La Jornada, 30 de septiembre de 2014
Por
desgracia no estaba yo en México cuando el homenaje a Raúl Álvarez Garín en la
sala Miguel Covarrubias de la Universidad Nacional Autónoma de México. Habría
yo ido corriendo. Hace 45 años que conozco a Raúl y soy su deudora. Sin él no
habría La noche de Tlatelolco. Sin él no habría ese líder valiente y
justiciero, capaz de permanecer meses, semanas y días en huelga de hambre.
Raúl
entonces era un muchacho delgadito y nervioso que se acuclillaba en su pequeña
celda para que otros pudieran sentarse en la litera, en el escusado de hierro,
en el primer butaquito, en lo que fuera. Su autoridad era indiscutible. Todos
acudían a su llamado. Por eso, pude escribir La noche de Tlatelolco.
Cuando
lo liberaron, nos vimos en varias ocasiones y nos seguimos viendo a lo largo de
la vida. En 1985 lo hicimos con gran frecuencia, porque Raúl organizó con
Daniel Molina un centro de información y de terapia para los damnificados por
los sismos del 19 y el 20 de septiembre. Muchos hombres, mujeres y niños
llegaron a contar su tragedia en una terapia de grupo. Todos necesitaban que
alguien los oyera. Y Raúl lo comprendió antes que nadie.
Un
cineasta de Los Ángeles, de nombre Juan Garduño, quiso filmar la saga
estudiantil y nos reunimos en la casa: la Tita (Roberta Avendaño), Roberto
Escudero, Raúl y quienes quisieran escribir un guión del movimiento y de la
masacre. La película nunca se hizo, pero a nosotros nos encantó vernos de
nuevo.
Más
tarde, Raúl y yo fuimos juntos a Cuernavaca para dar una charla acerca del 68
con Rius, y nos condujo su hijo Santiago, del que Raúl está tan orgulloso que
hasta engordó. Durante el trayecto de ida y de venida sólo hablamos de música.
No sabía yo que Raúl era un melómano y que oía a Frescobaldi y a Vivaldi.
Un
hombre como Raúl no se crea de un día para otro, un hombre que lucha por la
justicia, que defiende la verdad sólo puede formarse con el ejemplo de padre y
madre que tengan los mismos ideales, que le enseñen que en el mundo existe la
injusticia, el hambre, la desigualdad y es indispensable combatirla.
Manuela
Garín de Álvarez, madre de Raúl, jamás imaginó que su hijo pudiera caer preso.
Sabía que Raúl pertenecía al Consejo Nacional de Huelga, porque así era él,
aguerrido y defensor de las causas justas. Su espíritu de pelea se manifestó
desde que era niño. Tania, su hermana, fue más dócil, obedecía, pero Raúl
quería una explicación para cada una de las órdenes que le daban sus padres.
Manuela, matemática, intentaba domar su rebeldía. El 2 de octubre, a Manuela la
llamó su marido, también Raúl: “No salgas, porque esto está horrible. El
Ejército tomó la plaza”. Esa misma noche, su hijo Raúl desapareció y a partir
de ese momento Manuela y Raúl padre sacaron desplegados durante más de un mes
en El Día, que decían: Han pasado cinco días y no sabemos nada de nuestro hijo
Raúl Álvarez Garín.
Cuando
Manuela por fin logró verlo en su celda, en Lecumberri, no hubo lágrimas ni
lamentaciones. Raúl, muy serio, la saludó con una frase que 40 años después no
olvida: “Mamá, hay muchos muchachos que no tienen quién los defienda, hay que
buscarles un abogado…” También le advirtió: Mamá, por favor, no vayas a traer
nada que esté prohibido para no tener que pedirles nunca nada a estos
carceleros. Tráeme una cazuela grande para cocinar para varios fue lo único que
Raúl pidió y Manuela tuvo que sacar el permiso en la dirección del Penal. Le
espetó al militar que lo autorizó: A usted le consta que la cárcel de estos
muchachos es una injusticia.
Cuando
Raúl salió exilado a Perú después de dos años y ocho meses de cárcel, el juez
le dijo a Manuela: –La felicito, señora, porque su hijo es una persona íntegra,
correcta.
Raúl
Álvarez Garín y su inseparable Félix Lucio Hernández Gamundi, Daniel Molina y
muchos otros, Javier El Güero González Garza, también matemático, enjuiciaron y
consiguieron que a Luis Echeverría, entonces secretario de Gobernación, le
dieran su casa en San Jerónimo como cárcel. A la gran puerta de madera en San
Jerónimo acudieron Rosario Ibarra de Piedra y Jesusa Rodríguez, y le aventaron
cubetazos de pintura roja.
Seguramente
muchas madres, como Manuela, están más tranquilas porque la masacre no es un
capítulo que se ha borrado de la historia del país: Lo que va a quedarse para
siempre en la historia es que el 2 de octubre fue un genocidio. Si Luis
Echeverría cometió un genocidio, debe responder por él; lo mismo que los demás
–dice Manuela Álvarez Garín, con esa seguridad que la agiganta y la hace
admirable.
En
Raúl Álvarez Garín, leal a Cuauhtémoc Cárdenas, yace la verdad del 68 y su voz
es la más autorizada. A su honestidad sólo la supera la destreza con la que
prepara sus camarones escogidos uno a uno en La Viga, que esperamos comer
pronto para chuparnos los dedos y serenarnos el alma.
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