La
«uberización» del Mundo/Guy Sorman
Tomado de ABC
| 6 de julio de 2015
Las
agresiones de los conductores de taxi parisinos a los conductores
independientes de Uber y sus clientes, ocurridas la semana pasada y seguidas de
una huelga que ha paralizado la capital francesa, confirman, dos siglos
después, una observación de Alexis de Tocqueville: «Cuando se enfrentan a un
cambio, los franceses no hacen reformas, sino la revolución».
En
Estados Unidos y varias capitales europeas han tenido lugar incidentes
comparables, pero solamente en París el enfrentamiento ha adoptado un cariz
violento de índole revolucionaria. El método de los taxistas parisinos es, por
supuesto, condenable, pero su intuición angustiada me parece que tiene razón de
ser: Uber presagia, como Airbnb en el ámbito de la hostelería, una metamorfosis
profunda de la economía, comparable a los primeros tiempos de la revolución
industrial, cuando los artesanos textiles de Gran Bretaña, al sospechar que su
profesión acabaría destruida por las nuevas máquinas tejedoras, se rebelaron,
aunque en vano: en 1811, los luditas de Nottinghamshire fueron diezmados por la
Policía y aún más por la innovación técnica, igual que los tejedores de Lyon en
1830, que destruyeron las nuevas máquinas tejedoras.
Los anti-Uber de hoy son
los luditas ingleses y los tejedores franceses de ayer, a las puertas de una
transformación comparable. Pero estas dos revoluciones industriales, con dos
siglos de diferencia, se basan en principios inversos. La primera convirtió a
los artesanos independientes del textil en obreros de las grandes fábricas
capitalistas. Uber, Airbnb y las nuevas aplicaciones que adoptan esa misma
forma de explotación destruyen la economía de las fábricas y restauran el
artesanado.
Los conductores de Uber son emprendedores independientes que
deciden si vincularse o no, según les convenga, a una red abierta. Lo mismo
pude decirse de los propietarios que deciden alquilar temporalmente o no su
vivienda a visitantes en tránsito: Airbnb permite que el capital fructifique en
los intersticios donde se encontraba latente.
Como
toda revolución económica, la uberización solamente triunfa gracias a la
conjunción de dos fenómenos: la existencia de un hueco en el mercado que las
«fábricas» no llenaban, combinada con un avance tecnológico, en este caso una
nueva aplicación de internet. La conjunción permite satisfacer la demanda de
los consumidores a mejor precio y con mejor calidad. La industrialización del
sector textil, gracias a las nuevas máquinas, permitió que todo el mundo se
vistiese decentemente. En un contexto más contemporáneo y menos dramático,
nacía Uber en París en 2009, cuando sus fundadores, procedentes de San
Francisco, se vieron incapaces de encontrar un taxi al salir de un salón
tecnológico llamado Le Web… Airbnb nacía de la misma forma en San Francisco,
después de que los asistentes a un congreso (en 2008) no lograsen encontrar un
hotel donde alojarse.
Esta
revolución económica que comienza es también una revolución social: resulta más
fácil convertirse en emprendedor que en asalariado, al menos en el sector de
los servicios, que representa dos tercios de los puestos de trabajo de los
países desarrollados. Pero es fácil ver que esta revolución económica, técnica
y social también va a afectar, poco a poco, a la producción industrial: las
impresoras en tres dimensiones (impresoras 3D) ya permiten a los emprendedores
individuales fabricar objetos cada vez más complejos sin salir de casa.
La
transformación, sin duda histórica, a la que asistimos confirma un modo de
funcionamiento muy conocido por los economistas que Joseph Schumpeter, en 1940,
denominó «destrucción creadora»: el progreso pasa por la destrucción de lo
antiguo, lo que también provoca víctimas. No todas esas víctimas son inocentes:
por lo que atañe a los taxis parisinos, casi la totalidad pertenece a un
monopolio privado que vive de las rentas desde hace medio siglo y no hace
ningún esfuerzo por mejorar su servicio. Otras víctimas merecen ayuda y
compasión porque, como los tejedores de Lyon, se ven arrastradas por una
avalancha técnica que no podían prever. Es aquí donde el Estado debe intervenir
para apoyar a los parados, contribuir a su reconversión, animarlos a
convertirse a su vez en emprendedores autónomos.
Por
desgracia, no es este el camino que han tomado los gobiernos europeos: el
presidente francés, François Hollande, en una declaración torpe cuyo secreto
solo él conoce, ha declarado que había que «prohibir Uber, y luego
ilegalizarlo». En un Estado de Derecho, la secuencia sería la contraria: la
ilegalidad precede a la prohibición. Y, lo que es peor aún, la Policía
francesa, obedeciendo órdenes, ha encarcelado a dos dirigentes franceses de
Uber para «interrogarlos». ¿Sobre qué? Putinismo puro y duro. También en
California, a causa de la presión de los sindicatos, los magistrados han
considerado que los conductores independientes de Uber deben ser tratados como
empleados, lo que destruiría el modelo económico de la plataforma. Hay muchos
combates en la retaguardia de carácter ludita. Al final, «el mercado decide»,
es decir, los consumidores, no los jueces ni los gobiernos. Algunos se quejarán
de este nuevo avance del liberalismo, este nuevo retroceso del Estado, este
progreso material, la desaparición del antiguo mundo: están en su derecho, pero
el recurso a la violencia no es un derecho y la revolución jamás es otra cosa
que una muestra de impotencia. Es lo que quería decir Tocqueville.
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