13 feb 2010

Haiti

Un país que ya no existe/SERGIO RAMÍREZ
El País Semanal, 7/02/2010;
Sergio Ramírez, escritor y político nicaragüense, estuvo en Haití hace un año de la mano de ‘El País Semanal’ con la misión de tomarle el pulso a esa tierra pobre, dura y difícil. El país que vio ya no existe. Su gente nunca será la misma. A través de aquellas impresiones, Ramírez traza hoy el retrato de una nación convulsa. Un pueblo con el que ni la naturaleza ni la historia fueron nunca generosas.
Desde las alturas de Ti Bois, el barrio lleno de cuestas y vericuetos que amontonaba sus casas precariamente construidas al borde del abismo, el panorama de la ciudad tendida al lado de la bahía se abría en la planicie multiplicando otras inmensas barriadas, Carrefour, Martissant, La Saline, Cité Soleil, y el ojo no podía perder las blancas cúpulas simétricas del palacio presidencial que fulguraban en la lontananza bajo la resolana. Hoy, tras el terremoto que arrasó Puerto Príncipe, el panorama ha cambiado abruptamente y la ciudad no existe más tal como podía contemplarse desde aquel mirador que era a su vez un botadero de basura, como lo hice yo una tarde de marzo del año pasado.
El martes 19 de enero de 2010, los damnificados del terremoto se aglomeran junto a las verjas del palacio descalabrado sin remedio para ver aterrizar en los prados que lo rodean los helicópteros de la 82ª División Aerotransportada de Estados Unidos de los que descienden decenas de paracaidistas. "Es una ocupación. El palacio es el país, representa nuestro poder, es nuestro rostro, nuestro orgullo", protesta Feodor Desanges, uno de los ciudadanos junto a la verja, según relatan los despachos de prensa.
Construido en el año 1918 bajo el diseño del arquitecto haitiano Georges Baussan, graduado en la Escuela de Arquitectura de París, el palacio, que imitaba los domos del Petit Palais, era realmente imponente, un rostro hermoso para una ciudad con poco que enseñar, y digno de orgullo como proclama este hombre que a lo mejor ha perdido a su familia y su propia casa, y que contempla, atónito, el desembarco de los marines llegados bajo la autorización del presidente René Préval en medio del inconmensurable desastre que se ha llevado el poder y se ha llevado el palacio y se ha llevado todo.
Esa construcción representó no sólo el poder, como bien dice Desanges en su desesperanza, sino también las luchas por el poder, luchas que han estremecido a Haití desde mucho antes que la hermosa construcción neorrenacentista fuera erigida al lado de las imponentes explanadas del Campo de Marte y de la Plaza de la República en el corazón mismo de la ciudad, donde los sobrevivientes de la catástrofe se hacinan ahora en campamentos improvisados y se han instalado centros de atención médica bajo carpas.
El palacio, que a los ojos de quienes pretendían trasponer sus puertas para instalarse en él parecía encendido en un brillo sobrenatural en su blancura, ejerció un encantamiento imperioso sobre sus inquilinos hasta la llegada de Préval. Los presidentes se sintieron allí siempre indefensos, y para conjurar todo peligro de perder el poder, siempre frágil y huidizo con su caudal de asonadas y golpes de Estado, buscaron concentrarlo todo en sus manos para librarse de la maldición que significaba hallarse dentro de sus recintos.
Busco entre mis notas del año pasado, y encuentro las de mi conversación una noche en la terraza del hotel Ibo Lele, en las alturas de Pétion Ville, con el novelista Lyonel Trouillot y el poeta Jorge Castera, quienes me hablaban de los vicios del poder ejercido desde los salones y los sótanos del palacio por los presidentes de turno, el más prolongado de esos turnos el de Françoise Papa Doc Duvalier, el médico rural que se proclamó presidente vitalicio de Haití y heredó el trono a su hijo, un adolescente de 300 libras de peso, Baby Doc Duvalier, fríos asesinos ambos que mataron a miles utilizando a su banda de sicarios, los Tonton Macutes.
