Miriam Makeba en el Soweto italiano/Roberto Saviano,
Publicado con autorización de la agencia literaria Roberto Santachiara.
Traducción de News Clips
“¿Qué es el blues?”, se pregunta el escritor afroamericano Ralph Allison. Es lo que los negros tienen como sustituto de la libertad.
Al enterarme de la muerte de Miriam Makeba [el 10 de noviembre en Nápoles, tras un concierto contra la Camorra], me vino de inmediato a la mente esta frase. Mamá África fue lo que durante muchos años tuvieron los surafricanos en lugar de la libertad: su voz. En 1963 llevó su testimonio al Comité de Naciones Unidas Contra el Apartheid. Como respuesta, el Gobierno surafricano prohibió sus discos y condenó a Miriam al destierro. Treinta años de destierro. Desde aquel momento, su biografía fue una demostración de voluntad política y social, una vida itinerante de música vetada. Cuando registraban las casas de los militantes del partido de Nelson Mandela confiscaban sus discos, considerados como “prueba” de actividad subversiva. Bastaba con poseer su voz para ser detenido por la policía blanca. Pero la potencia de sus notas le otorga ciudadanía universal, hace que Suráfrica se convierta en la tierra de todos. Y, especialmente, el infierno del apartheid, un infierno de todos.
En los años sesenta, al llegar a EE UU, Miriam Makeba se enamoró de Stokley Carmichael, líder de los Panteras Negras, y las discográficas de ese país le cancelaron los contratos, porque Mamá África no combatía con los medios de la militancia política sino con su voz. Y eso da miedo. Ella llega a la gente por medio de su música, a través de éxitos mundiales, como Pata pata, que todos bailan y que gustan a todos, con una fuerza detonante y vital que tanto el Gobierno del apartheid como los racistas de todo el mundo no saben cómo contener o combatir.
Así, a los 76 años, vino a cantar a un sitio que parece olvidado de Dios, en el que personas conscientes habían organizado un concierto para llevar un poco de dignidad a una tierra humillada. Y la otra tarde me llamaron, de noche. Checco, que había seguido la organización del concierto, me dijo que Miriam Makeba no se sentía bien, “pero, aun así, la señora quiere cantar, quiere tu libro en edición estadounidense en su camerino, Robbè, ¡es dura!”.
Cuando me dijeron que Miriam Makeba había accedido a cantar en Castel Volturno, en el concierto -en solidaridad conmigo- que cerró los Estados Generales de la Escuela para el Mediodía, en un primer momento me costó creerlo. Ella, que luchó y viajó cantando durante años por toda África y por el resto del mundo, quería venir también a este rincón apartado, en el que casi dos meses antes había tenido lugar una matanza de siete africanos. Porque para ella eran africanos, no de Ghana, de Costa de Marfil o de Togo. Con esa concepción panafricana que tuvo Lumumba y que, en la actualidad, parece, como nunca, desgraciadamente enterrada para siempre. Mamá África actuó a pocos metros de donde mataron al empresario Domenico Noviello, natural de esta tierra, un muerto inocente que, en cambio, ha muerto solo, sin participación colectiva, sin revueltas y sin fraternidad.
La muerte de Miriam Makeba, que vino a traerme su solidaridad y a testimoniarla ante la comunidad africana e italiana que se resiste al poder de los clanes, me ha causado un enorme dolor. Tan enorme como la sorpresa con la que acogí la demostración de pasión y fuerza de una tierra lejana como la surafricana que ya en los últimos meses me había expresado su cercanía por medio del arzobispo Desmond Tutu.
Gracias a su historia, personas como Tutu o como Miriam Makeba saben mejor que los demás que, si no perdemos de vista el mundo, se pueden solucionar las contradicciones, prestando nuestra atención y nuestra adhesión, sintiendo que nos conciernen incluso los acontecimientos más lejanos. Y no con el aislamiento, con la desidia o con la ignorancia recíproca.
Suráfrica sufre una presión enorme de los carteles criminales, pero sus intelectuales y sus artistas siguen estando atentos, siguen siendo vitales y combativos. El propio Desmond Tutu definió Suráfrica como rainbow nation, nación arco iris, e impulsó el sueño de una tierra mucho más variada, rica y pigmentada que un simple cambio de poder entre blancos y negros.
Miriam Makeba era y sigue siendo la voz de aquel sueño. Si existe un consuelo para su tragedia, es que podemos decir que no ha muerto lejos, sino que ha muerto cerca, al lado de su gente, entre los africanos de la diáspora que llegaron aquí a millares e hicieron suyos estos lugares, trabajando, viviendo y durmiendo junto a nosotros, sobreviviendo en las casas abandonadas de la urbanización Villaggio Coppola, construyendo dentro su realidad, a la que llamamos el Soweto de Italia. Ha muerto mientras trataba de derribar otro gueto, únicamente con el poderoso sonido de su voz. Miriam Makeba ha muerto en África. No en el África geográfica, sino en aquella que su gente trajo aquí y que se ha mezclado con esta tierra que, hace pocos meses, ha mostrado la rabia de la dignidad. Y espero que también la rabia de la fraternidad.
