28 ago 2006

Sobre Günter Grass


Opinión de Mario Vargas Llosa y Niall Ferguson sobre Günter Grass.
Pero, antes el editorial de El País, del 17 de agosto que pone en blanco y negro y en pocas línas el caso del premio nobel Günter Grass.
Dice el editorial:
"A los 15 años, Günter Grass intentó enrolarse voluntariamente en los submarinos del Ejército alemán, pero fue rechazado por su corta edad. No obstante, en septiembre de 1944, semanas antes antes de cumplir los 17 años, el futuro escritor fue llamado a filas. Al borde del colapso, la Alemania nazi reclutaba desesperadamente a casi cualquier varón de entre 16 y 60 años. Grass fue incorporado a una unidad de las Waffen-SS -el brazo militar de la organización nazi dirigida por Himmler-, herido y capturado luego por soldados norteamericanos. Estos hechos son comunes a las biografías de cientos de miles de alemanes de la generación de Grass. Grass no era un nazi y no se incorporó voluntariamente a las SS, e incluso aunque hubiera sido así, no es posible ignorar que era un adolescente.
El problema empieza por el hecho de que Grass sólo haya revelado esta parte de su biografía este verano, como anticipo de la publicación de su libro de memorias Pelando la cebolla. Puesto que no hay mayor gravedad en estos hechos de adolescencia, ¿por qué el premio Nobel de literatura no los ha contado con naturalidad en el más de medio siglo transcurrido desde entonces? ¿Por qué no ha aprovechado para hacerlo en sus cientos de libros, entrevistas en prensa y televisión y conferencias? ¿Por qué no se lo dijo a su biógrafo, Michael Jürg? Alguien podría argüir que quizá Grass pensara que estos hechos no eran relevantes, pero es algo difícil de aceptar para un autor que, desde la publicación de El tambor de hojalata en los años cincuenta, ha destinado buena parte de su obra literaria y de su actividad ciudadana a reflexionar sobre la Alemania nazi y las complicidades de las que se benefició.
Durante décadas, Grass ha denunciado con vehemencia que millones de alemanes, por interés, seducción o cobardía, apoyaran a Hitler o cerraran los ojos ante sus tropelías. Es eso lo que hace difícil de entender su largo silencio y lo que provoca malestar entre sus muchos admiradores dentro y fuera de Alemania. Simpatizante de las políticas socialdemócratas y las causas pacifistas, Grass ha venido siendo considerado una autoridad moral cada vez que opinaba sobre asuntos controvertidos, como la reunificación alemana, la situación en Cuba, la globalización y un largo etcétera. Hubiera sido deseable que alguien con esa autoridad fuera un poco más transparente sobre aspectos de su pasado claramente relacionados con el tipo de personaje público que se ha construido.
Más vale tarde que nunca, y el propio Grass admite que este asunto le provocaba un "sentimiento de culpa" y le pesaba como "una ignominia". En cualquier caso, su tardanza en desvelar un hecho biográfico relevante no invalida la calidad de su obra literaria ni la justicia de las causas que ha defendido y defiende. Esa tardanza sólo confirma que nadie es perfecto, que todos somos humanos; a veces, demasiado humanos.
Günter Grass, en la picota/Por Mario Vargas Llosa.
Tomado de El País, 27/08/06
No entiendo las proporciones desmesuradas que ha tomado en el mundo la revelación, hecha por él mismo, de que Günter Grass sirvió unos meses, a los 17 años, en la Waffen-SS y de que ocultó 60 años la noticia, haciendo creer que había sido soldado en una batería antiaérea del Ejército regular alemán. Aquí, en Salzburgo, donde paso unos días, no se habla de otra cosa y los periodistas que la editorial Suhrkamp envía a entrevistarme apenas si me preguntan sobre mi última novela, recién publicada en Alemania, porque lo que les interesa es que comente “el escándalo Grass”.
No tenía la menor intención de hacerlo, pero como ya circulan supuestas declaraciones mías sobre el tema en las que no siempre me reconozco, prefiero hacerlo por escrito y con mi firma. No me sorprende en absoluto que Grass ocultara su pertenencia a una tropa de élite visceralmente identificada con el nazismo y que tuvo tan siniestra participación en tareas de represión política, torturas y exterminación de disidentes y judíos, aunque, como ha dicho, él no llegara a disparar un solo tiro antes de ser herido y capturado por los norteamericanos. ¿Por qué calló? Simplemente porque tenía vergüenza y acaso remordimientos de haber vestido aquel uniforme y, también, porque semejante credencial hubiera sido aprovechada por sus adversarios políticos y literarios para descalificarlo en la batalla cívica y política que, desde los comienzos de su vida de escritor, Günter Grass identificó con su vocación literaria.