Papa Doc escribió él mismo un Catecismo de la Revolución con oraciones que debían ser rezadas a él y a su mujer Simone. Para su esposa, una Salutación angélica, como si fuera la Virgen María. Para él, un padrenuestro, y Trouillot lo recitó: "Doctor nuestro que está para siempre en el Palacio Nacional, alabado sea tu nombre por las presentes y futuras generaciones. Que se haga tu voluntad así en Puerto Príncipe como en el resto de las provincias. Danos hoy nuestro nuevo Haití, y no perdones nunca las ofensas de los antipatriotas que escupen cada día sobre nuestra patria. Déjalos caer en tentación bajo el peso de sus babas venenosas, y no los libres de ningún mal, amén".
Extraño, les dije, que Duvalier creyera que estaba haciendo una revolución. Una revolución negra, respondió Castera, para él la raza fue siempre un sustento filosófico. La supremacía negra, como a lo largo de la historia de Haití, desde la independencia. La filosofía convertida en crimen, y las creencias religiosas manipuladas a su antojo.
Papa Doc creía, o dejaba que se creyera, que él mismo era la encarnación del loa del barón Samedi, el dios de la muerte del panteón vudú, invisible y ubicuo, que recorre de noche los cementerios, siempre vestido de negro riguroso, como él mismo se vestía, y celebraba ritos nocturnos con los cadáveres de sus enemigos. A un militar antiguo aliado suyo, alzado en rebelión, una vez capturado ordenó cortarle la cabeza, que fue transportada hasta el Palacio Nacional conservada en hielo, y la colocó sobre su escritorio para hacerle consultas de ultratumba sobre el destino de su poder.
Jean Bertrand Aristide, Tití, el humilde y popular sacerdote salesiano que sucedió al último Gobierno militar duvalierista, dos veces presidente y dos veces derrocado, y exiliado ahora en Suráfrica, surgió en la conversación como un fantasma inquieto entre las sombras de sus quimeras, las bandas juveniles que organizó en los barrios como fuerzas de choque para defenderse y defender su poder. Ya había caído la noche que se llenaba con el canto de los coquíes, las pequeñas ranitas melodiosas que entonan su coro en la oscuridad caribeña.
"El autoritarismo, la concentración de poder bajo un solo hombre que termina creyéndose predestinado, ha sido un mal constante para Haití desde la independencia", me dijo Trouillot. "Hay frases de Duvalier y de Aristide sacadas de sus discursos, que vienen a ser iguales. Ambos vieron lo mismo desde las ventanas del palacio, la inmensa pobreza y el desamparo, pero sus respuestas fueron mesiánicas, y equivocadas".
Detrás de cada líder que surge en la historia están siempre los loas para encumbrar su destino, o despeñarlo, en un país nutrido de la tradición mágico-religiosa. El 11 de septiembre de 1988 el padre Aristide decía misa en su humilde iglesia de San Juan Bosco cuando entraron los Tonton Macutes en su busca, y asesinaron a decenas de feligreses pero él logró escapar. La mano de la divinidad estaba ya sobre su cabeza para protegerlo, y luego, para perderlo con sus dualidades, su discurso esotérico, sus artes de manipulación, hasta que terminó purgando el largo exilio en Suráfrica, aunque su sombra esquiva ejerce siempre influencia en el país, sobre todo sobre los jóvenes de las brriadas organizados inicialmente en las quimeras.
Busco de nuevo en mis notas. La visión que me transmitió de Puerto Príncipe el cineasta Arnold Antonin, la ciudad de la que no quedarán siquiera las ruinas una vez que terminen su trabajo las máquinas dedicadas a remover los escombros y a aplanar manzana tras manzana derruida, es la de una brillante metrópoli luego lumpenizada y arruinada, de la que tenía envidia el generalísimo Leónidas Trujillo, también dictador vitalicio de la vecina República Dominicana. Quería un palacio presidencial como el de Puerto Príncipe, sus plazas, sus avenidas. Ciudad de exposiciones internacionales, donde recalaban los artistas de Hollywood, Puerto Príncipe conservó su esplendor hasta los años sesenta del siglo pasado, y su transformación en el inmenso gueto que llegó a ser, empezó precisamente en la era de Papa Doc Duvalier.