Al enterarme de la muerte de Miriam Makeba [el 10 de noviembre en Nápoles, tras un concierto contra la Camorra], me vino de inmediato a la mente esta frase. Mamá África fue lo que durante muchos años tuvieron los surafricanos en lugar de la libertad: su voz. En 1963 llevó su testimonio al Comité de Naciones Unidas Contra el Apartheid. Como respuesta, el Gobierno surafricano prohibió sus discos y condenó a Miriam al destierro. Treinta años de destierro. Desde aquel momento, su biografía fue una demostración de voluntad política y social, una vida itinerante de música vetada. Cuando registraban las casas de los militantes del partido de Nelson Mandela confiscaban sus discos, considerados como “prueba” de actividad subversiva. Bastaba con poseer su voz para ser detenido por la policía blanca. Pero la potencia de sus notas le otorga ciudadanía universal, hace que Suráfrica se convierta en la tierra de todos. Y, especialmente, el infierno del apartheid, un infierno de todos.
En los años sesenta, al llegar a EE UU, Miriam Makeba se enamoró de Stokley Carmichael, líder de los Panteras Negras, y las discográficas de ese país le cancelaron los contratos, porque Mamá África no combatía con los medios de la militancia política sino con su voz. Y eso da miedo. Ella llega a la gente por medio de su música, a través de éxitos mundiales, como Pata pata, que todos bailan y que gustan a todos, con una fuerza detonante y vital que tanto el Gobierno del apartheid como los racistas de todo el mundo no saben cómo contener o combatir.
Así, a los 76 años, vino a cantar a un sitio que parece olvidado de Dios, en el que personas conscientes habían organizado un concierto para llevar un poco de dignidad a una tierra humillada. Y la otra tarde me llamaron, de noche. Checco, que había seguido la organización del concierto, me dijo que Miriam Makeba no se sentía bien, “pero, aun así, la señora quiere cantar, quiere tu libro en edición estadounidense en su camerino, Robbè, ¡es dura!”.
Cuando me dijeron que Miriam Makeba había accedido a cantar en Castel Volturno, en el concierto -en solidaridad conmigo- que cerró los Estados Generales de la Escuela para el Mediodía, en un primer momento me costó creerlo. Ella, que luchó y viajó cantando durante años por toda África y por el resto del mundo, quería venir también a este rincón apartado, en el que casi dos meses antes había tenido lugar una matanza de siete africanos. Porque para ella eran africanos, no de Ghana, de Costa de Marfil o de Togo. Con esa concepción panafricana que tuvo Lumumba y que, en la actualidad, parece, como nunca, desgraciadamente enterrada para siempre. Mamá África actuó a pocos metros de donde mataron al empresario Domenico Noviello, natural de esta tierra, un muerto inocente que, en cambio, ha muerto solo, sin participación colectiva, sin revueltas y sin fraternidad.
La muerte de Miriam Makeba, que vino a traerme su solidaridad y a testimoniarla ante la comunidad africana e italiana que se resiste al poder de los clanes, me ha causado un enorme dolor. Tan enorme como la sorpresa con la que acogí la demostración de pasión y fuerza de una tierra lejana como la surafricana que ya en los últimos meses me había expresado su cercanía por medio del arzobispo Desmond Tutu.
Gracias a su historia, personas como Tutu o como Miriam Makeba saben mejor que los demás que, si no perdemos de vista el mundo, se pueden solucionar las contradicciones, prestando nuestra atención y nuestra adhesión, sintiendo que nos conciernen incluso los acontecimientos más lejanos. Y no con el aislamiento, con la desidia o con la ignorancia recíproca.
Suráfrica sufre una presión enorme de los carteles criminales, pero sus intelectuales y sus artistas siguen estando atentos, siguen siendo vitales y combativos. El propio Desmond Tutu definió Suráfrica como rainbow nation, nación arco iris, e impulsó el sueño de una tierra mucho más variada, rica y pigmentada que un simple cambio de poder entre blancos y negros.
Miriam Makeba era y sigue siendo la voz de aquel sueño. Si existe un consuelo para su tragedia, es que podemos decir que no ha muerto lejos, sino que ha muerto cerca, al lado de su gente, entre los africanos de la diáspora que llegaron aquí a millares e hicieron suyos estos lugares, trabajando, viviendo y durmiendo junto a nosotros, sobreviviendo en las casas abandonadas de la urbanización Villaggio Coppola, construyendo dentro su realidad, a la que llamamos el Soweto de Italia. Ha muerto mientras trataba de derribar otro gueto, únicamente con el poderoso sonido de su voz. Miriam Makeba ha muerto en África. No en el África geográfica, sino en aquella que su gente trajo aquí y que se ha mezclado con esta tierra que, hace pocos meses, ha mostrado la rabia de la dignidad. Y espero que también la rabia de la fraternidad.
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