República.
–Jefe
–me anunció una noche–, el licenciado Salinas lo invita a una cena en la casa
de Gabriel García Márquez, este sábado.
–¿Qué
me dice?
–Necesito
sus documentos para tramitar su visa en la embajada de Colombia.
–¿El
sábado, dice?
–Sí,
el que viene.
–¿Hay
otros invitados?
–El
Güero Zabludovsky y Beatriz Pagés, a la que tanto quiere.
–Deje
pensarlo.
–Apenas
hay tiempo.
–Le
digo mañana.
–Dígame
ahora.
Al
día siguiente le dije que no. Me advirtió que mi negativa implicaba un desaire
al presidente de la República y a García Márquez. Repuse que no cometía desaire
alguno, que el presidente conocía mi opinión acerca de Zabludovsky, de salivosa
y permanente adulación al poder. En todo caso yo era víctima de una
descortesía.
Tomada
la decisión, no tuve duda: el periodista Zabludovsky me hace falta como punto
de referencia: vive la vida que desprecio.
(…)
Le
hablé de los temas que corren en estas páginas y le conté por qué había evitado
el viaje a Moscú y a Johannesburgo para encontrarme con Gorbachov y Mandela.
Aunque el presidente ya me había dicho que mi aspiración profesional era
legítima, yo pensaba de manera distinta. Las entrevistas obtenidas desde el poder
tramarían hilos sutiles en una relación que había rechazado desde su origen.
Una cortesía conmigo se traducía en una atención al presidente de la República,
gestos en las alturas.
Toqué
un punto central: la sumisión del periodismo a los intereses del poder y cité a
dos clásicos: Zabludovsky y Díaz Redondo. Le dije al presidente que todo
adulador quiere algo por vía oblicua, en nuestro oficio, dinero e influencia,
impunidad, prestigio. Sentados uno frente al otro en una mesa rectangular, el
presidente me escuchaba sin un comentario. No observé en él algún rictus que
expresara contrariedad o impaciencia. Su actitud era amable y parecía solícito.
Apenas movía el cuerpo y manejaba los cubiertos con suavidad. Fui más lejos:
los aduladores se disfrazan. Agregué: son peligrosos, la traición al acecho.
Recordé
una de nuestras primeras conversaciones y la ya vieja insistencia de entonces:
que me hiciera llegar documentos que sólo el gobierno posee y que me servirían
como punto de apoyo para escribir sobre la corrupción en los medios de
comunicación, particularmente la prensa. Le hablé de mi desencanto. Le dije
también que al final de su gobierno de alguna manera los hechos me daban la
razón: 24 Horas y Excélsior padecían el desprestigio. Excélsior no era más el gran
diario lejos de sus competidores, y a Zabludovsky, para alivio de muchos,
Ricardo Rocha lo sustituía en trabajos especiales. (Después de las elecciones
trascendió en Televisa que Emilio Azcárraga y Diego Fernández de Cevallos
habían pactado una entrevista por el canal 2. El excandidato a la Presidencia
de la República dio pie a un acontecimiento en los dominios de Azcárraga: la
entrevista sería al gusto de Diego, en vivo, sin límite de tiempo, sin un
corte, en el mejor horario del canal de las estrellas y excluido Zabludovsky.
Más aún: Televisa retransmitiría la conversación al día siguiente, íntegra.
Diego fue violento contra el presidente electo, Ernesto Zedillo, y Azcárraga
pretendió editar la retransmisión del programa especial. Diego se opuso. Azcárraga
dobló las manos.)
Pasadas
las cuatro y media de la tarde, en el postre, mantuve el dedo en el renglón y
dije simplemente:
–No
me facilitó usted los documentos, señor presidente.
–No
era el conducto –repuso sin hendidura para la réplica.
Antes
me había dicho el presidente:
–Yo
también tengo un agravio.
Conozco
mis sobresaltos: frío en las manos y un ánimo compulsivo, la desesperación por
saber de qué se trata.
Sin
preámbulos había apuntado directo a una portada de Proceso que lo muestra con
la cabeza inclinada y dos palabras que acompañan la imagen: El Declive. l
*Estos
textos de Julio Scherer García fueron originalmente publicados en los libros
Vivir (2012), La terca memoria (2007) y Estos años (1995).
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