Columna Bucarelí/Jacobo Zabludovsky
El Universal, 10 de noviembre de 2008
Adiós Mouriño
Lo último que vieron tres segundos antes de morir fue quizás el tejado rojo del restaurante japonés Suntory. Ahí, en el mes de julio, hablé por segunda vez con Juan Camilo Mouriño.
Fue uno de esos domingos familiares. Cuando terminamos de comer, rumbo a la salida, Juan Camilo se levantó y me pareció que había prolongado su sobremesa para propiciar el encuentro. Saludamos a su esposa María de los Ángeles, a sus hijos Mari, Iván y Juan Camilo y a otra persona. Plática previsible: edades, escuelas, aficiones. Abrazo cordial. Nos hablaremos de tú. La despedida típica: te llamo para comer. Hubo varios intentos pero se atravesaron viajes, compromisos, problemas de agenda.
La primera había sido en la comunión de los hijos de Perla y Juan Francisco Ealy Ortiz. Se abrió paso entre los numerosos invitados para llegar a nosotros. Mientras lo veía acercarse pensé en la rara forma de conocernos: que vendría a reclamar, a quejarse de mis Bucarelis recientes. Por lo menos en dos había puesto en duda su eficacia en la Secretaría de Gobernación, con fundamento en acusaciones públicas contra él. El título de la columna el 3 de marzo “Mouriño herido”, explica su contenido. Y la del 31 de marzo “Calderón Mouriño S. A.” empezaba con la frase “La acusación me parece grave”. En el rincón de mi cerebro donde se aloja el instinto de conservación se encendió la alerta. Me puse en guardia, los artículos podían ser causa o presagio de una actitud agresiva del recientemente nombrado secretario, a quien jamás había visto en persona, huelga decir que tampoco cruzado palabra alguna.
Mis inquietudes eran infundadas. Mouriño llegó con la mano extendida, celebrando la oportunidad de conocernos, recordando trabajos de mi carrera periodística, ligándolos a sus recuerdos infantiles, juveniles, familiares. Le pregunté si había leído mis columnas. Me dijo que no se las perdía. ¿No le han molestado? “Tengo el más absoluto respeto a la libertad de expresión, usted es libre de opinar como guste, así deben ser las democracias”, dijo. La conversación derivó a otros temas, intervinieron más invitados, cada quien regresó a su grupo.
La tercera fue en la comida pendiente. Septiembre 12. Juan Camilo escogió un restaurante de Polanco, Bico, con dos comensales más: Miguel Monterrubio, director general de Comunicación Social de la Secretaría de Gobernación, quien falleció también en el accidente del Learjet, y Francisco Aguirre, presidente de Radio Centro.
No quiero detallar, no tomé notas ni vienen al caso los incidentes de una conversación en que privó más una intención de establecer vínculos que la de dirimir querellas. Cierta molestia surgió, única aspereza recordable, cuando se tocó el tema, vivo en esos días, de la interrupción del sexenio presidencial. Calificó la propuesta, mencionando a Porfirio Muñoz Ledo, como perjudicial, contra México, casi catastrófica. Me sorprendió la discreción y la cultura de Monterrubio, oportuno en sus intervenciones con citas históricas, menciones de libros, anécdotas. Pensé llamarle para tomar un café, saber más de él. No lo hice. El tiempo se fue hablando de periodismo, la historia de la televisión en México. Como aplazando temas para otras reuniones que nos prometimos periódicas y frecuentes.
Cuando vimos el reloj habían pasado cuatro horas, sobraba la mitad en la única botella de Rioja y funcionaban todavía las pilas del celular incesante de Mouriño. No coincidimos en la mayoría de las opiniones, especialmente en las políticas que cada quien defendió sin esperanza de convencer y sin interrupciones. Un joven menor que la mitad de mi edad expresaba su verdad que no era la mía, pero al mismo tiempo, desde su cargo público, el más importante después del Presidente, mostraba la paciencia necesaria para entender la razón de mis críticas. El intercambio de ideas no debe llevar necesariamente a un mundo de posturas iguales o similares. Tengo el recuerdo grato de una tarde valiosa. De los cuatro, dos están muertos. A Monterrubio esa sola vez lo vi. Luego supe de sus méritos en la Secretaría de Relaciones Exteriores, de sus estudios de periodismo en la Academia Nazionale Della Comunicazione, en Roma, Italia. Lástima. Lamento su muerte y la de todas las víctimas de esta tragedia.
Unas palabras sobre Juan Camilo Mouriño. A su esposa, sus hijos, a sus padres y hermanos, al presidente Felipe Calderón, a sus amigos, mi solidaridad en su tristeza. Echaré de menos esa esgrima mental. Su habilidad para exponer su criterio y defenderlo a capa y espada. Creo que nunca llegaríamos a coincidir. Pero no se trataba de convencer sino de poder diferir en torno a la misma mesa.