¿Por qué decidió hablar ahora? Seguramente para limpiar su conciencia de algo que debía atormentarlo y también, sin duda, porque sabía que tarde o temprano aquel remoto episodio de su juventud llegaría a conocerse y su silencio echaría alguna sombra sobre su nombre y su reputación de escritor comprometido, y, como suele llamársele, de conciencia moral y cívica de Alemania. En todo esto no hay ni grandeza ni pequeñez, sino, me atrevo a decir, una conducta impregnada de humanidad, es decir, de las debilidades connaturales a cualquier persona común y corriente que no es, ni pretende ser, un héroe ni un santo.
¿Afecta lo ocurrido a la obra literaria de Günter Grass? En absoluto. En la civilización del espectáculo que nos ha tocado vivir, este escándalo que parece ahora tan descomunal será pronto reemplazado por otro y olvidado. Dentro de pocos años, o incluso meses, ya nadie recordará el paso del escritor por la Waffen-SS y, en cambio, su trilogía novelesca de Danzig, en especial El tambor de hojalata, seguirá siendo leída y reconocida como una de las obras maestras de la literatura contemporánea.
¿Y sus pronunciamientos políticos y cívicos que ocupan una buena parte de su obra ensayística y periodística? Perderán algo de su pugnacidad, sin duda, sus fulminaciones contra los alemanes que no se atrevían a encararse con su propio pasado ni reconocían sus culpas en las devastaciones y horrores que produjeron Hitler y el nazismo, y se refugiaban en la amnesia y el silencio hipócrita en vez de redimirse con una genuina autocrítica. Pero, que quien estas ideas predicaba con tanta energía tuviera rabo de paja, pues él escondía también algún muerto en el armario, no significa en modo alguno que aquellas ideas fueran equivocadas ni injustas.
La verdad es que muchas de las tomas de posición de Günter Grass han sido valientes y respetables, y lo siguen siendo hoy día, pese al escándalo. Lo dice alguien que discrepa en muchas cosas con él y ha sostenido con Günter Grass hace algunos años una polémica bastante ácida. No me refiero a su antinorteamericanismo estentóreo y sistemático, que lo ha llevado a veces, obsedido por lo que anda mal en los Estados Unidos, a negar lo que sí anda bien allá, sino a que, durante los años de la Guerra Fría, una época en la que la moda intelectual en Europa consistía en tomar partido a favor del comunismo contra la democracia, Günter Grass fueuno de los pocos en ir contra la corriente y defender a esta última, con todas sus imperfecciones, como una alternativa más humana y más libre que la representada por los totalitarismos soviético o chino. Tampoco se vio nunca a Günter Grass, como a Sartre, defendiendo a Mao y a la revolución cultural china, ni buscando coartadas morales para los terroristas, como hicieron tantos deconstruccionistas frívolos en las épocas de Tel Quel. Pese a sus destemplados anatemas contra los gobiernos y la política de Alemania Federal, Günter Grass hizo campaña a favor de la socialdemocracia y prestó un apoyo crítico al gobierno de Willy Brandt en lo que demostró, ciertamente, mucha más lucidez y coraje político que tantos de sus colegas que irresponsablemente tomaban, sin arriesgar un cabello, eso sí, el partido del Apocalipsis revolucionario.
Mi polémica con él se debió justamente a que me pareció incoherente con su muy respetable posición en la vida política de su país que nos propusiera a los latinoamericanos “seguir el ejemplo de Cuba”. Porque si el comunismo no era, a su juicio, una opción aceptable para Alemania y Europa, ¿por qué debía serlo para América Latina? Es verdad que, para muchos intelectuales europeos, América Latina era en aquellos años -lo sigue siendo para algunos retardados todavía- el mundo donde podían volcar las utopías y nostalgias revolucionarias que la realidad de sus propios países había hecho añicos, obligándolos a resignarse a la aburrida y mediocre democracia.