Acarreaba a los campesinos para que le rindieran pleitesía en inmensas manifestaciones congregadas frente al palacio, me decía Antonin, y así empezó el éxodo rural hacia la capital, pues muchos de ellos se fueron quedando con sus familias. Cité Soleil, hoy una de las inmensas barriadas de la ciudad, entre las más miserables y superpobladas, a la que bautizó Cité Simoine Duvalier en homenaje a su esposa, fue uno de los resultados de este éxodo que desde entonces empezó a crecer de manera imparable, empujado luego por la deforestación, la instalación de maquilas, y por la ociosidad en el campo cuando los tratados de libre comercio arruinaron lo que quedaba de agricultura y empujaron a más campesinos hacia la ciudad en una marea incontrolable.
Recuerdo ese esplendor caduco de la ciudad rodeado por el olor y la visión de la pobreza, y que enseñaba sus símbolos republicanos, el palacio presencial en su albura total, premio y castigo, los ministerios vecinos, las plazas con sus monumentos a los héroes que crearon la primera república negra en el mundo, y la primera república independiente en América Latina, un entorno urbano que conservaba algo de ese glamour perdido de que me habló Antonin en su despacho sin luz, entre los carteles de sus películas; y recuerdo también los barrios caóticos y miserables hasta donde llegué para visitar los centros de salud de Médicos Sin Fronteras: el centro de emergencias de MSF-Bélgica en el populoso barrio Martissant, vecino al no menos populoso de Carrefour, que sumaban ambos medio millón de habitantes; el hospital materno infantil de MSF-Holanda en las cercanías de la vía al aeropuerto; la humilde clínica de mujeres de MSF-Bélgica en La Saline, frente a un mercado popular vecino al puerto de cabotaje; el centro hospitalario Sainte Catherine Labouré (Choscal) en Cité Soleil, donde trabajaba una brigada de médicos cubanos.
El centro de emergencias de Martissant se vino abajo, y lo mismo cayó el hospital materno infantil, que ha traslado sus heridos y equipos que se pudieron rescatar al Choscal en Cité Soleil, uno de los barrios de mayor conflicto potencial en la ciudad debido a la presencia de las pandillas juveniles armadas y en donde, para el tiempo de mi visita, acababa de inaugurarse la primera estación de policía en años, un flamante edificio que también se vino al suelo y que representaba un nuevo avance en el difícil plan de seguridad ciudadana.
En la clínica de mujeres en la Saline me encontré a la joven doctora Irene Abotou, que había llegado desde Costa de Marfil para prestar servicios voluntarios. Conversamos mientras recorríamos a pie el barrio tan pobre y desamparado como todos los demás, y me habló de la ola más reciente de refugiados campesinos que llegaba a engrosar esa constante inmigración a la que se había referido Antonin, una composición de la población de Puerto Príncipe por capas y capas a través de las décadas y de los años. Ahora se trataba del turno de las víctimas de los cuatro huracanes, Fey, Gustav, Hanna e Ike, que en el año 2008 habían golpeado de manera consecutiva la isla a lo largo de un mes, las costas, pero principalmente la región central de Gonaives. Desgracias consecutivas, por capas y por etapas, hasta componer la situación de tragedia constante en que vive el pueblo haitiano. Los huracanes, si sumamos las inundaciones del año 2004, causaron miles de muertos y centenares de miles de desplazados que perdieron sus hogares y sus cosechas, para dar un total de un millón de afectados, y se llevaron puentes y carreteras.
Hoy, bajo los efectos del terremoto, la gente de Puerto Príncipe que un día vino de lejos buscando mejor fortuna ya no tiene adónde más ir, ni ninguno de sus habitantes tampoco, a no ser como refugiados temporales en campamentos, pero no para trabajar en labores productivas. Regresar al campo, a la agricultura, sería una ilusión vana, en un país donde las áreas agrícolas se han reducido al mínimo, con los suelos víctimas de los deslaves provocados por la deforestación inclemente en las áreas montañosas, lo que hace, a su vez, que los efectos de los huracanes se multipliquen haciendo que las aguas despeñadas arrastren todo consigo. Desde el año 2001, según datos del International Crisis Group, los huracanes y las inundaciones han causado cerca de veinte mil muertos, la destrucción de 200.000 casas, y pérdidas por 5 billones de dólares. Ya había una tercera parte de la población del país necesitada de ayuda alimentaria como consecuencias de los cuatro últimos huracanes.