Eso, en el fondo, es todo.
Adiós Mouriño
Lo último que vieron tres segundos antes de morir fue quizás el tejado rojo del restaurante japonés Suntory. Ahí, en el mes de julio, hablé por segunda vez con Juan Camilo Mouriño.
Fue uno de esos domingos familiares. Cuando terminamos de comer, rumbo a la salida, Juan Camilo se levantó y me pareció que había prolongado su sobremesa para propiciar el encuentro. Saludamos a su esposa María de los Ángeles, a sus hijos Mari, Iván y Juan Camilo y a otra persona. Plática previsible: edades, escuelas, aficiones. Abrazo cordial. Nos hablaremos de tú. La despedida típica: te llamo para comer. Hubo varios intentos pero se atravesaron viajes, compromisos, problemas de agenda.
La primera había sido en la comunión de los hijos de Perla y Juan Francisco Ealy Ortiz. Se abrió paso entre los numerosos invitados para llegar a nosotros. Mientras lo veía acercarse pensé en la rara forma de conocernos: que vendría a reclamar, a quejarse de mis Bucarelis recientes. Por lo menos en dos había puesto en duda su eficacia en la Secretaría de Gobernación, con fundamento en acusaciones públicas contra él. El título de la columna el 3 de marzo “Mouriño herido”, explica su contenido. Y la del 31 de marzo “Calderón Mouriño S. A.” empezaba con la frase “La acusación me parece grave”. En el rincón de mi cerebro donde se aloja el instinto de conservación se encendió la alerta. Me puse en guardia, los artículos podían ser causa o presagio de una actitud agresiva del recientemente nombrado secretario, a quien jamás había visto en persona, huelga decir que tampoco cruzado palabra alguna.
Mis inquietudes eran infundadas. Mouriño llegó con la mano extendida, celebrando la oportunidad de conocernos, recordando trabajos de mi carrera periodística, ligándolos a sus recuerdos infantiles, juveniles, familiares. Le pregunté si había leído mis columnas. Me dijo que no se las perdía. ¿No le han molestado? “Tengo el más absoluto respeto a la libertad de expresión, usted es libre de opinar como guste, así deben ser las democracias”, dijo. La conversación derivó a otros temas, intervinieron más invitados, cada quien regresó a su grupo.
La tercera fue en la comida pendiente. Septiembre 12. Juan Camilo escogió un restaurante de Polanco, Bico, con dos comensales más: Miguel Monterrubio, director general de Comunicación Social de la Secretaría de Gobernación, quien falleció también en el accidente del Learjet, y Francisco Aguirre, presidente de Radio Centro.
No quiero detallar, no tomé notas ni vienen al caso los incidentes de una conversación en que privó más una intención de establecer vínculos que la de dirimir querellas. Cierta molestia surgió, única aspereza recordable, cuando se tocó el tema, vivo en esos días, de la interrupción del sexenio presidencial. Calificó la propuesta, mencionando a Porfirio Muñoz Ledo, como perjudicial, contra México, casi catastrófica. Me sorprendió la discreción y la cultura de Monterrubio, oportuno en sus intervenciones con citas históricas, menciones de libros, anécdotas. Pensé llamarle para tomar un café, saber más de él. No lo hice. El tiempo se fue hablando de periodismo, la historia de la televisión en México. Como aplazando temas para otras reuniones que nos prometimos periódicas y frecuentes.
Cuando vimos el reloj habían pasado cuatro horas, sobraba la mitad en la única botella de Rioja y funcionaban todavía las pilas del celular incesante de Mouriño. No coincidimos en la mayoría de las opiniones, especialmente en las políticas que cada quien defendió sin esperanza de convencer y sin interrupciones. Un joven menor que la mitad de mi edad expresaba su verdad que no era la mía, pero al mismo tiempo, desde su cargo público, el más importante después del Presidente, mostraba la paciencia necesaria para entender la razón de mis críticas. El intercambio de ideas no debe llevar necesariamente a un mundo de posturas iguales o similares. Tengo el recuerdo grato de una tarde valiosa. De los cuatro, dos están muertos. A Monterrubio esa sola vez lo vi. Luego supe de sus méritos en la Secretaría de Relaciones Exteriores, de sus estudios de periodismo en la Academia Nazionale Della Comunicazione, en Roma, Italia. Lástima. Lamento su muerte y la de todas las víctimas de esta tragedia.
Unas palabras sobre Juan Camilo Mouriño. A su esposa, sus hijos, a sus padres y hermanos, al presidente Felipe Calderón, a sus amigos, mi solidaridad en su tristeza. Echaré de menos esa esgrima mental. Su habilidad para exponer su criterio y defenderlo a capa y espada. Creo que nunca llegaríamos a coincidir. Pero no se trataba de convencer sino de poder diferir en torno a la misma mesa.
Eso, en el fondo, es todo.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario