9 nov 2008

Norma Angélica Díaz

Muerte, duelo y memoria
MARTA LAMAS
Revista Proceso (www.proceso.com.mx) # 1671, 9/11/2008;
La muerte es un territorio ensombrecido. Nadie puede aquilatar en su justa dimensión el dolor que produce. Todos los días mueren seres humanos; sin embargo, sólo nos afectan cuando son muertes cercanas o simbólicas. El pasado martes la tragedia del avión desplomado nos cimbró.
Muchas personas compartimos la sensación esquizofrénica de celebrar el triunfo de Obama al mismo tiempo que nos dolían las escenas aterradoras de lo ocurrido en Reforma y Periférico. La vida mostró sus dos caras: la de la desgracia, inmensa e inesperada, y la de la alegría por una renovación política tan alentadora.
En México, la muerte es festejada con calaveritas y celebraciones mortuorias. Esta actitud festiva proviene de una tradición socialmente transmitida, pero a la hora de la hora nada nos prepara para la muerte de a deveras. Hay personas longevas, y sus familiares y amigos se pueden hacer a la idea de que se acerca el fin. Pero si bien una ineludible consecuencia de la vida es la muerte, no hay nada que descoloque más que una muerte a destiempo. Esas muertes nos duelen y nos conmueven más que la del nonagenario que expira en su cama.
El avionazo del 4 de noviembre ha costado muchas vidas, todas únicas, todas valiosas. No voy a hablar de la gravedad política que implica, no porque no me preocupe, sino porque todavía no hay elementos para saber si realmente fue un accidente o, como suponemos muchas personas, un atentado. Quiero recordar el caso de Norma Angélica Díaz. No es mi intención valorar más su muerte sobre las demás, pero no puedo dejar de pensar en su hijita, y en lo poco que, cuando crezca, se podrá acordar de su madre. Periodista egresada de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM, Norma Angélica era, a sus 26 años, la directora de Información de la Secretaría de Gobernación, una joven viuda que tenía una criaturita de 12 meses de edad. Y el infausto destino de esa chiquita me ronda en la cabeza.
Aceptar la muerte forma parte de la retórica de la cultura mexicana. Octavio Paz dijo: "Nuestra muerte ilumina nuestra vida. Si nuestra muerte carece de sentido, tampoco lo tuvo nuestra vida. La muerte es intransferible como la vida. Si no morimos como vivimos es porque realmente no fue nuestra vida la que vivimos: no nos pertenecía como no nos pertenece la mala suerte que nos mata. Dime cómo mueres y te diré quién eres." Norma Angélica murió en el cumplimiento del deber, como los demás que iban en la fatídica nave. Pero respecto a los transeúntes y automovilistas que tuvieron la desgracia de estar en el lugar del siniestro se aplica lo que dijo Paz: "La mala suerte que mata".
Freud explica el desarrollo de la cultura como una de las principales defensas contra la aceptación de nuestra mortalidad. La cultura prescribe ritos y significaciones cuyo sentido es evitar la aceptación de la propia muerte. Por eso culturalmente alentamos una actitud negadora ante la muerte, y sólo en contadas ocasiones llegamos a sentir el fallecimiento de personas que no conocemos o de quienes sabemos poco.
Todas las vidas están abiertas a la perspectiva de su propia muerte. Pero el hecho de morir está marcado por una doble vertiente: la persona que muere ya no es lo que era y tampoco será lo que podría haber sido. Cuando la muerte llega, le roba la vida a la persona que sigue viva en nuestra memoria. Eso causa un desasosiego insoportable. Y lejos de pretender entender sus causas o razones, es preciso aceptar su ineluctable fatalidad. Para los creyentes, está el consuelo de que al morir se inicia una nueva vida. Para los que pensamos que con la muerte se acaba todo, ese consuelo no nos sirve, pero podemos asirnos a la memoria.
¿Cuánto de la dificultad del duelo consiste en que la persona muerta nos mantiene dolientes mientras ella ya no siente nada por nosotros? El duelo se vive con ira y desgarro hasta que logramos aceptar la muerte física y podemos dar un nuevo destino al recuerdo del ser querido. La hijita de Norma Angélica no vivirá un duelo como el de los hijos ya crecidos de otras víctimas de esta tragedia, pero tal vez éstos, al atravesar ese dolor y seguir viviendo, tendrán un recuerdo más intenso de su padre o de su madre. Las ausencias pueden acompañarnos toda la vida o quedar encerradas en el olvido. La otra orilla del dolor es la memoria, que es capaz de hacer presente al ausente y, al recordarlo, trazar una estela de reminiscencias para superar el dolor.

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