Grass ha sido uno de los últimos grandes intelectuales que asumió lo que se llamaba “el compromiso” en los años cincuenta con una resolución y un talento que le ganaron siempre la atención de un vasto público, que desbordaba largamente el medio intelectual. Es difícil saber hasta qué punto sus manifiestos, pronunciamientos, diatribas, polémicas, influyeron en la vida política y tuvieron efectos sociales, pero no hay duda de que en el último medio siglo de vida europea, y sobre todo alemana, las ideas de Günter Grass enriquecieron el debate cívico y contribuyeron a llamar la atención sobre problemas y asuntos que de otra manera hubieran pasado inadvertidos, sin el menor análisis crítico. A mi juicio, se equivocó oponiéndose a la reunificación de Alemania y, también, poniendo en tela de juicio la democratización de su país, pero, aun así, no hay duda de que esa vigilancia y permanente cuestionamiento que ha ejercido sobre el funcionamiento de las instituciones y las acciones del gobierno es imprescindible en una democracia para que ésta no se corrompa y se vaya empobreciendo en la rutina.
Tal vez el formidable escándalo que ahora rodea su figura tenga mucho que ver con esa función de “conciencia moral” de la sociedad que él se impuso y que ha mantenido a lo largo de toda su vida, a la vez que desarrollaba su actividad literaria. No me cabe duda de que Günter Grass es el último de esa estirpe, a la que pertenecieron un Victor Hugo, un Thomas Mann, un Albert Camus, un Jean-Paul Sartre. Creían que ser escritor era, al mismo tiempo que fantasear ficciones, dramas o poemas, agitar las conciencias de sus contemporáneos, animándolos a actuar, defendiendo ciertas opciones y rechazando otras, convencidos de que el escritor podía servir también como guía, consejero, animador o dinamitero ideológico sobre los grandes temas sociales, políticos, culturales y morales, y que, gracias a su intervención, la vida política superaba el mero pragmatismo y se volvía gesta intelectual, debate de ideas, creación.
Ningún joven intelectual de nuestro tiempo cree que ésa sea también la función de un escritor y la sola idea de asumir el rol de “conciencia de una sociedad” le parece pretenciosa y ridícula. Más modestos, acaso más realistas, los escritores de las nuevas generaciones parecen aceptar que la literatura no es nada más -no es nada menos- que una forma elevada del entretenimiento, algo respetabilísimo desde luego, pues divertir, hacer soñar, arrancar de la sordidez y la mediocridad en que está sumido la mayor parte del tiempo el ser humano, ¿no es acaso imprescindible para hacer la vida mejor, o por lo menos más vivible? Por otra parte, esos escritores que se creían videntes, sabios, profetas, que daban lecciones, ¿no se equivocaron tanto y a veces de manera tan espantosa, contribuyendo a embellecer el horror y buscando justificaciones para los peores crímenes? Mejor aceptar que los escritores, por el simple hecho de serlo, no tienen que ser ni más lúcidos ni más puros ni más nobles que cualquiera de los otros bípedos, esos que viven en el anonimato y jamás llegan a los titulares de los periódicos.
Tal vez sea ésa la razón por la que, con motivo de la revelación de su paso fugaz por la Waffen-SS cuando era un adolescente, haya sido llevado Günter Grass a la picota y tantos se encarnicen estos días con él. No es con él. Es contra esa idea del escritor que él ha tratado de encarnar, con desesperación, a lo largo de toda su vida: la del que opina y polemiza sobre todo, la del que quiere que la vida se amolde a los sueños y a las ideas como lo hacen las ficciones que fantasea, la del que cree que la del escritor es la más formidable de las funciones porque, además de entretener, también educa, enseña, guía, orienta y da lecciones. Esa era otra ficción con la que nos hemos estado embelesando mucho tiempo, amigo Günter Grass. Pero ya se acabó.
Cobardes y reclutas/Niall Ferguson, cátedra A. Tisch de Historia de la Universidad de Harvard
Publicado en La Vanguardia, 27/08/2006;
¿Qué hiciste en la guerra, papá? Ésa es una pregunta que Gertrude Harris (de soltera, Farr) nunca pudo hacerle a su padre Harry. Sólo hacía siete días que había nacido cuando él se fue para luchar en la Primera Guerra Mundial. Tras dos años de combates en el frente occidental, fue condenado a muerte por “seguir un comportamiento inadecuado ante el enemigo y demostrar cobardía”. Hace unos pocos días, sin embargo, el ministro de Defensa, Des Browne, decidió solicitar el perdón para Farr y los más de trescientos soldados que fueron ejecutados entre 1914 y 1918 por infringir la disciplina militar. Si el Parlamento aprueba el perdón en grupo, Harry Farr no habrá muerto como cobarde. Lo ascenderán (según las palabras del señor Browne) a “víctima de la guerra”.