Una población permanentemente damnificada, sin recursos para subsistir lejos de la ayuda internacional. Un estado sin posibilidades de garantizar la seguridad de los ciudadanos, tarea que hasta la hora del terremoto estaba confiada a las fuerzas internacionales de la Misión de las Naciones Unidas para la Estabilización de Haití (Minustah), instalada en el hotel Christopher, donde visité al jefe de la misión, el diplomático tunecino Hédi Annabi, muerto junto a decenas de sus colaboradores al derrumbarse el edificio.
El antiguo hotel de turistas se había convertido en una fortaleza resguardada por barricadas, y por dentro reinaba el orden silencioso de un reducto burocrático. Desde los ventanales de la cafetería, limpia y aséptica, se divisaba la piscina de aguas serenas sin bañistas, y en los pasillos se repetían los carteles con avisos de prevención al personal acerca de los tratos sexuales, por el riesgo de las enfermedades contagiosas. Mientras yo subía a entrevistarme con Hannabi, que tenía su despacho en el último piso, sus asistentes habían facilitado que el fotógrafo Juan Carlos Tomasi pudiera acompañar a una de las unidades militares en su patrullaje por las calles.
Annabi, un hombre de trato afable y con una larga experiencia en misiones de paz, dedicó al menos dos horas a nuestra conversación. Seguro de sus afirmaciones, se comportaba a mis ojos más como un funcionario internacional dedicado a cumplir de manera estricta su mandato, que como un hombre de poder, que realmente lo era, y a cada paso se preocupaba de advertirme que sus iniciativas frente al Gobierno haitiano eran meras propuestas y siempre se cuidaba de no ir más allá porque frente al celo de las autoridades nacionales se exponía al rechazo.
Había llegado a cumplir su misión en el año 2007, me dijo, en una situación de anarquía, con la institucionalidad del país perdida, la policía colapsada, incapaz de enfrentar las pandillas juveniles ni de ejercer la vigilancia fronteriza, con las cárceles en descontrol. Debía, por tanto, ayudar a restituir el papel de la ley bajo el Gobierno del presidente Préval, electo el año anterior.
Y a pesar del retroceso que significó la crisis del año 2008, con los huracanes en serie, la falta de energía, la crisis política cuando el Parlamento dio un voto de censura al primer ministro y se negaba a nombrar a otro, sentía que su misión había progresado, que se habían incrementado los niveles de seguridad del país, se había reducido el número de secuestros, las pandillas juveniles se hallaban bajo mejor control, y la policía nacional participaba cada vez más en sus funciones. El cuartel recién inaugurado en Martissant era un ejemplo.
Nada fácil restablecer la institucionalidad y la armonía democrática en un país donde había decenas de partidos, más preocupados por las reglas del juego político que por las condiciones de vida de la población, y donde el recelo del Parlamento para cederle poderes al presidente se hallaba cimentado en el temor a una nueva dictadura, como la de Duvalier, o el autoritarismo singular de Aristide. Era necesaria una mejor clase política, más competente, mejor preparada, aunque la realidad conspiraba contra esta aspiración, cuando el 80% de la gente calificada se había ido a Estados Unidos y Canadá.
Y aunque Préval debía caminar sobre la cuerda floja, la gran ventaja de tenerlo a la cabeza del Gobierno, pese a las debilidades provocadas por las circunstancias, era que por primera vez en mucho tiempo no había un presidente corrupto.
Tras las elecciones de 2011, cuando habría de escogerse un nuevo presidente, la esperanza de Annabi era que la misión pudiera llegar a su fin, una vez conseguida una situación razonable de seguridad. Irse para no tener que regresar. Hoy, tras el terremoto, el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas aprobó aumentar en 2.500 el número de hombres que tiene la misión, lo que hará cerca de 15.000 entre soldados y policías, mientras tanto Estados Unidos ha desplegado otros 15.000. La soberanía parece así una sombra lejana de conseguir sustancia.
La seguridad razonable en que pensaba Annabi se ha evaporado. Pasarán años seguramente en los que habrá presencia de tropas extranjeras en Haití, y las carencias y necesidades de la población, con su capital derruida, no han hecho sino multiplicarse.
La piedra en el agua no sabe nada de la piedra bajo el sol, dice el viejo proverbio haitiano. Hoy la piedra bajo el sol ha sido remecida.

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