¿Qué hiciste en la guerra, papá? Sin lugar a dudas, los gemelos de Günter Grass le habrán hecho esta pregunta a menudo. Durante años, el premio Nobel, autor de El tambor de hojalata, daba una respuesta inocua. Contaba que, al igual que muchos otros adolescentes alemanes durante los últimos días de la guerra, fue un soldado auxiliar en una unidad antiaérea. Fue herido y, al final, lo hicieron prisionero. Una víctima de la guerra, en otras palabras.
Sin embargo, hace un par de semanas Grass admitió en una entrevista que, en realidad, lo asignaron a la 10. ª división acorazada Frundsburg de las SS. Sí, lo han leído bien: la figura literaria más destacada de la izquierda alemana - que en 1985 censuró al canciller Helmut Kohl y al presidente Ronald Reagan por visitar el cementerio de guerra de Bitburg, ya que en él había enterrados 24 oficiales de las SS- resulta que él mismo fue miembro de las SS, un miembro hecho y derecho de la guardia pretoriana del partido Nazi, declarada organización criminal en Nuremberg e implicada de forma más directa en el holocausto que cualquier otra organización del Tercer Reich.
Esto no significa - como podrían dar a entender algunas de las reacciones más indignadas tras su confesión- que el señor Grass fuera un criminal de guerra, puesto que el mero hecho de pertenecer a las Waffen-SS (el brazo militar de las SS) nunca ha sido motivo para enjuiciar a alguien. Según el nuevo testimonio de Grass, no hizo más que “holgazanear” y “sobrevivir” en los últimos meses de la guerra, cuando su división intentaba, en vano, detener el avance soviético en la frontera entre Alemania y Checoslovaquia.
No obstante, la noticia (que, por cierto, no ha perjudicado en absoluto las ventas de su autobiografía, publicada de forma simultánea) deja en ridículo el supuesto papel fundamental que ha desempeñado Grass para ayudar a que la Alemania de posguerra aceptara el pasado.”Ha demostrado - afirmó el representante de la academia sueca que le entregó el Nobel en 1999- que mientras la literatura recuerde lo que la gente se apresura a olvidar, seguirá siendo un poder al que habrá que tener en cuenta”. Oh, cielos.
Vergangenheitsbewältigung (aceptar el pasado) es una palabra muy alemana, pero una actividad universal. Estos dos casos ilustran uno de los principales problemas de intentar ponerla en práctica: el peligro de formular juicios históricos partiendo de la base de unos criterios anacrónicos. Se trata del mismo error que cometieron aquellos que califican las hambrunas indias de holocaustos victorianos o aquellos que comparan la campaña contra Mau Mau en la década de 1950 en Kenia con el terror de Stalin.
Examinemos con mayor detenimiento el caso del soldado Farr. Habría que tener un corazón de piedra para no conmoverse ante la suerte que corrió. Tras sufrir una gran conmoción por la explosión de un obús, permaneció hospitalizado durante cinco meses. Le temblaban tanto las manos que no podía ni sujetar un bolígrafo. Cuando lo enviaron de nuevo a las trincheras, se vino abajo. “Como no vayas al puto frente, te reventaré el puto cerebro”, le dijo su brigada. “No puedo ir”, respondió Farr. El tribunal militar sólo tardó veinte minutos en condenarlo a muerte ante un pelotón de fusilamiento. Si lo juzgáramos según los principios de hoy en día, el trato que recibió Farr fue, sin lugar a dudas, una violación vergonzosa de sus derechos humanos. De hecho, hay gente que diría que los que lo condenaron a muerte eran los verdaderos criminales. Sin embargo, algo parecido podría decirse sobre la mayoría, si no todas. HAY QUE ENTENDER LA experiencia de Günter Grass en un contexto donde la justicia militar alemana ejecutó a 20,000 de sus hombres por desertar. LA PROPENSIÓN A desertar de los británicos parece constante a lo largo del tiempo, a pesar de la moderación de la justicia militar las ejecuciones por actos criminales llevadas a cabo a lo largo de la historia. Si uno está en contra de la pena de muerte por principio, podría preguntarse por qué se ha elegido a unos cuantos centenares de soldados rasos para perdonarlos. Muchos de los crímenes por los que fueron ahorcados varios jóvenes del siglo XVIII, por ejemplo, no fueron más que pequeños hurtos. Hoy en día, la mayoría de esos delincuentes juveniles sólo deberían hacer frente a una amonestación o a una sentencia por comportamiento antisocial. ¿No deberíamos perdonar también a los ladrones ahorcados, ya que estamos en ello?
Durante la Primera Guerra Mundial, la justicia militar británica fue, sin duda alguna, muy dura, aunque la juzguemos por el rasero de la época. De acuerdo con la ley del Ejército (1881) y la ley del Ejército Indio (1911), se fusiló a 266 soldados británicos y coloniales por deserción, a 18 por cobardía, a siete por abandonar sus puestos y a dos por deshacerse de sus armas: 293 en total. (Las otras ejecuciones fueron por delitos de naturaleza distinta, como el asesinato.) Y esto sólo supone una parte de las 3.000 sentencias de muerte dictadas por los tribunales militares, la mayoría de las cuales no se ejecutaron. Sin embargo, sólo 150 alemanes fueron condenados a muerte por negligencias comparables en el cumplimiento del deber, de los cuales 18 fueron fusilados.
Los oficiales británicos de alto rango insistían en que era necesario fusilar a soldados como Harry Farr (recurriendo a la famosa cita de Voltaire) “pour encourager les autres”. Al fin y al cabo, durante gran parte de la guerra el ejército británico tuvo una fuerza de combate inferior a la del enemigo, ya que había reclutado y preparado a sus hombres a toda prisa después de que hubiera empezado la guerra, y también se hallaba en una posición estratégica más débil, ya que se vio obligado a lanzar repetidas ofensivas contra las posiciones alemanas, que estaban muy bien defendidas, en Bélgica y Francia. Sin embargo, el porcentaje de deserción del ejército británico no fue superior en la Segunda Guerra Mundial en comparación con la Primera, a pesar del hecho de que se había abolido la pena de muerte como castigo por deserción en 1930. De hecho, la media fue algo inferior (7 por 1.000 en la segunda, en comparación con el 10 por 1.000 de la primera).
¿Cómo puede compararse todo eso con el ejército de hoy en día que, según grupos como Military Families Against the War, está sufriendo una gran desmoralización debido a la experiencia de Iraq? Según las cifras que proporcionó el Ministerio de Defensa hace poco más de una semana, 2.030 soldados británicos abandonaron sus unidades entre el 2003 y el 2005 y posteriormente fueron despedidos (en la actualidad pocos casos llegan a un tribunal militar; aquellos que abandonan el ejército sin permiso simplemente son despedidos al cabo de un tiempo). Todo esto da como resultado un porcentaje de deserción del 7 por 1.000 durante el año 2005, un punto menos que el año anterior. En otras palabras, la propensión a desertar de los soldados británicos parece muy constante a lo largo del tiempo, a pesar de una acentuada moderación de la justicia militar y de los profundos cambios que ha habido en la naturaleza de la guerra.
En el otro extremo del ejército voluntario de verdad que existe hoy en día se encontraba la experiencia alemana de la Segunda Guerra Mundial. Después de adoptar una posición relativamente liberal durante la Primera Guerra Mundial, la justicia militar alemana pasó a ser draconiana en el periodo final de la Segunda. La Wehrmacht ejecutó a entre 15.000 y 20.000 de sus hombres por los llamados crímenes políticos de deserción o Wehrkraftzersetzung (desmoralización del ejército) y condenó a muerte a miles de soldados más al destinarlos a batallones de castigo.
Es en este contexto en el que hay que entender la experiencia de Günter Grass en las Waffen-SS. Cuando lo llamaron a filas, en noviembre de 1944, estaba clarísimo que Alemania iba a perder la guerra y, además, se había volcado en un último esfuerzo a la desesperada para impedir que el país fuera invadido por el ejército Rojo. Una de las medidas que tomaron los máximos dirigentes nazis para reforzar la dañada moral de sus hombres fue la de no restringir la pena de muerte. En esa época los alemanes normales corrían casi el mismo peligro que las minorías étnicas que se habían convertido en el principal objetivo de los nazis.
En retrospectiva, conceder el perdón a unos desertores de la Primera Guerra Mundial es un gesto tan huero como condenar a unos reclutas de la Segunda. Harry Farr y Günter Grass no fueron más que dos pequeñas piezas de la monstruosa maquinaria de picar carne de la guerra total. Por este motivo, la pregunta que los niños deberían hacerle a los veteranos no es “¿qué hiciste en la guerra, papá?”, sino “¿qué te hizo la guerra?”.

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